miércoles, 30 de octubre de 2013

LA UTILIZACIÓN DE LOS APARATOS ELECTRÓNICOS DEBERÍA ESTAR PROHIBIDA A LOS MENORES DE 16 AÑOS, O AL MENOS, SUMAMENTE VIGILADA. (2012) Isabel Viñado Gascón


 

Seguramente al leer el título de este blog, algunos de ustedes pensarán que la autora es una retrógrada, cavernícola, incapaz de ir con los nuevos tiempos.




Y en efecto, no se equivocan. Pertenezco al grupo de los ciudadanos “prehistóricos” que consideran que la reflexión es más importante que la rapidez y que demasiadas emociones –ya sean intelectuales o sensitivas – no dejan lugar a la posibilidad de construir ningún juicio crítico que se precie. En mi opinión,  antes de empeñarnos en fabricar y experimentar nuevos "productos”, sean del tipo que sean, no estaría de más detenernos a recapacitar sobre lo ya hecho. Como un pintor que contempla su obra antes de continuar con ella, o un escritor que antes de proseguir con su obra la lee a fin de obtener una determinada perspectiva de la misma. La constante invasión que sufrimos por parte de las empresas informáticas lo hace imposible.

Sin embargo, y a pesar del título, no pretendo iniciar una “cruzada mundial” contra la informática,  ni mucho menos “convencer” a nadie. A cada cual corresponde encontrar el modus vivendi y el modus operandi de su propia existencia. Conocedora de mi incapacidad para sumarme a los entusiastas de los aparatos electrónicos y al mismo tiempo consciente de su importancia actual, quisiera, no obstante, exponer mis consideraciones en este blog.

Resulta innegable que a partir de los años ochenta, la informática experimentó un enorme desarrollo. En efecto, el mundo de los ordenadores y de los aparatos electrónicos abrió la puerta a un número prácticamente infinito de posibilidades. En sus inicios, el empleo de la informática estuvo reservado a los adultos. Ellos fueron los primeros en beneficiarse de las ventajas que los nuevos sistemas de trabajo proporcionaban.

No transcurrió mucho tiempo antes de que los empresarios descubrieran un segundo grupo de consumidores: el de los niños y jóvenes. El número de productos creados exclusivamente para ellos ha ido aumentado sin cesar y hoy en día resulta prácticamente imposible determinar su número con precisión. No obstante, dos son las categorías fundamentales en las que se podrían clasificar: la lúdica y la pedagógica.

Al principio la mayor parte de los adultos se mostraron encantados con las novedades que este mercado introducía. Ellos mismos lo sostuvieron y lo alentaron adquiriendo para sus hijos cada nuevo producto. No obstante, las voces que en la actualidad critican este consumo son de día en día cada vez más numerosas.

¿Cuáles eran las razones de aquél primer entusiasmo y cuáles son las razones que han generado la desconfianza e incluso, en casos extremos, el rechazo?

Sin duda este tema ha llegado a constituir un debate interminable porque la sociedad es incapaz de determinar si la utilización de los aparatos electrónicos para los niños y jóvenes es positiva o negativa.

Encontrar una respuesta contundente no es fácil. Desde un punto de vista lúdico, los motivos que justifican el manejo de los aparatos electrónicos son variados.

En primer lugar, dichos utensilios han resuelto el problema concerniente a la organización del tiempo libre de los niños. Hay que tener en cuenta que el aumento de tráfico y de inseguridad ciudadana ha hecho prácticamente imposible que se pueda jugar en la calle. Las actividades extraescolares que los diferentes centros educativos y asociaciones ofrecen, forman parte de la atmósfera disciplinada y estructurada de la que cualquier niño en su sano juicio quiere escapar.  Nadar con los amigos en el río es divertido, pero seguir las normas que el entrenador dicta para conseguir una mayor destreza forma parte del entrenamiento deportivo, no de la anarquía y libertad que el juego espontáneo entraña. Por otra parte, los padres no disponen ni del tiempo ni de las energías suficientes para ocuparse de ellos. A todo esto, se suma el hecho de que las viviendas son cada vez más caras y más pequeñas, de modo que el espacio del que los niños disponen para jugar se ha visto reducido considerablemente. Si además hay un vecino presto a quejarse por cualquier ruido que le moleste, el movimiento dentro del hogar se hace impensable. A veces, ni siquiera una casa con jardín representa una solución. Mi amiga Carlota tuvo que vender la suya, porque a sus vecinos les resultaban tan insufribles los escándalos provocados por sus cinco infantitos como la visión de su descuidado y pisoteado jardín. Carlota, por su parte, se negó en redondo a poner en práctica lo que para ella significaba una tortura. Esto es: sentar a sus hijos en un sofá y someterlos a una sesión continua de videos y televisión. Sin embargo, hay muchos padres que por uno u otro motivo se ven impedidos de tomar tales resoluciones extremas. Para todos ellos los videos, ordenadores y aparatos semejantes constituyen  "fuente de paz."

