sábado, 16 de junio de 2012

SIN NOVEDAD EN EL FRENTE (1929) Erich María Remarque.


A lo largo de toda su obra, Remarque supo mostrar de manera lúcida y admirable, las convulsiones que asolaron la Europa de la primera mitad del siglo XX: las guerras, el periodo de entreguerras, los campos de concentración y, finalmente, la situación de los emigrantes  en el “paraíso” que para todos ellos significaban los Estados Unidos.

Sin embargo, si alguien espera encontrar en “Sin novedad en el frente” un relato de hazañas heroicas, al modo de las novelas épicas, se equivoca. La pretensión de Remarque con esta obra, no fue la de escribir un libro de aventuras  sino más bien todo lo contrario. De lo que se trataba era de exponer con toda claridad, la crueldad de los conflictos bélicos y las terribles consecuencias que causan a la sociedad; en particular, a los jóvenes que toman parte en ellos. “Este libro no tiene la pretensión de ser ni una acusación ni una confesión.” “Es simplemente el intento de informar sobre una generación que fue destruida por la guerra aunque se salvó de sus granadas.” –Escribe Remarque al comienzo de su libro.

La novela presenta en todo su realismo la situación de un grupo de soldados que participan en el frente Oeste durante la primera guerra mundial. Cuatro de ellos, entre los que se cuenta el narrador Paul Bäumer, son muchachos de tan solo diecinueve años que se han alistado exhortados por su maestro Kantorek. Gran parte de sus conversaciones giran en torno a esclarecer la situación en la que se encuentran. Ninguno de ellos entiende muy bien por qué han que luchar contra enemigos a los que ni siquiera conocen y contra los que no tienen ningún motivo personal de disputa.

-          Entonces ¿por qué hay guerra? – pregunta Tjaden.


                                                       (…)


-          Yo creo que es sobre todo un tipo de fiebre –dice Albert-  En realidad ninguno la quiere pero de repente esta ahí. Nosotros no queríamos la guerra, los otros afirman lo mismo, y sin embargo, medio mundo está dentro.

Remarque, al igual que muchos otros escritores de su época, denuncia el mal uso que los adultos -padres, maestros y sacerdotes- hicieron de la confianza que los jóvenes tenían en ellos. En vez de aprovecharla para ayudarles a desarrollarse, la utilizaron para que se contagiaran de “esa fiebre”. Les ocultaron que “Francia”, “Alemania”, “Patria”, “Nación”, “Honor”, todos esos términos grandilocuentes, sólo significaban en realidad hambre, enfermedad, miseria, muerte y destrucción.

Lo fundamental de esa generación, según Remarque, es que creían en lo que les decían aquellos que estaban encargados de su formación. Los jóvenes estaban profundamente convencidos de que la autoridad de sus educadores se asentaba en la sabiduría y la reflexión.

También  Brecht critica la propaganda a la que fueron sometidos por parte de sus profesores. Por su parte Stephan Zweig en “El mundo de ayer” explica la admiración que los jóvenes sentían por los adultos y los enormes esfuerzos que hacían para adoptar sus gestos y comportamientos. Un autor húngaro, Zsigmond Moricz, en una de sus obras de teatro escrita en 1929, cuenta la historia de un chico que desea crecer lo antes posible porque ve en los adultos la realización de los ideales más nobles: la sabiduría, la responsabilidad; en definitiva, la humanidad. Dicha admiración desaparece cuando se introduce en ese mundo y comprueba que los adultos son mucho peor que los jóvenes.

La desilusión que los integrantes de esa generación sintieron al descubrir la realidad, les abocó en una crisis existencial de la que no fueron capaces de recuperarse nunca.



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Tres son los aspectos a los que Remarque presta una atención especial.

1.      La enajenación.

Por un lado, en medio de semejante locura, dentro de ese mundo que se hunde, lo únicamente real son la amistad y el compañerismo entre los soldados. Fuera no queda nada ni nadie. La ruptura entre los ideales de la sociedad de la que provienen y sus propias experiencias, ha determinado el extrañamiento ante la sociedad a la que hasta hace poco tiempo habían pertenecido.

