martes, 31 de diciembre de 2013

HISTORIAS DEL GATO RUPERTO (2013) Isabel Viñado Gascón. DEDICADO A “TODO EL MUNDO” FELIZ 2014!


El gato Ruperto es redondo y suave, con largos y descuidados bigotes y una cola que enrolla siempre para evitar que alguien tropiece en ella y se haga daño. Es un gato muy amable. Vive conmigo desde hace cien años. Digo cien como podría decir doscientos. Lo cierto es que mi gato y yo estamos dentro de lo que mucha gente llama “edad indefinida” lo que viene a significar que no se puede precisar la edad. Así que para qué hablar del tiempo… 

Si el gato Ruperto no tiene edad, tampoco tiene dueño, ni casa. Antes he escrito “mi gato” porque es lo que “Todo el mundo” piensa. Al menos eso me ha dicho mi hijo. Lo cierto es que “Todo el mundo” piensa mucho y “Todo el mundo” se equivoca casi siempre. “Todo el mundo” es el vecino que todavía no conozco. A pesar de tener amistades comunes aún no he tenido el placer de saludarlo.  Sé de su existencia por mis hijos, mis padres, mis amigos, mi marido e incluso por mis otros vecinos. Por lo que parece disfruta de una vida intensa. Da igual del tema del que hablemos: “Todo el mundo” siempre aparece en la conversación.  Si mi amiga habla de una falda que se acaba de comprar, explica muy contenta que es la última moda y que la lleva “Todo el mundo”.  Y si mi hija escucha una canción que a mí me resulta nueva me pregunta que cómo puede ser posible si “Todo el mundo” la escucha. El caso es que todos mis amigos y familiares conocen a “Todo el mundo”, menos yo.

Pero como iba diciendo aunque “Todo el mundo” piense que el gato Ruperto es mío, lo cierto es que no lo es.  Al menos eso asegura él (el gato Ruperto). Porque habréis de saber que el gato Ruperto habla. No como nosotros, claro. Habla como hablan todos los gatos: maullando. Pero tantos años de relación han servido para que él haya podido llegar a comprender mi lenguaje y yo el suyo. A los extraños les sorprende enormemente vernos conversar cada uno en su lenguaje: yo hablando y él maullando. Creo que piensan que estamos un poco locos. A mí, en cambio, me parece de lo más normal. Al fin y al cabo con mi amiga Alda y con mi marido hacemos lo mismo. Alda es italiana y cuando viene de visita a nuestra casa habla en italiano; mi marido es alemán y le responde en alemán y yo, claro, contesto en español. No entiendo qué extraño hay en que el gato Ruperto, que es un gato, hable siempre maullando y yo, a mi vez,  le responda en mi propio idioma. Si “Todo el mundo” no entiende alemán, español e italiano y “Todo el mundo” no entiende maullar, ese no es mi problema. ¿No creen ustedes? Ese es el problema de “Todo el mundo.”
En cualquier caso, el gato Ruperto defiende a capa y espada su autonomía. No solo me lo ha dicho a mí. También se lo ha contado a los otros dos gatos del vecindario que siempre van a su encuentro y escuchan  embelesados sus ideas porque lo que es en dotes de orador no hay quién le supere. Al gato Ruperto le gusta hablar y sobre todo le gusta escucharse. Sus maullidos suenan altos o bajos, autoritarios o sumisos según el tono que su discurso precise.
Hace poco tiempo un director de cine pasó por debajo de nuestro balcón y los maullidos del gato Ruperto le parecieron tan musicales que quiso contratarlo para su próxima película. Subió a hablar del tema conmigo pero tuve que explicarle que primero tenía que saber la opinión del gato. Como entendía la excentricidad de los artistas, no puso objeción alguna. Él mismo era un excéntrico, me aseguró. Su mayor excentricidad consistía en tener un jarrón de flores en el salón, explicó. Le pedí excusas por atreverme a comentar que en mi modesta opinión tener un jarrón de flores en el salón no me parecía excéntrico en absoluto. El director de cine se rió a mandíbula batiente.

-         Eso dice “Todo el mundo”- contestó.

-         También conoce a “Todo el mundo” – pensé yo- admirada de que “Todo el mundo” se moviera en un círculo social tan amplio.

-         Sin embargo “Nadie” sabe que odio las flores – prosiguió con aire de satisfacción – Por eso es una excentricidad tener un jarrón con flores en el salón. Cuando se odian las flores es una excentricidad tener un jarrón con flores en el salón.

Aquel día aprendí que la excentricidad no siempre puede evaluarse desde el exterior. Para algunas personas, hacer deporte resulta tan excéntrico como para otras supone leer un libro o cocinar unos macarrones con tomate. La excentricidad tiene un rasgo interno que está vedado a “Todo el mundo” y en el que sin embargo “Nadie” puede adentrarse. De repente ese “Nadie” del que la mayoría solía hablar con desprecio -”Nadie” va, respondían cuando no querían ir a algún sitio- me empezó a caer simpático.

En fin: el director de cine nos pareció al gato Ruperto y a mí sumamente agradable. El gato Ruperto firmó su contrato y estuvo ausente durante los tres meses que duró el rodaje de la película. El día del estreno fue todo un acontecimiento. Me dijeron que “Todo el mundo” estaba allí, pero por más que me esforcé no conseguí descubrir quién era.

La película era muy triste. Un chico se perdía en el desierto y estaba dos horas vagabundeando en la inmensidad de un paisaje desierto y silencioso en el que la arena era el elemento visual principal y el sonido del viento el único sonido. La escena final mostraba al chico en mitad de aquel inmenso desierto mientras   se escuchaban los maullidos del gato Ruperto como telón de fondo.

Me dijeron que la película había sido un fracaso. “Todo el mundo” se había ido, me indicaron. A “Nadie” le había gustado.

Por la noche el gato Ruperto y yo salimos a la terraza a descansar de tantas emociones. La luna nos observaba brillante y redonda. Ambos estábamos de acuerdo: “Todo el mundo” no nos gustaba. Aún no lo conocíamos pero intuíamos que era un ser arrogante y vanidoso. “Nadie” era demasiado misterioso para ser tenido en cuenta.

El gato Ruperto se despidió hasta el día siguiente. Aún tenía que ir a una celebración con sus amigos a la que “Todo el mundo” había sido invitado pero en la que él esperaba que “Nadie” se presentara, para poder estar más tranquilos. Le dije adiós con la mano y miré a la luna.
Hasta la semana que viene...

Isabel Vinado Gascón
Nueva Delhi - Febrero 2013

domingo, 29 de diciembre de 2013

LA BROMA INFINITA (1996) David Foster Wallace - COMENTARIO


Lo que me parece digno de consideración en la obra de David Foster Wallace no es tanto la trama, difícil y a veces confusa, como los temas de que se ocupa y el ambiente y la atmósfera en que transcurren. Es esto, en definitiva, lo que conforma el espíritu de “La broma infinita”.