Desde el punto de vista pedagógico, la mayoría de maestros y profesores han visto en la informática una vía que facilita la enseñanza. Estaban convencidos de que los ordenadores y demás útiles electrónicos conseguirían lo que ellos no habían conseguido: el amor de los alumnos por el aprendizaje. Los escolares aprenderían sin esfuerzo gracias al poder de la informática. La escuela sería menos jerárquica y competitiva. La utilización de los nuevos medios permitirían contactar fácilmente con escolares de otros países, iniciar intercambios lingüísticos y culturales, los exámenes serían absolutamente objetivos porque las máquinas serían las encargadas de cuestionar el nivel de conocimiento. El nivel de fracaso descendería. La escuela ya no provocaría migrañas ni dolores de estómago. Finalmente, el colegio llegaría a ser un lugar de participación y de recreo.

Así pues, la informática, considerada en su función pedagógica, pasó a convertirse en la panacea que resolvía todos los problemas escolares.

Es un hecho, sin embargo, que la experiencia es la madre del saber. La experiencia con los aparatos electrónicos ha ido mostrando cada vez más claramente su aspecto sombrío.

Es verdad que los niños y jóvenes permanecen horas y horas en su habitación “sin molestar ni hacer ruido’, pero es igualmente cierto que la mayoría de ellos no tienen amigos. O son amigos virtuales, que no existen más que en los juegos; o son amigos que, al igual que ellos mismos, se encuentran recluidos en la pequeña habitación de otro minúsculo piso; o son amigos con los que se reúnen única y exclusivamente para ver en silencio, como en el cine, una película; o para “jugar”. Cada uno de ellos dispone de un mando que maneja concentradamente. La comunicación se reduce a palabras sueltas. El silencio sólo se ve roto por las exclamaciones de alegría que profiere el ganador de turno.

Solos  o acompañados, los niños y jóvenes viven aislados y encerrados en sus habitaciones rodeados de juegos informáticos que los introducen en mundos inexistentes pero que han sido especialmente concebidos por las empresas para “engancharlos”. Esto es: para crearles adicción. Los jóvenes pierden el interés por el mundo exterior y únicamente piensan en jugar con el ordenador, el móvil, el “Nintendo”, “la Play Station”, el “Wifii” y similares.

Los más pequeños sufren un retraso en su desarrollo psicomotriz y muchos se ven obligados a acudir a diferentes terapeutas: ergo-terapeutas, fisioterapeutas, psicólogos… Curiosamente, a los niños movidos no se les envía, salvo excepciones, a la práctica intensiva del deporte cuatro horas al día, sino que se le prescribe diversos medicamentos destinados a controlar una “hiperactividad” que en la mayoría de los casos no constituye ninguna enfermedad sino más bien lo contrario. Es síntoma de que ese niño está perfectamente sano y de que su cuerpo tanto como su mente están destinados a lo mismo que durante milenios han estado destinados: al movimiento.

Por su parte, muchos profesores, cuando son sinceros y no repiten lo que la sociedad considera como “políticamente correcto”, confiesan su desagrado por la utilización de la informática en el colegio. Para aprender hace falta trabajar y trabajar duro. Ello exige disciplina y paciencia pero sobre todo, capacidad de concentración a cuyo desarrollo ayudan las habilidades manuales. Los niños saben utilizar los mandos de los diversos aparatos electrónicos con suma rapidez y eficacia pero no son capaces de escribir ordenada y limpiamente con la pluma. Y ello no precisamente porque sus pensamientos vayan más rápidos que la tinta, sino porque el aprendizaje requiere virtudes que sobrepasan aquélla consistente en el manejo de los útiles informáticos.