Están solos. No hay nadie –salvo ellos mismos- que  les pueda entender. Sus padres y educadores escriben cartas que contienen el mismo discurso de siempre, los mismos principios, las mismas palabras altisonantes.  La ruptura generacional es inevitable. La guerra gloriosa que sus padres les habían descrito no es la guerra hedionda que ellos están viviendo. La sociedad de sus educadores ya no es la sociedad en la que ellos pueden vivir. Entre su mundo y el de sus mayores se han abierto abismos, inimaginables antes de la guerra.

 “Estamos abandonados como niños y experimentamos como viejos, somos brutos y tristes y superficiales –creo que estamos perdidos.” –escribe Paul.

Ese sentimiento se intensificará aún más cuando al regresar de la guerra tengan que enfrentarse al hecho de que la sociedad civil, que no ha participado en el conflicto bélico, prosigue su vida cotidiana “como si” no hubiera pasado nada, y que aquellos que un día les enviaron a la lucha pretenden tratarles “como si” la guerra sólo hubiera sido un paréntesis sin importancia y sin que pudiera influir en la relación de autoridad-obediencia, que hasta entonces había existido entre ellos.

2.      Crítica a las palabras.

El segundo aspecto es su crítica a la propaganda, a las palabras, a los discursos grandilocuentes que no significaban nada y que tenían un único objetivo: conseguir que se alistaran para ir a luchar por el honor de la Patria.

Pero mientras la población civil sigue recordándolos desfilando en brillantes trajes militares, ellos tienen que enfrentarse, con apenas veinte años, a cadáveres mutilados, al hambre, a los estragos de las granadas y del gas.

Como señala Paul, el protagonista: “Los primeros tres minutos con la máscara deciden sobre la vida y la muerte: ¿es hermética? Conozco las terribles imágenes del lazareto: enfermos de gas, que durante días vomitaban pedazos de pulmón quemado en el hospital de campaña.”

Sirviéndose de las palabras y de la confianza que sus jóvenes tenían en ellos, una generación sacrificó a sus propios hijos. Más aún –consiguió que éstos se marcharan voluntariamente al sacrificio. Es en el frente donde los jóvenes descubrirán consternados la realidad. Las palabras que han estado constantemente escuchando y creyendo no contienen ni un ápice de verdad. Son sólo instrumentos de dominación.

La conclusión a la que llega Paul es que es mejor no prestarles atención. -“Palabras, palabras, palabras. No me alcanzan”, dirá con amargura.

En efecto, las palabras que una y otra vez escuchaban, carecían de sentido, sin embargo, ellos no lo sabían. La venganza de Remarque es enviar a Kantorek  a la misma compañía de Paul. Uno de sus antiguos alumnos, de mayor graduación que su maestro ve la ocasión para desquitarse con él. Al menos por un tiempo, su antiguo preceptor les sirve de diversión.

Lo que ello simboliza no es más que la falta de sentido y referencia que la cultura de sus padres tiene en sus vidas. El progreso no ha podido evitar el derramamiento de sangre.

3.      La inquietud por el futuro.

El tercer aspecto en el que Remarque hace hincapié, es la preocupación que les causan las dificultades a las que deberán enfrentarse cuando se acabe la guerra. Paul se pregunta cómo podrán reincorporarse a la sociedad en tiempos de paz si se les destinó a ir a matar justo cuando empezaban a vivir. Los soldados que tenían un oficio antes de incorporarse a filas podrán volver a ejercerlo, pero ellos no tienen ninguna profesión. Lo único que saben hacer es lanzar granadas.

Paul es consciente de que los chicos de su edad ya no pueden sentarse en ningún pupitre. Son demasiado viejos: a aquellos a quienes la guerra no les ha arrebatado la vida, les  ha robado la juventud.



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Remarque no es el único autor que intenta despojar a la violencia en general y a las operaciones militares en concreto, de su aspecto reluciente y flamante, más propio de una representación de opereta que de la realidad. “Un muerto es un muerto”, repetirá Brecht hasta la saciedad, cuando hable de este tema y  la mayoría de los poemas de su primer periodo, en vez de cantar las proezas del héroe caído, describen los cadáveres en su auténtico estado.

A su juicio, la guerra no sólo es cruel: es, ante todo, inútil y carente de sentido. En ella participan chicos jóvenes que aún no han empezado a vivir y que, sin embargo ya tienen que enfrentarse a la muerte. Aunque logren sobrevivir, las lastras que sufren les acompañarán hasta el fin de sus días  y marcarán su existencia. Los actos que se denominan “heroicos” casi no se diferencian del simple asesinato que un particular comete. En su siguiente libro; “Der Weg zurück” explicará que al menos el asesino tiene un motivo –o cree tenerlo- para matar al otro. En cambio, en los enfrentamientos entre naciones nadie sabe exactamente cuáles son las verdaderas razones para estar allí.