Hay novelas en las que el autor expresa sus ideas a través de la acción. En ellas el argumento resulta de vital importancia para comprender el pensamiento subyacente. Así, por ejemplo, “Enemigos, una historia de amor”, de Isaac B. Singer. En cambio, las llamadas “novelas de ideas” exponen directamente la propia ideología del escritor y el argumento queda supeditado a las convicciones e inseguridades que el autor pretende formular sin tener que recurrir al género de ensayo para hacerlo. Los personajes son meros transmisores de sus ideas. De este modo el ritmo puede ser más ligero y menos sistemático.  Lo importante no es tanto lo que se  hace como lo que se dice. La acción, aparece así, subordinada al concepto. La novela de Huxley “Contrapunto” y la de Morris West, “Eminencia”, constituyen dos buenos ejemplos. En ellos, la reflexión a la que es inducido el lector proviene de lo que se afirma más que de lo que sucede. Éste es también el caso de “La broma infinita”. Si nos atenemos al argumento y nos concentramos en las relaciones que mantienen cada uno de los personajes con el resto, nos introducimos en un laberinto sin salida. Los personajes aparecen aislados incluso en lo que a ellos mismos se refiere. No existe una comunicación real. La acción además es considerada inútil. La muerte, de una u otra manera, inunda toda la obra.

Una última consideración: he leído que se ha publicado una guía para ayudar a entender “La broma infinita”. Realmente esto me parece exagerado. Es cierto que las mil quinientas cuarenta y cinco páginas de la edición alemana que he manejado (de las cuales casi ciento cincuenta son notas a pie de página) son muchas páginas y dan cabida a introducir un gran número de personajes y de historias. Sin embargo me veo obligada a recordar que “La Broma Infinita” es, al fin y al cabo, una novela. Muy larga, eso sí, pero novela al fin y al cabo. Nada que ver, por tanto, con obras como “La crítica de la Razón Pura” de Kant, que sí requieren de manuales que ayuden a su comprensión.

**************************************

A la hora de realizar el análisis de "La obra infinita" la honestidad me ha obligado a contestar a tres preguntas:

¿Es un buen escritor David Foster Wallace? Sí

¿Es “La broma infinita” un buen libro? Hm… Sí…

¿Me ha gustado? No.

************************************************

¿Es un buen escritor David Foster Wallace? Sí

 En primer lugar, su dominio del lenguaje es innegable. En segundo, la facultad que posee para conseguir que en los tiempos que corren, el lector apure las más de mil páginas de que consta la novela, es digna de elogio.

¿Es “La broma infinita” un buen libro? Hm… Sí…

Por lo que a “La broma infinita” se refiere, contiene por igual rasgos negativos y positivos. De ahí que sea tan difícil determinar su calidad. La estructura es enormemente confusa. Los saltos del tiempo complican innecesariamente la lectura. El hilo narrativo de la novela no sigue ningún esquema lineal, ya sea hacia el futuro o hacia el pasado, y tampoco es circular. Sencillamente es desordenado. Del mismo modo, los personajes aparecen y desaparecen sin motivo aparente. Los cambios de tema y de escena dentro incluso de los propios capítulos son en realidad cortes sin sentido. Todo ello impide – o al menos obstaculiza enormemente- tanto el disfrute de la lectura como una reflexión sobre el texto. Tales cesuras no sólo consiguen rompen el trayecto de la narración sino también la concentración. Por si fuera poco, algunos personajes desconocidos son introducidos sin previo aviso y es al lector al que corresponde la tarea de deducir su identidad y de situarlos en la trama cuando reaparecen, a veces mucho después.

En esto, sobre todo, consiste la dificultad de la que todos hablan. El lector, sencillamente, no sabe dónde está y le resulta enormemente difícil recordar lo que ha leído debido a la enorme cantidad de información, en ocasiones insustancial, que junto con la esencial aparece. Ello dificulta la comprensión más que si de un libro de ensayo se tratara. Al fin y al cabo, el ensayo, por complejo que sea el tema que trate, sigue un orden preciso en la exposición. Por el contrario en “La broma infinita”, el hilo de la trama se pierde una y otra vez. El hilo es tan fino y está tan enredado que es difícil discernir el argumento. A esto hay que unir la cantidad de abreviaturas que utiliza y cuyo significado no siempre resulta fácil de recordar, así como la ingente terminología química destinada a nombrar los numerosos tipos de droga que hay. No cabe duda que esto último sí es necesario, pero cuando un lector se encuentra enterrado en un alud de palabras en medio de semejante caos estructural, ello sólo contribuye a introducir un nuevo factor de estrés. Estos, y no la profundidad intelectual, son los motivos por los que el lector se siente constantemente tentado de abandonar el libro. Llega un momento en el que cualquier persona sensata se dice que lo que hay allí escrito no merece tanto la pena como para que se pierdan horas y horas en su lectura. Al lector le invade la impresión –que más que una impresión es una sospecha- de que la estructura de “La broma infinita” podría denominarse “de zapeo”. El lector asiste a los saltos en el tiempo, en el tema y en la escena como si estuviera delante de la televisión y zapeara de un canal a otro. Sólo que en este caso es el autor el que tiene el control del mando y el que decide a qué programa salta. Y el buen lector termina no sólo enervado sino bastante enfadado. Porque él, que ha dejado apagada la televisión para sumirse en un mundo distinto, se ve de repente inmerso en un mundo muy parecido al que justamente se proponía evitar.

En cuanto al carácter humorístico de la obra, si consideramos “macabro” sinónimo de “divertido”, entonces, en efecto, “La broma infinita’ es una obra sumamente divertida. Pero si consideramos que lo macabro, por muy cómico que resulte , es siempre trágico porque conlleva aparejado el dolor y la muerte, entonces –lo siento, mucho- lo macabro  no me hace reír. Ni aunque a lo macabro, de repente, ya no se le denomine "macabro" sino "realismo histérico".  Lo único que sí me ha hecho gracia es que David Foster Wallace se atreva todavía a enredar más la estructura, escribiendo unas notas a pie de página –en la versión alemana aparecen al final- y que (dicen)  hace falta leer obligatoriamente. Esto claro, es la crítica despiadada que David Foster Wallace hace a todos aquellos ensayos y publicaciones científicas cuyas notas a pie de página ocupan un tercio del contenido, notas que nadie lee y que no sirven más que para indicar la fuente de la información a fin de evitar la calificación de plagio y a veces ni eso: simplemente para dar cuenta de la erudición del autor.