Del mismo modo, la opinión errónea de que los datos suministrados por el ordenador  proporcionan saber nace de la falsa creencia de que información y saber son la misma cosa. Y no lo es. El saber es una información reflexionada, pensada, madurada. Exige un juicio crítico. La información es simplemente una recopilación de datos. Es útil en tanto que es la base, pero nada más.

Resulta irónico que los mismos padres que no tuvieron que aprenderse de memoria la lista de “los reyes godos” porque era simple información a la que se podía acceder consultando una enciclopedia, naveguen hoy en día por "la web" buscando información en ocasiones tan  variopinta como rocambolesca. Tal vez porque, a diferencia de lo que antaño sucedía con la lista de los reyes godos, no se la tienen que aprender de memoria.

En resumidas cuentas, la informática no puede sustituir el estudio. Constituye, al igual que las enciclopedias y las máquinas de escribir, un gran apoyo al estudiante. Pero a mi modo de ver no estaría de más que hasta los dieciséis años, los chicos aprendieran a “surfear” en las bibliotecas públicas y redactaran sus textos ellos mismos. Francamente, hay pocos trabajos escolares que hasta esa edad necesiten, no digo ya del ordenador, ni tan siquiera de la máquina de escribir. Los manuscritos tienen la ventaja de la utilización mano-mente y del cuidado de la caligrafía que supone –ni más ni menos – saborear la belleza hecha signo.

No me malinterpreten. Personalmente estoy convencida de que la informática es un útil sumamente necesario para facilitar el trabajo y la comunicación entre los diferentes grupos humanos. No es de extrañar, por tanto,  que el ordenador se haya convertido en un elemento indispensable en nuestras vidas. Este blog representa un buen ejemplo.

Lo que critico es que los niños y jóvenes puedan utilizarlo sin control, de modo que pierdan la posibilidad de desarrollar su cuerpo, su intelecto - e incluso su alma, para aquéllos que crean en ella. Tan fundamental como la informática es que los niños practiquen, como ya hemos dicho antes,  deporte libre y espontáneamente y no simplemente durante las horas que los diferentes programas educativos señalan ni en las marcadas por las actividades extraescolares; que tengan tiempo para reflexionar y no sólo para recabar información inconexa e innecesaria.

El fuego es también un elemento indispensable en la civilización. Sin embargo, no se permite que los niños jueguen con él antes de una determinada edad. Son los adultos los que enseñan a los niños a utilizarlo de modo que no pongan en peligro ni sus vidas ni las de los demás. Los padres ponen gran atención en dejar las cerillas y los mecheros fuera del alcance de sus hijos y  les permiten prender fuego siempre que sea bajo su supervisión.

Con los aparatos electrónicos debería suceder lo mismo. Los niños y los jóvenes deberían aprender a  utilizarlos en compañía de adultos y únicamente durante un tiempo limitado. Es necesario que aprendan las ventajas y desventajas de los aparatos electrónicos. Seguramente los oftalmólogos perderían pacientes, pero la sociedad ganaría en cerebros ágiles.

La confianza que los padres y la escuela habían depositado en un primer momento en la informática se ha visto traicionada por los deseos insaciables de las empresas,  que quisieran vender todo lo que se puede vender –incluso el alma, si ésta existiera- no importa a quién.

Hasta la semana que viene.

Isabel Víñado-Gascón.

 

 

 