Una de esas conversaciones  plasma la idea inherente al pensamiento de Remarque a lo largo de todas sus obras.

-          En la mayoría de las ocasiones un país insulta gravemente a otro. (…)

-          (…) ¿Un país? Eso no lo entiendo. Una montaña en Alemania no puede insultar a una montaña en Francia.

-          ¿Eres tonto o te lo haces? No me refiero a eso. Un pueblo insulta al otro.

-          Entonces no tengo nada que hacer aquí. –Contradice Tjaden- Yo no me siento  insultado”

 (…)

-           “Bien, pero tened en cuenta que casi todos nosotros somos gente sencilla. Y en Francia, la mayor parte de los hombres son también trabajadores, artesanos o pequeños funcionarios. ¿Por qué tendrían que querer atacarnos un cerrajero o un zapatero? No. Son los gobiernos. Yo nunca había visto a un francés antes de llegar aquí y a la mayoría de los franceses les pasa lo mismo con nosotros. Su opinión cuenta tan poco como la nuestra.

Salvo contadas excepciones, el final que Remarque dispone a sus protagonistas no es el acostumbrado. Al contrario de lo que normalmente sucede en otras novelas, éstos no se salvan sino que terminan muriendo. Tal vez, en atención a la frase bíblica: “al que a hierro mata, a hierro muere.” 

Con ello, el autor alemán se inscribe dentro del pacifismo radical. El de Remarque, sin embargo, no descansa en motivos políticos. Por eso su pacifismo tiene muy poco que ver con el de Proudhon o de Gandhi. El suyo obedece simplemente al deseo de vivir y dejar vivir. Su postura recuerda más bien a la que sostenía Voltaire, al final del Cándido. Al autor francés le resultaban indiferentes los motivos para unirse a la guerra e instaba a que cada cual se ocupara de sus propios asuntos, sobre todo después de haber sido testigo de tantas batallas inútiles y tantas muertes que obedecían simplemente a los caprichos de un rey u otro por ampliar su territorio o acumular más poder.

Con respecto a la actitud a adoptar cuando una fuerza enemiga invade el territorio en el que se hallan, ambos, Voltaire y él, están de acuerdo en que en vez de utilizar la invasión para iniciar una guerra, lo más inteligente es huir. Se pueden encontrar muchos jardines, pero vida sólo hay una.

Quizás fuera sensato volver a discutir sobre el pacifismo y la guerra justa. No hay que olvidar que las vidas que están en juego son las de soldados que no saben a ciencia cierta si están liberando a pueblos oprimidos o sirviendo a intereses creados. Por otra parte, no estaría de más averiguar qué tipo de azar es el que determina que últimamente todas las guerras que las potencias  -sean cuales sean-  inician, sean guerras de liberación.

Sin embargo, aparte del pacifismo, Remarque plantea otro tema sumamente interesante: el de la ruptura generacional.

El autor alemán muestra una juventud que sufre la angustia del que sabe solo, literalmente solo, frente a lo desconocido mientras asiste impotente a la ruptura de los vínculos que les unían con la generación anterior. Es la desesperación de una juventud que se ve sola ante el vacío sin saber qué o quién puede ayudarle. Todos ellos se sintieron presa de una profunda desesperación al comprender que dicha autoridad, en la que hasta entonces habían creído a pie juntillas, no podía explicarles en qué consistían la vida y la existencia porque éstas habían adoptado formas radicalmente distintas: desde los modos de producción hasta los tipos de gobierno. La intención de Remarque es describir el profundo sentimiento de soledad de esos chicos al darse cuenta de que a la generación que debía de haberles servido de guía, la modernidad les había pillado desprevenidos y no podían ayudarles a afrontar los nuevos tiempos.

Eso y no otra cosa fue lo que produjo una grieta entre ambos grupos. Tal ruptura no fue la consecuencia –como muchos podrían hoy en día creer- del deseo de rebelión de esos jóvenes contra la autoridad establecida. Tampoco fueron las ansias de libertad las que les llevaron a romper con la generación anterior. Ni siquiera experimentaron ningún tipo de orgullo por saber utilizar las nuevas tecnologías desconocidas para los adultos.