Sin embargo, hay que reconocer igualmente, que ‘La broma Infinita” es capaz de dar cuenta del estado angustioso y problemático en el que una gran parte de la sociedad se encuentra. Es cierto que no pretende convertirse en una advertencia escrita contra los peligros de la sociedad moderna, al estilo del español Martín Vigil en los años 70, ni recrearse con la suciedad, que es lo que hace Buckowski – al menos en “Factotum”, la única novela de este autor que he leído y que leeré en toda mi vida. David Foster Wallace expone el asombro silencioso que subyace bajo los diferentes acontecimientos. Es la sensibilidad de un hombre que no se atreve a confesar su perplejidad ante la sociedad que le rodea y cuenta los hechos más bizarros “como si” de lo más normal del mundo se tratara. No pretende reírse de ellos ni criticarlos. Sólo los muestra y bajo ese mostrar sin prejuicios, sin tapujos, es donde el lector intuye –sólo intuye- el extrañamiento ante ellos. Pero es un extrañamiento sin estridencias. Es ese asombro que involuntariamente nos lleva a abrir mucho los ojos sin decir nada. Ni un suspiro. Incapaces de determinar si somos nosotros o los otros los distintos. Lo que David Foster Wallace busca es describir su sociedad, pero no cabe duda que hay un momento en el que da un salto cualitativo en virtud del cual su sociedad se transforma de repente en la sociedad. A partir de ahí todo está perdido. Uno puede salir de “su” mundo si existe otro. Pero cuando el propio mundo invade cualquier resquicio hasta el punto de que el nuevo sólo puede construirse con individuos del anterior, ¿adónde poder dirigirse en busca de un refugio que signifique al mismo tiempo la entrada en un mundo completamente distinto de aquél del que se pretende huir? Peor aún: ¿qué pasa cuando no hay otro mundo más que el mundo que nos rodea y no existe la posibilidad de construir otro distinto?

Uno a uno, han ido desapareciendo los “lugares” en los que los hombres inteligentes y sensibles podían refugiarse: los conventos han desaparecido, los alquimistas se han transformado en tecnócratas de la ciencia, el Arte ha muerto. El individuo ha dado lugar al Individuo que consume entretenimientos especialmente concebidos para una masa uniformizada. En el libro de David Foster Wallace hasta los asesinos van en grupo.

A pesar de sus críticas a las religiones convencionales, Huxley buscó una extraña forma de salvación en el misticismo cuyas puertas, según él, se abrían a través de las drogas. Bradbury “quemó” las ilusiones de Huxley cuando le descubrió que la sociedad iba por decisión propia camino de ser una sociedad sin libros y  por tanto sin ideales, ya fueran éstos de la clase que fueran: políticos, místicos o científicos. Las visiones de Bradbury tienen muy poco de arrebato espiritual y mucho de lunático –mejor dicho- de marciano. Pese a todo, el autor de “Crónicas Marcianas” y “Fahrenheit 451” no se da por vencido y así termina concediendo a la familia, en la primera de las novelas citadas y al grupo de los “distintos”, en el caso de la segunda, la puerta de acceso a la esperanza. La sociedad está perdida pero tal vez en la pequeña comunidad esté el origen de una renovación. Bradbury sigue a Huxley en tanto que busca un refugio en el interior. Se aleja de él, sin embargo, al despojar a la interioridad de toda posibilidad de éxtasis contemplativo. El refugio de Bradbury es un refugio artificial. No es el lugar espiritual ideal al que aspiraba Huxley y al que  el individuo podía acceder a través de la meditación y de las drogas  sino un lugar que él mismo se ha visto obligado a crear para protegerse de un exterior que le resulta cada vez más  incomprensible y hostil.

David Foster Wallace deja al descubierto que ni el mundo místico de Huxley ni el mundo marciano alucinatorio de Bradbury ofrecen no digo ya cobijo, ni tan siquiera consuelo. La búsqueda de la salvación en cualquiera de sus formas es –por imposible- absurda. El asfixiante “aquí y ahora” que pretendía trascender Bradbury es lo único que en realidad existe. El grupo de los “distintos” que se dedicaban a memorizar los contenidos de los libros y que representaban, por tanto, la esperanza en una nueva sociedad han sido transformados por Foster Wallace en un grupo de Alcohólicos Anónimos. La familia está compuesta por seres deformes (ya sea espiritual o físicamente) y cada miembro sigue su propio camino, que más que un camino es un vericueto. El yo interior se ha convertido en un zarzal estéril en el que sólo pueden encontrarse espinas agudas, ninguna rosa. Ni siquiera el éxito es capaz de proporcionar un sentido, o tan siquiera un refugio, a la desolación existencial y para demostrarlo realiza un somero análisis sobre los  efectos perjudiciales del triunfo en los individuos que lo alcanzan; especialmente en los más jóvenes.
Lo único que en su opinión puede hacer más soportable tanto vacío, tanta suciedad y tanta locura, son las drogas y el alcohol. Todos son conscientes de los efectos nocivos que producen y saben que el fin que les espera es la muerte pero ¿hay algún motivo por el que seguir vivos? Ni siquiera el dejar las drogas proporciona una solución. A los individuos que consiguen abandonar su consumo les invade un terrible sentimiento de vacío y  soledad del que les resulta imposible deshacerse, lo que  les lleva a buscar la propia muerte. Así pues, ni el éxito, ni  las drogas, ni la desintoxicación de las mismas pueden nada contra las tendencias autodestructivas. La idea del suicidio está constantemente presente a lo largo de todo el libro.

De este modo, “La broma infinita” parece ser la conclusión definitiva a los problemas que la tradición anglosajona venía planteando desde años atrás. No hay solución posible. La acción del hombre es inútil y ello porque el teatro de la vida, el único lugar donde su actuación podría cobrar sentido, no es un drama sino una tragedia. La tragedia del hombre moderno se aleja de la tragedia a la manera griega. Los dioses que señalaban el destino a los hombres-héroes sin que éstos pudieran oponerse a tales designios han desaparecido. La tragedia del hombre actual es que no hay dioses que controlen su existencia; que esta viene marcada irremediablemente por la vaciedad, la angustia y la muerte; que la acción se hace inútil porque los escenarios en los que ha de desarrollarse son de cartón piedra y no pueden servir de apoyo a ningún tipo de representación auténtica. La tragedia, pues, no radica tanto en la ausencia de refugios, como pensaban los autores anteriores, sino sobre todo en la inexistencia de escenarios donde actuar.

Dicho todo esto ¿cómo es posible entonces que no me haya gustado?

Pues bien. No. No me ha gustado.

Reconozco que su capacidad para llegar a los lectores es tan innegable como extraordinaria. La mayoría de ellos después de haber sido sumergidos en ambientes de los que yo quisiera escapar antes de haber entrado – y esto, lo repito siempre, no por cuestiones religiosas, ni tan siquiera morales, sino por simple amor a la tranquilidad, a la comodidad, a la belleza y al natural deseo de auto-conservación- califican la obra de magistral y más de una lectora confiesa abiertamente que no sólo se ha enamorado del autor como autor sino incluso de David Foster Wallace como persona, de esa persona con la que ni han hablado y a la que jamás en su vida –salvo en foto- han visto y a la que ellas mismas califican de patológicamente depresiva, neurótica y no sé cuántas cosas más. Al escucharlas tiendo a pensar que, o bien ellas mismas sufren tales alteraciones y creen haber encontrado un hermano del alma, o bien no han tratado nunca con un enfermo de tales características y no saben los sufrimientos que tales tipos acarrean a las familias.