domingo, 27 de octubre de 2013

CRÓNICAS MARCIANAS (1950) Ray Bradbury


La llegada del hombre a Marte y su posterior colonización constituyen uno de los elementos comunes a los relatos que se recogen en la obra. Los espejismos, las alucinaciones a los que los personajes se ven constantemente expuestos, el otro. Las pinceladas surrealistas que Bradbury utiliza en sus historias sumen al lector en una atmósfera nebulosa y lejana, propia de un planeta distinto al de la Tierra. De este modo, la sensación de irrealidad termina expandiéndose a lo largo del libro hasta conseguir que la frontera que delimita la realidad auténtica y la realidad soñada desaparezca. Los personajes nunca pueden estar seguros de si realmente viven lo que experimentan o de si esto es sólo producto de su imaginación. Por otra parte, esta atmósfera ilusoria no constituye simplemente un recurso literario. Ray Bradbury la considera como el único medio en el que es posible la supervivencia del ser humano como tal. El hombre moderno se siente perdido en un mundo en el que la ciencia, según Bradbury, ha despojado a la literatura de su importancia y ha encerrado bajo siete candados a los cuentos y a los relatos. El planeta de los sueños se convierte así, en el último refugio que le queda al hombre para sobrevivir en un entorno caracterizado por  la deshumanización y la soledad. Gracias a la fuerza de las visiones, los muertos no mueren y los vivos no existen.

El ejercicio de la fantasía se revela, de este modo, como el método más eficaz para luchar contra la tiranía del deber impuesto de tener que ser aquí y ahora. Gracias a ella, el individuo consigue replegarse en sí mismo, convirtiéndose en el creador de su propio mundo. ¿Quiénes son los locos? La línea que demarcaba la frontera entre los mentalmente sanos y los enfermos ya no existe, ha desaparecido. Ray Bradbury manifiesta su desprecio por los psicólogos tanto como por los intelectuales: Su injustificada pretensión de establecer los códigos de comportamiento que los demás han de seguir y su empeño por determinan qué conductas son las permitidas y cuáles no, tiranizan al individuo porque las pautas de actuación uniformizadas a las que lo someten hacen inviable el ejercicio de su libertad.

La venganza del autor americano no se hace esperar. En una de las historias Bradbury impone el suicidio al psiquiatra porque su ineptitud para distinguir lo real y lo irreal le lleva a confundir ambas esferas. El segundo grupo al que el autor americano dirige sus ataques son, como ya hemos dicho, los intelectuales. Sin embargo los intelectuales de Bradbury no tienen nada que ver con los intelectuales contra los que Brecht y gran parte de los autores alemanes dirigieron su pluma.

Brecht se oponía férreamente a aquellos eruditos que centraban sus conocimientos en un saber idealizado al cual debía ajustarse la realidad tanto intelectual como moral y clamaba por la construcción de una sociedad capaz de concentrarse en el aquí y el ahora. Bradbury, en cambio, se queja justamente de lo contrario: de la falta de ideales de que adolece la civilización occidental moderna, del desprecio que los intelectuales muestran hacia los sueños, hasta el punto de recluirlos en salas privadas de las que no les es posible salir. La suerte que corren los intelectuales en la obra de Bradbury  es la misma que la del psicólogo: la muerte. En una de sus historias, un personaje llamado Stendhal hace erigir una mansión exactamente igual que la mansión Usher, protagonista de uno de los relatos de Alan Poe. Stendhal invita a todos los burócratas e “intelectuales” a visitarla antes de que  deba ser  demolida por orden de las autoridades. Una vez que todos están dentro reunidos, los asesina y huye.

Bradbury no oculta su pesimismo. Pese a la muerte de todos esos seres, responsables de la esclerotización de la vida, la desaparición de la casa es irremisible. Igual que el mundo de la literatura.

Umberto Eco en su obra "Cementerio en Praga" (2010) advierte que la situación de malestar nace de nuestra propia impotencia para superar nuestras limitaciones y por tanto no es algo que pueda achacarse sólo a los otros. En este sentido, cita la obra de Dumas “El Conde de Montecristo”. Eco reprocha a Dumas el presentar a nuestros congéneres como los culpables de nuestra desgracia. A mi modo de ver, esta crítica al autor francés no es del todo justa. Por lo menos, no en “El Conde de Montecristo”. Lo que allí se refleja es más bien que la victoria del hombre bueno sobre los malos sólo se consigue utilizando los mismos métodos de los malvados y al igual que ellos, sin piedad y hasta las últimas consecuencias. La enseñanza de Dumas es que si el hombre bueno quiere triunfar en este mundo, ha de olvidarse de las enseñanzas religiosas destinadas a salvar el alma. En definitiva, el hombre –según Dumas- ha de decidir entre salvar su existencia terrena o su vida futura. Dumas se decanta por la solución materialista. Brevemente expresado: “Más vale pájaro en mano, que ciento volando.”
En cualquier caso, la cuestión planteada por Bradbury sigue en pie. ¿Se ha olvidado el hombre moderno del mundo de los sueños y de la literatura? ¿Ha destruido la ciencia al hombre?
 