La amargura que albergaban era completamente contraria a  la alegría que se siente al liberarse de un yugo. Sin embargo, no cabe duda que fue justamente ese sentimiento de soledad y angustia lo que llevó a esos chicos a rechazar en un segundo momento todo lo que tuviera que ver con lo anterior. Esto es, con lo “ya hecho”.

Se lanzaron así a una experimentación febril de nuevas formas de arte y de existencia. Lo mejor era lo último y lo último era la vanguardia, hasta un punto en el que la mejor vanguardia era la vanguardia más vanguardista. Brecht, ya lo he dicho en otros de mis blogs, se quejaba de este constante deseo de innovación que encubría muchas veces una falta de contenido en las ideas. Lo bueno se puede construir con las viejas piedras, dijo.

En efecto, ese fanatismo por lo nuevo ha llegado a ser en nuestros días el reflejo de una gran insensatez ya que ha convertido a la cultura actual en una cultura de “usar y tirar.”

Pero la actitud de las generaciones de adultos, es todavía más absurda aún, si cabe: En vez de defender unos determinados principios, han adoptado los estilos de vida de las nuevas generaciones y con ellos las inseguridades por el ser y el aparecer que todo lo joven arrastra, precisamente por ser un “haciéndose” y no un ‘ya hecho”.
Lejos de construir nuevas bases en las que los jóvenes pudieran apoyarse, los adultos han pretendido mimetizarse con las actitudes de sus hijos. Los componentes de la generación del 68 se esforzaron por ser los amigos -e incluso colegas- de sus retoños y han abrazado el “pasotismo” y el hedonismo, justo cuando sus hijos más los necesitaban. No es extraño encontrar adultos que proclaman con gran orgullo lo mucho que aprenden de las nuevas generaciones. El “mantenerse joven” se ha convertido en una obsesión.

Con ello se pierde la posibilidad de dar a los jóvenes lo que necesitan: plataformas ya constituidas y establecidas en las que poder apoyarse.

 En primer lugar, se les deja sin principios contra los que poder rebelarse. En segundo lugar se les priva de “lo ya hecho”, de modo que carecen de referencias desde las cuales poder actuar aunque sea para reformarlas o destruirlas, si ello es necesario.  En tercer lugar, su obcecación por lo nuevo les impide detenerse a observar las grandes y positivas obras que se han logrado a lo largo de la historia de la Humanidad. Lo más importante para las nuevas generaciones no es “mejorar” sino “renovar”, sin comprender que ninguna sociedad puede construirse a partir del  rechazo constante de sus logros en aras de un deseo irracional por innovar ya no se sabe ni qué.

La generación actual está perdida y desorientada porque la anterior también lo está. Desde principios del siglo XX, los adultos han ido adoptando posiciones que les alejaban de su función de referencia para las nuevas generaciones.

Quizás fuera recomendable tener esto en cuenta antes de lanzarse cada tres años a proponer nuevas teorías psicopedagógicas de cómo educar a los tiernos infantes y cada cinco, nuevos planes de estudio para que los alumnos aprueben sin grandes conocimientos, pero divirtiéndose. ¡Todo ello para terminar concluyendo que asistimos a una crisis de los valores en la juventud!

Habría que detenerse a pensar que a lo mejor la crisis de valores la tiene el grupo de los adultos, esos que con cincuenta años no creen en nada ni en nadie, siguen yendo a una discoteca, a ligar como cuando tenían veinte y que no tienen tiempo para cuidar a sus nietos, suponiendo que los tengan, porque con sesenta prefieren ir a escalar el Everest.

Tal vez sus éxitos  serían más  rentables si utilizaran sus energías para preguntar la lección a sus hijos, para obligarles (si les parece muy duro este término, pueden sustituirlo por  el de “convencer”) a practicar todos los días el violín y a traducir  latín (es un decir),  o para  contar a sus nietos (caso de que los tengan; porque los jóvenes desean constantemente hacer cosas nuevas, pero no “nuevas personitas”) sus archiconocidas “batallitas”, mientras se comen –a espaldas de la madre de las criaturas- un delicioso pastel justo antes de la hora de comer.

En fin…

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado Gascón





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