He de admitir que incluso ha conseguido atraerme a mí. Ya ven. Aquí estoy. Escribiendo un blog sobre un libro que me desagrada profundamente, escrito por un escritor majadero ahogado en problemas que – considerando sus condiciones de vida - me parecen una idiotez. Sinceramente: problemas de “chicos” mimados e inmaduros que posiblemente porque todo les ha llegado tan rápido, tan fácil, no saben qué más les queda por hacer. No se les ocurre nada. Sienten el aburrimiento y en vez de pensar que es su aburrimiento el que les da asco prefieren creer – y hacer creer- que es la vida la que les asquea, la sociedad la que les asquea. Escriben sobre locuras que ni me van ni me vienen pero que posiblemente son las locuras de otros muchos “chicos” mimados  e inmaduros como ellos. Mundos asfixiantes poblados por asfixiados. Cada vez que tenía que enfrentarme al libro sentía ganas de vomitar. Francamente, me siento feliz de haber terminado un libro cuya principal virtud radica en que es capaz de describir fiel y exactamente la locura de una parte – posiblemente una gran parte; leyendo a David parece que sea la totalidad - de nuestra sociedad. Y lo consigue, claro, utilizando los mismos instrumentos neuróticos, claustrofóbicos, desordenados, caóticos hasta un punto en el que incluso el término “irracional” carece de sentido porque al concepto de “irracional” se le puede oponer el de “racional” y aquí no hay racionalidad que valga y por tanto hablar de “irracionalidad” está de más. Ni siquiera se puede introducir el concepto de “instinto animal” porque eso significaría la posibilidad de introducir como contrario al “instinto humano”. Así que la única forma de definir tales conductas es como eso: conductas. Conductas individuales, momentáneas, sin ninguna conexión entre ellas aunque se repitan una y otra vez. Cada abuso es un abuso y no tiene nada que ver con el de ayer. Cada asesinato, cada vez que uno se droga o cada vez que uno bebe, es un acto único que no tiene nada que ver con el anterior. En mi opinión esto es justamente lo que ha sabido comprender el grupo de Alcohólicos Anónimos y lo que ha intentado utilizar para rehabilitar a los enfermos. Cada minuto cuenta. Cada minuto irrepetible y desconectado de los otros minutos cuenta. Pero los Alcohólicos Anónimos, y esto es lo que yo creo que en el fondo desagrada a David Foster Wallace, consiguen elaborar, a base de constancia y auto-disciplina- una cadena que al final logra unir estos minutos sin relación inicial.  Sólo a partir del momento en que el enfermo es capaz de descubrir la existencia de esa cadena, de esa interconexión, es cuando la curación se hace posible. Es entonces  cuando se puede volver a hablar de “irracional” e “racional”, ‘instinto animal” e “instinto humano”, “borracho” y “sobrio”.

Debo confesar que para conseguir terminar "La Broma Infinita" no tuve más remedio que leer paralelamente una literatura que pudiera calificarse de “divertida”. O sea, “Los Principios de Matemáticas”, de Russell y “El espíritu de las leyes” de Montesquieu. Lo digo en serio. Muchos jóvenes consideran trasnochados a los lectores que leen a dichos escritores y sin embargo se consideran a sí mismos auténticos intelectuales de una profunda sensibilidad porque conocen  autores del tipo de David Foster Wallace. Autores norteamericanos que a mí únicamente me transmiten la sensación de que la literatura estadounidense no ha conseguido salir de los escenarios de los Salones del Lejano y Salvaje Oeste, por más que se empeñen en adaptar la decoración a los nuevos tiempos. Cambia la decoración, sí, pero el espíritu permanece invariable: chicas ligeras de ropa bailando el can-can, los hombres medio borrachos y dando tiros a diestro y siniestro, jugadores de póker intentando constantemente hacerse trampas los unos a los otros, un pianista que  nunca dice nada y que lo único que espera es que nadie venga a destrozarle el piano, lo cual, por otra parte, si sucede es sólo por accidente, primero porque nadie está interesado en un piano y segundo porque el pianista pertenece al mobiliario, no a la sociedad. Los autores americanos que han conseguido salir de esos salones son pocos; uno de ellos es Saúl Bellow, que tanto en sus novelas como en sus ensayos ha sabido plasmar la realidad que tiene lugar fuera de esos antros y que es, por otra parte, la única realidad capaz de mover y transformar las sociedades.

No me extraña, sin embargo, que en la literatura americana sea el tipo de “Salón del Salvaje Oeste” el que impere y el que se exporte. El lector que vive dentro de tales ambientes enrarecidos por el humo, el alcohol y la música histérica, se encuentra en semejante literatura “como en casa”. A los que sienten curiosidad por “vivir nuevas y excitantes emociones”  les embarga la agitación del que se introduce en tales atmósferas sin moverse del sillón. Finalmente los que estamos fuera y sabemos, por unas u otras causas, lo que allí dentro acontece, asistimos imperturbables al espectáculo que de una manera u otra consiste básicamente en puertas por las que salen y entran hombres y sillas volando, sheriffs más o menos corruptos, borrachos, jugadores, pistoleros a sueldo, atracadores de banco, tartas de nata estampadas a la cara y curiosos que no tienen otra cosa mejor que hacer. En definitiva: gentes de todo tipo y condición, empeñadas en creer y hacer creer que en eso consiste la vida: en el vacío absurdo de una actividad que desde sus inicios está corrupta. Y lo está por la falta de sentido de una vida que se define por tener o no tener un duro en el bolsillo para gastarlo da igual en qué porque la importancia del “qué” desaparece en el mismo instante en el que ese “qué” se ha obtenido.

“La broma infinita” es, en efecto, infinita, porque cuando estaba en la página 700 seguía pensando que ¡se trataba de una broma que no se iba a acabar nunca! El escritor: David Foster Wallace se suicidó a los 46 años teniéndolo todo: éxito literario, profesor en la universidad, casado con una pintora, padres que se preocupaban por él. Hace falta ser imbécil, vaya. Y la obra de ese imbécil me la he tragado yo por fiarme de uno de esos blogs de literatura moderna que te asegura con toda la seriedad del mundo que ese libro es el mejor que ha aparecido no ya en los últimos años sino incluso ¡en el siglo! y que superarla va a ser difícil; que ese escritor es un genio de cuya pérdida la sociedad no se recuperara nunca Y no me extraña. A mí, desde luego, me va a costar recuperarme de la lectura de su libro. Y ello, no tanto por la complejidad de la obra – a veces se llama complejo a lo confuso- como por mis estructuras mentales, que se niegan a admitir que el mundo sea tal y como lo presenta el autor americano. Sobre todo, porque el propio autor, en el fondo, tampoco quiere aceptar la realidad que él mismo presenta y busca como un desesperado una alternativa antes de terminar considerándola inexistente. Tal vez alguien debería haberle explicado que la vida no es capaz de saciar en cada uno de sus instantes nuestro hambre espiritual y uno ha de conformarse, por tanto, con lo que encuentra para llevarse a la boca y considerarse, además, feliz de haberlo encontrado. De alguna manera es lo mismo que sucede cuando uno tiene hambre y le dan un trozo de pan seco. Se lo come aunque simplemente sea para saciar el hambre porque en caso contrario, no hará falta que venga ningún adivino a predecirle el futuro que le aguarda  El autor, Wallace, termina afirmando “que tiene hambre” y “que no quiere comerse el pan seco que le dan” y se suicida. Y yo, que cuando tengo hambre sería capaz de comerme hasta las piedras, me pregunto cómo se puede ser tan tiquismiquis teniendo pan que comer y no piedras. Y no puedo por menos que pensar que o no tiene realmente hambre o no sabe que hay cosas peores que el pan seco, porque lo que es yo, incluso sin dientes sería capaz de comérmelo. Y al fin termino incluso por comprender a Foster Wallace.  Comprendo que se suicide porque es imposible vivir con “a” y “no a” al mismo tiempo y en el mismo lugar. Porque uno termina explotando o explotándose. Porque hasta un mosquetero gascón como D’Artagnan tiene que dilucidar claramente cuáles son los enemigos a batir y si –cómo suele suceder en la realidad – éstos no están claramente definidos tiene, al menos, que saber precisar cuál es la meta a alcanzar, el fin por el que luchar, el objetivo al que dedicar sus energías. Y para ello tiene que poder dilucidar entre “a” y “no a”. O sea, entre si quiere combatir el hambre con un trozo de pan seco, o quiere permanecer fiel a sus principios que consisten en la decisión de no comer nunca ningún pan seco, aunque ello conlleve perecer de hambre. Pero en un mundo caótico, desordenado, como el que presenta Foster Wallace, uno no se mata por sus principios sino justamente por la falta de los mismos. Uno se suicida pero entre el suicidio y el seguir vivo no existe una gran diferencia. Las personas y las metas aparecen desdibujadas y nada –salvo la autodestrucción individual y en masa, irracional y absurda- tiene sentido. No. “La broma infinita” no me ha gustado. Las historias que cuenta están bien escritas, no lo pongo en cuestión, pero no les veo la gracia. Ni siquiera el sarcasmo. Que el padre de Hal se suicide metiendo la cabeza en el microondas, o que un padre abuse de una hija enferma poniéndole una peluca de Raquel Welch mientras la hija sana adoptiva duerme en la cama de al lado, me parecen –aunque lingüísticamente consideradas estén magistralmente escritas- historias abominables, no divertidas. Ni siquiera tragicómicas. Para conseguir terminar de leerla me ha sido imprescindible no olvidar que “La broma infinita” saca a la luz las miserias de una determinada parte de la sociedad y que únicamente en eso, y no en el número de páginas ni en las historias, consiste su grandeza.

Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado Gascón
Nota
El 22 de Agosto del 2014 aparece publicado un segundo comentario que aunque no se centra exclusivamente en  la obra de Foster Wallace, sí la toma como punto de  referencia .

sábado, 28 de diciembre de 2013

La broma infinita (1996) David Foster Wallace – Argumento-

A pesar de ser un libro que se caracteriza por su falta de unidad narrativa existen varios hilos conductores.
1.       La familia Incadenza. Constituída por cinco miembros.
El padre, James, óptico y director de películas y el creador de la academia de tenis en la que toda su familia, de una u otra manera, participa. Fiel a su mujer. James es alcohólico pero consigue dejarlo. Se suicida metiendo la cabeza en el microondas. Hay diversas teorías al respecto. Una es que lo ha hecho por el vacío anímico que le ha provocado la desintoxicación de alcoholismo. Casi al final de la novela, Wallace afirmará que James se suicidó porque había alcanzado todo lo que quería en su vida y su vida había dejado de tener sentido. El éxito, señala, no aumenta automáticamente la propia autoestima.
La madre, Avril, es una mujer inteligente, culta y  extremadamente autocontrolada. Trabaja en la administración de la Academia de Tenis. Su padre fue alcohólico. Era incapaz de mostrar sus sentimientos salvo cuando estaba borracho. Según David Foster Wallace las personas que no muestran sus sentimientos tienden a tomar drogas y alcohol porque interiormente están vacíos. Avril padece claustrofobia y en su despacho no hay ninguna puerta. Tiene un hermano adoptivo: Charles Tavis, con el que mantiene relaciones sexuales. John Wayne, un chico de la edad de sus hijos. es también su amante;  
Orin es el hermano mayor. Juega al tenis pero cuando llega a la Universidad lo abandona por el fútbol. Según David Foster Wallace  es, como la mayoría de los hijos de drogadictos y alcohólicos, híper-sexual. Dejó la droga cuando conoció el sexo. Sin embargo es incapaz de enamorarse realmente. De lo único que disfruta es del momento de las caricias y de la ternura. Es novio de Joelle. Joelle era virgen antes de conocer a Orin. Es una belleza cocainómana cuyo rostro quedará destruido por el ácido que su madre arroja contra su padre y que éste logra esquivar. Este acto le sirve a David Foster Wallace para presentar una paradoja. Anteriormente ha dicho que los monstruos modernos son los mentirosos, los que falsifican el lenguaje. Con el accidente que sufre Joelle mostrará que la verdad también puede generar grandes sufrimientos. La madre quería atacar al padre con ácido porque éste ha confesado estar desesperadamente enamorado de su hija desde su adolescencia y que por eso la sigue tratando como una niña pequeña. Joelle tenía un programa de radio y ha trabajado con el padre de Orín en la realización de las películas antes de ingresar en el centro de desintoxicación Ennet;  
Mario nació antes de tiempo. Es deforme. Padece enanismo y di-autonomía, una enfermedad neurológica que determina poca recepción del sentimiento de dolor. Esto puede resultar peligroso. Sufrió una quemadura en la cadera que sólo fue descubierta a tiempo porque Mrs. Clarke pensaba que se le estaban quemando sus berenjenas. Ayudante de su padre a la hora de filmar las películas. Hace una representación en la que el personaje principal es un presidente ficticio de los Estados Unidos llamado Johny Gentle. Gentle es presentado como un ser neurótico, estilo del tardío Howard Hughes, uno de esos que tienen miedo de la contaminación: “O llevo una máscara o consigo que los demás la lleven”. Fundador del partido “partido de USA  limpia”, con miembros de ultraderecha, con armas automáticas y miembros de izquierda que luchan por salvar las ballenas. Ese Gentle ha dicho que una de las primeras renovaciones de América tiene que ver con la renovación estética. Nación de una nueva era en la que la NATO ha dejado de cumplir el papel de policía mundial, busca gente a la que hacer culpable de las desdichas internas. En cualquier caso, Mario es el único psíquicamente sensato y equilibrado de toda la familia, y yo me atrevería a decir que de toda la novela.
Hal, el protagonista. Es el hermano más joven. Juega al tenis, como su hermano mayor. Superdotado. No habla mucho. Su padre hace grandes esfuerzos para conseguir que diga algo. A Hal esto le divierte porque a su modo de ver, él es el que habla mucho y su padre es el que no le oye. Hal descubre el cadáver de su padre. Lo que le traumatiza sin embargo  es que a consecuencia de esto le envien a un psicólogo del que no sabe si conseguirá librarse.  Fuma hachís y bebe. Según David Foster Wallace, “las drogas de tiempo libre” forman parte de la tradición de las escuelas americanas por muchas razones: pubertad, miedo, la presión de hacerse adulto. Los tipos de drogas que se toman son, entre otras, benzodiacepina, tranquilizantes, hongos alucinógenos, cerveza y hachís. Según explica David Foster Wallace,  el consumo de droga y alcohol conlleva la expulsión de la academia de tenis pero la administración está demasiado ocupada para vigilar el consumo. Los mentores y entrenadores, que están más cerca de los muchachos y podrían controlarlos mejor, están demasiado ocupados con sus propias frustraciones para dedicar atención a lo que esos aprendices de tenis hacen. Por tanto, Hal no tiene miedo de ser descubierto. Al principio los controles de orina se pasan fácilmente gracias a los trucos que sus amigos han desarrollado. Sin embargo, llega un momento en que la presión es cada vez mayor. Intenta desintoxicarse él solo pero  no le queda más remedio que acudir a la casa de Alcohólicos Anónimos, que está al lado de la Academia de Tenis y que también se ocupa de los drogodependientes.
 
2.        La academia de tenis. Además de estar los cinco miembros de la familia también trabaja el hermano adoptivo de Avril, Charles Tavis.
El sentido del entrenamiento. Los chicos tienen que entrenar duramente para conseguir buenas clasificaciones en los torneos. No tanto por la propia autosatisfacción como para conseguir llegar a la fama. El odio que se siente por la noche al trabajo pertenece sencillamente al trabajo, dice Hal. Sin embargo, Hal piensa en los chicos que están allí desde hace seis, siete u ocho años, sufriendo cansancio, dolor y estrés y, sobre todo, con el miedo de haber padecido en vano y de no conseguir hacer la carrera profesional con la que todos sueñan. Pero si todo es tan terrible, ¿por qué están todos ahí? Porque todos quieren participar en el show. Con ello se refiere a los premios, a los contratos de anunciantes, a los ingresos percibidos por entrevistas y asistencia a actos, al éxito social, a las sesiones de fotos. Ninguno ignora que el triunfo queda reservado para unos cuantos. Que de cada veinte, sólo uno consigue entrar dentro de ese show. El resto sigue en partidos de ligas regionales o abandonando para ser abogados o académicos como el resto del mundo. La mayoría de los que están internos en la academia de tenis, no necesitan de ninguna beca. Así que puede concluirse que en el fondo todos están allí porque aman el deporte. Tenis es un deporte individual. Bienvenido al significado de “individual”, dice Wallace. Lo que todos ellos tienen en común es ese “estar solos”. Entonces ¿cómo poder ser amigos aunque se esté siempre juntos? , se pregunta. En realidad -contesta- lo que prima es la enajenación, la individualidad existencial, el solipsismo y lo único que les une es  el dolor y el sufrimiento. El entrenamiento les da la sensación que todos luchan contra el mismo enemigo. Nada une tanto como el enemigo común. En el entrenamiento se trata de “mecanizar” al cuerpo. De conseguir movimientos automáticos sin necesidad de pensar.
David Foster Wallace establece tres tipos de individuos que nunca pueden llegar al triunfo. Uno, el tipo desesperado. El que no resiste las frustraciones y no tiene paciencia para seguir trabajando pese a las derrotas. Dos, el tipo neurótico, que se esfuerza tanto que termina destrozado. Y el tercer tipo es el del autosatisfecho, que se conforma con llegar a un determinado nivel y no continúa esforzándose por pasar al siguiente. En el entrenamiento del tenis, no se trata tanto de fuerza sino de repetición.  Repetición una y otra vez de cada uno de los movimientos hasta que esos movimiento se conviertan en automatismos, en movimientos reflejos. Se trata de convertir al deportista en una máquina. Se trata del lenguaje de la máquina del cuerpo. El sentido de la repetición es justamente su falta de sentido. Se trata de conseguir el mecanicismo en cada uno de los movimientos, de manera que sea innecesario hablar de concentración y de carácter.
David Foster Wallace aborda el entrenamiento profesional para niños y de los problemas que conlleva no sólo la derrota sino el triunfo. Sobre todo, el triunfo. Los niños al principio no saben ni lo que es presión ni lo que es miedo. No sienten la soledad ni la enajenación. Los que sólo vienen pensando en el dinero se agotan (burnout) enseguida. A medida que crecen, aumenta la presión sobre ellos. Es la presión de ganar. Muchos se agotan y otros se suicidan o intentan suicidarse. Están dentro de una cultura basada en el esfuerzo, en la consecución.
a) Un problema es cuando se exige una determinada meta y no se encuentra ningún camino para alcanzarla. Cuando esa meta constituye la única razón de su existencia y no se puede hacer plena.
b) Han ganado la meta y entonces se dan cuenta de que la consecución del fin no satisface su vida. Y entonces, en la cima, se suicidan.
 c) Hay otra forma de hundirse cuando se consigue la meta. Es lo que se llama el síndrome de la fiesta sin fin. Fama, dinero, sexos, drogas y tranquilizantes. Glamour. Los jugadores se convierten en estrellas pero sólo pueden ser estrellas en tanto en cuanto satisfagan el hambre de la cultura de la finalidad y del logro. Sucumben porque no se puede estar de fiesta al mismo tiempo que se sufre. Y  entrenar al tenis es sufrir.
3.       Centro de desintoxicación Ennet. David Foster Wallace hace una lista bastante exhaustiva de todo lo que se aprende allí. Por ejemplo, que es difícil dejar de consumir droga de un día para otro: por un lado la piel sufre de acné; por el otro, se sienten impulsos suicidas. Que el sesenta por ciento de los chicos que sufren drogadicción y alcoholismo sufrieron de abusos. Y dos tercios del restante cuarenta por ciento, afirma no recordar nada de su niñez para evitar tener que responder a la pregunta. Que cuando uno debe dejar la droga para intentar sobrevivir, la droga ha llegado a ser al mismo tiempo tan importante, que uno puede perder la razón por tomarla. Que dormir puede ser una huida emocional. Que es posible utilizar medicamentos de receta libre para el catarro y la alergia para drogarse. Que se puede dormir en medio de un ataque de pánico. Que la mayoría de los drogadictos también son neuróticos. Que la droga es una enfermedad. En uno de los capítulos señala que si parece que los drogadictos son delincuentes ello se debe al hecho de que los drogadictos que no disponen de medios económicos para financiar su adicción tienen que cometer actos violentos.
En muchos apartados del libro, David Foster Wallace deja entrever que “Alcohólicos Anónimos” es casi una secta y no oculta el carácter autoritario que la sustenta “aunque funcione”. Los AA de Boston están repartidos en  innumerables grupos. En sus encuentros aparecen siempre ex alcohólicos y cuentan sus experiencias y esperanzas. Los relatos tienen que ser espontáneos, no pensados, no calculados. Tienen que contar la verdad al desnudo. Y lo menos irónicos posibles y esto se hace extensible a los manipuladores pseudo-sinceros. La sinceridad estratégica es temida por esas tiernas gentes. Hay que ser agradecido ante el hecho de que hay que ser activo, tomar una obligación con el grupo. Todas las historias se basan en lo mismo: al principio diversión gracias a la droga, luego menos diversión y luego mucho menos debido a los blackouts (pérdida de la conciencia). El alcohol destroza lenta pero a conciencia. Uno de ellos dice que cuando estaba sobrio quería estar borracho y cuando estaba borracho, quería estar sobrio. A eso le sigue la agonía psíquica, el miedo de la locura, la estancia en centros de rehabilitación, conflictos familiares, caída financiera y al final, la pérdida de la familia. Incapacidad para trabajar, ruina financiera, pancreatitis, sentimientos de culpabilidad, neuralgia cirrótica, incontinencia, neuropatía, inflamación en los riñones, depresiones, agudos dolores que la droga sólo podía mitigar por corto tiempo. La droga te ha tragado. Uno no está muerto pero tampoco vivo. En realidad se está más muerto que vivo. Es entonces cuando se elige. Uno o se suicida o llama a alguna asociación, como AA, para que le ayude. Los recién llegados están lo suficientemente desesperados como para quedarse y volver a un segundo encuentro. Y hacen el sorprendente descubrimiento de que la cosa realmente funciona. Da igual que uno crea en eso o no. De lo que se trata es de hacer lo que a uno le dicen, sin más. La otra cuestión importante es que nadie puede echar a nadie de AA. Uno está dentro mientras está dentro. Aquí se puede decir lo que uno quiera. Uno hace lo que quiera, mientras sepa qué quiere. Ninguna regla, ningún deber. Los AA de Boston no se cansan de decir que la enfermedad descansa en la propia voluntad, que es la propia voluntad en la que la enfermedad se asienta y teje su red de araña. Hay que dejar hambrienta a la araña. Hay que dejar a la voluntad propia fuera. De ahí la tradición de la humillación, de la anonimidad, de la apertura en grupo. Todo es voluntario. Los encuentros de AA. En la casa Ennet se irán encontrando una gran parte de los protagonistas de la historia. Don Gately, es quizás el más importante. Hijo de madre alcohólica a la que su amante pegaba, ha conseguido dejar el alcohol y se ha quedado en la casa Ennet. Una noche en la que él está a cargo de la organización, se ve envuelto en un altercado creado por otro de los ocupantes –un tal Lenz, un sádico que asfixia y quema gatos vivos- y es herido en una pierna. Aunque Gately se niega a que lo trasladen al hospital a causa de sus antecedentes delictivos, la gravedad del caso lo impone. Hay otros personajes, como Kate Gompert, Poor Tony, Tiny Ewell.
La mayoría de los drogadictos, incluso aquéllos que están en la academia de tenis, como Pemulis, han sido maltratadas y han sufrido abusos de pequeños. A esto hay que sumar que ellos mismos suelen ser hijos de alcohólicos y drogadictos. Hay otras muchas historias que a pesar de estar revestidas de un humor macabro, dejan una gran tristeza en el alma.
Los temas del suicidio y de la depresión aparecen constantemente. David Foster Wallace se burla sin piedad de aquéllos que intentan suicidarse para “llamar la atención” o simplemente comprobar que hay alguien que se interesa por ellos.
El autor americano distingue entre varios tipos de depresión. La más suave es la que él denomina vacío insensible. Tiene lugar especialmente en la pubertad, cuando el adolescente descubre la mentira y la hipocresía en la que se asienta la cultura. En América, dice, se enseña cómo se forman las máscaras de la sobriedad y de la ironía resignada en una edad donde la cara todavía es lo suficientemente plástica para ser formada. Luego nadie se puede desprender del cinismo malhumorado que  protege de la ingenuidad inculta y sentimentaloide. Los mitos americanos de cinismo e ingenuidad se excluyen mutuamente. El cinismo es miedo a ser verdadero hombre porque, según David Foster Wallace,  un hombre verdadero es sin remedio ingenuo, propenso al sentimentalismo y en general quejicoso.
El peor tipo de depresión, sin embargo, no es este vacío insensible, que es el que el personaje Hal sufre. Hay otro todavía peor que es la depresión clínica que padece Kate Gompert cada vez que deja el consumo de marihuana, que consiste en el tormento del alma, la desesperanza, la desesperación, la depresión psicótica… La desintoxicación conlleva problemas. Genera una especie de melancolía que puede derivar en suicidio. David Foster Wallace lo denomina: anhedonia, o incapacidad para sentir el placer. El “anhedonio” no espera nada y no cree que conceptos como “suerte”, “sentido” sean algo más que meros conceptos. Un “anhedonio” puede navegar pero no tiene ninguna posición.  La depresión clínica es descrita por el autor americano como  un sentimiento del mal sin compromiso y en su radicalidad. Es soledad en un sentido que no se puede transmitir. Es un sentimiento de asco de las células y del alma. Kate Gompert no tiene ninguna posibilidad de describir cómo se siente uno ante una depresión clínica, ni siquiera con otro depresivo porque la depresión impide la empatía con ningún otro ser vivo. Para los que la padecen se trata de un infierno para un solo individuo. Es una circulación cerrada. La corriente se produce dentro y es reabsorbida. Cuando uno se suicida lo hace por los mismos motivos por los que un hombre normal salta desde la ventana de un rascacielos en llamas. Se elige el menor de dos miedos. El que grita aguanta no puede entenderlo. Para eso es necesario estar encerrado y sentir las llamas en el cuerpo de uno y comprender que el miedo al fuego es mayor que el miedo a la caída.
Hay otras causas que provocan el suicidio. En el caso de uno de los personajes, Geoffrey Day, las tendencias suicidas nacen de la visión de una figura fantasmal que le acompaña desde que tenía diez años. Para Day el infierno no se trata tanto de un pozo negro como de las espantosas sensaciones que le rodean. Day comprende que algunos se suiciden para no tener que vivir con ellas. Otros suicidios nacen de la desesperación de los sentimientos de culpa y de frustración, como el caso de la madre de Joelle, y de la soledad, como Mrs Waite. Era una buena mujer con fama de bruja en la comunidad. Nadie quería el contacto con ella y todos la rehuían e incluso iban a su jardín a insultarla. Hace un pastel que todos agradecen pero del que nadie prueba un bocado y aterriza en el basurero. Tal vez esto tenga que ver con el hecho de que Mrs. Waite se suicidara. ¿Por qué algunas personas no son aceptadas? se pregunta Wallace. No se sabe, responde. Es imposible comprenderlo.
4.       La relación de los dos agentes, Marathe de Quebec y Steeply, americano. Marathe es en realidad un doble agente porque necesita el dinero para salvar a su mujer, enferma de corazón. El padre de Steeply era un adicto de la serie M.A.S.H. Están buscando una cinta de video que resulta tan “entretenida” que provoca la muerte a todo aquél que la ve. Esto le sirve de excusa a David Foster Wallace para preguntarse por la capacidad de elección de la sociedad y por la fuerza que el entretenimiento y las diversiones han alcanzado en nuestra cultura occidental, hasta el punto de convertirse en su distintivo. ¿Es legítimo permitir que la gente elija morir de placer?  Conectados con los agentes está el grupo de los separatistas de Québec, especialmente el grupo de “los asesinos de las sillas de ruedas” que buscan la cinta de video que mata a todo el que la ve. Incluso las copias de que disponen producen terribles efectos.  Una de las víctimas, dice Steeply, es el jefe de análisis de datos, caracterizado por una voluntad de hierro y en la actualidad postrado en cama sin manifestar ningún deseo.
Interesantes resultan también las disquisiciones del autor americano acerca de cómo ha ido cambiando la personalidad del héroe en las películas americanas: de héroe activo e individual, a un héroe burocrático, tranquilo, imperturbable, ocupado en la organización de una comisaría casi más amenazada por los “papeleos” que por los delincuentes. Foster Wallace también muestra la capacidad de manipulación de las agencias publicitarias, que hoy defienden una causa y mañana la absolutamente contraria. Es todo una cuestión de honorarios. El análisis de las causas del regreso a la utilización del teléfono después de que muchos usuarios hayan notado las desventajas de las videoconferencias, es otro de los temas que ocupan su interés.
Hasta aquí los rasgos más sobresalientes de la obra.
He de decir que después de tantas páginas en las que lo que prima son el individualismo y la falta de comunicación, El único sentimiento que me queda es el de liberación. Han sido más de mil páginas en compañía de familias rotas, hombres rotos, relaciones rotas, comunicación rota. Demasiado para alguien que como yo siente empatía hasta por las vidas de personajes ficticios y está convencido de que es inmoral ser un voyeur de las penas ajenas si no se posee al mismo tiempo la voluntad de remediarlas. Lo único que he estado gritando durante todo este tiempo ha sido “¡¡¡Sáquenme de aquí!!! Pero quería llegar al final, saber qué pasaba con aquellas vidas. La historia de Hal puede considerarse circular en el sentido de que su final constituye el principio del libro. Sin embargo, el resto de los personajes quedan, como no podía ser menos en una novela de estas características, colgados en el aire.
La semana que viene, o sea, mañana, (viva la postmodernidad temporal) publicaré el comentario. Creo que hay dos tipos de lectores interesados en los blogs de literatura: aquéllos que no tienen tiempo para leer la obra pero que desean informarse del contenido y los que la han leído y buscan diferentes opiniones al respecto. Dadas las características de “La broma infinita” la división entre argumento y comentario se hace inevitable, por no decir imprescindible.
Hasta la semana que viene (mañana)
Isabel Viñado-Gascón
 
 
 
 
 
 
 
 


 

jueves, 26 de diciembre de 2013

“EL HORLA” (1887) de Maupassant


Uno de mis escritores favoritos es, sin duda, Maupassant. A pesar de que él afirma que la brillantez literaria de un escritor se basa fundamentalmente en el trabajo, a mí me resulta difícil creer que su estilo –verdaderamente extraordinario – y la humanidad inherente en toda su obra puedan ser únicamente fruto del trabajo y no de la genialidad.

Muchos consideran a Alan Poe como el maestro de la novela breve de terror. Por mi parte, yo había preferido siempre a E.T.A Hoffmann hasta que leí esta obra de Maupassant. En efecto, “La Horla” es una magnífica e incomparable narración de terror. Una reflexión profunda sobre lo siniestro hasta el punto de que en ocasiones al lector le embarga la sensación de que lo que tiene entre sus manos es más un ensayo que un relato. Las palabras, colocadas exactamente en el sitio que les corresponde, dejan de ser meros signos para erigirse en las portadoras de la fuerza mágica del lenguaje que consigue derribar las fronteras del tiempo, del espacio e incluso de la conciencia individual. El lector siente en su alma y en su cuerpo lo que Maupassant describe: el horror al descubrir su vaso de leche vacío sin que él recuerde habérselo bebido; el poder sobrenatural por el que se siente observado, perseguido; el deseo de “olvidar” su presencia, de ignorarlo o incluso de racionalizarlo sin que, sin embargo, pueda hacer nada. Mucho menos destruirlo. Pero la desesperación de Maupassant, su sufrimiento, su angustia, su locura, no se quedan en él y logran traspasar a nosotros. De repente, no es Maupassant el que siente miedo. Su “yo” ha invadido y ha aprisionado a nuestro “yo”. Soy “yo” el que siente el terror y la agonía y el que una noche se despierta, enciende una vela y se descubre solo en la habitación.

Y esta frase: “Enciendo una vela y estoy solo”, es tan fuerte como el mismo Poder que le persigue, tan profunda como la frase de Nietzsche “Dios ha muerto”, porque es entonces cuando comprendemos la soledad radical y escatológica que acompaña al hombre desde su nacimiento. Y no acertamos a determinar qué es más terrible: el ser fantasmal que nos vigila o la soledad de nuestra habitación. La presencia extraña que nos intimida es algo horrible, sin duda, pero ella es, aceptémoslo,  la única compañía de un yo que se siente solo, irremediablemente solo, porque ni tan siquiera Dios está allí.

Como Maupassant muestra a través de la anécdota en casa de su prima, la pseudo-ciencia ha reemplazado a Dios. Lo único que ha subsistido a su muerte ha sido lo monstruoso y lo terrorífico.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado Gascón.

 

 

 
window.setTimeout(function() { document.body.className = document.body.className.replace('loading', ''); }, 10);