 
Brecht clamaba contra la hipocresía de los humanistas, capaces de venderse a cualquiera por un trozo de pan. Huxley se quejaba de la inutilidad del aprendizaje del latín. Nietzsche se lamentaba de la mercantilización de la ciencia. No obstante, todos ellos seguían considerando al Arte y a su fuerza creadora como la solución a un mundo dirigido por una ciencia que convertida en técnica e industria había acabado por transformarse en el enemigo del mismo hombre que la había desarrollado. Bradbury se muestra aún más pesimista. En su obra "Fahrenheit 451" (1953) el autor americano no considera que la culpa de la muerte de la literatura la tengan solamente los dictadores, como hasta ahora ha ocurrido a lo largo de la historia. El deseo hedonista es suficiente para que la gente ya no dedique su tiempo a la lectura. La quema de libros es en realidad  innecesaria y tiene simplemente un valor simbólico. La gente ha dejado de leer voluntariamente, sin ni siquiera tener que ser  coaccionada. En este sentido Bradbury resuelve  la disyuntiva planteada por Huxley y Orwell, de si la crisis intelectual era debida al hedonismo o a las dictaduras. En su opinión, la culpa la tienen ambos: la actuación de los tiranos es  activa y la de los  ciudadanos pasiva porque ocupados en disfrutar de las diversiones de masa no sienten la necesidad de leer ni de aprender y por tanto tampoco consideran que la censura de los libros primero y su prohibición después, constituya una usurpación a su libertad. Al final la tesis de Bradbury y la de Eco coinciden. La culpa no siempre la tienen los otros. No  siempre son los dictadores los únicos culpables de nuestra incultura. En nosotros mismos existe la posibilidad de cambiar el estado de cosas, pero en vez de eso, preferimos  disfrutar del tipo de ocio que se nos ofrece, que es un ocio para masas, y quedarnos sentados "felizmente" en el sillón de nuestra casa, viendo la televisión o jugando con el internet antes que dedicarnos a tareas que exigen un mayor esfuerzo mental. Pensar siempre representó una tarea ardua. Como más tarde expondrá en su obra "Fahrenheit 451", el pensar destruye el optimismo hedonista en el que el ciudadano de a pie quiere vivir inmerso.
 
 

En "Crónicas Marcianas" Bradbury denuncia un mundo preocupado únicamente por lo concreto y lo tangible. Su intención es demostrar que la felicidad del hombre no es posible en un mundo donde sólo los hechos demostrables revisten importancia. La felicidad de la que creen disfrutar es simplemente hedonismo y conduce a la vaciedad existencial. El problema no es que Dios haya muerto. La posibilidad de un Arte extrovertido, comunicativo, también ha muerto. Lo que le queda al individuo es la huida a través del autoengaño y la autosugestión. Qué más da que los sueños -nuestros sueños – sean sólo sueños- si ellos nos proporcionan el bienestar espiritual que no encontramos en el espacio de lo llamado “real”. De alguna manera, Bradbury amplía la frase calderoniana: “Que la vida es sólo sueño y los sueños, sueños son”, al afirmar que éstos son los únicos que en estos momentos pueden aportar la felicidad.

¿Siempre? No siempre, responde el pesimista, casi derrotista, Bradbury. A veces los sueños –como la vida real- se tornan  pesadillas mortales. A veces, las alucinaciones se convierten –como le sucede a una de las expediciones que llega a Marte – en un enemigo invencible. La ciencia, por su parte, conduce a la Tierra a la autodestrucción, debido al uso de armas nucleares.

¿Estamos cayendo realmente en el salvajismo civilizado que abocará al planeta Tierra a su fin? ¿Deriva tal situación de la propia naturaleza limitada del individuo? El pesimista Bradbury no termina de ponerse de acuerdo. Por eso, deja un pequeño resquicio a la esperanza. La familia nuclear, la formada por padres e hijos, resta al final de su obra, el único elemento salvador. La familia es sinónimo de fuerza y esperanza en un mundo deshumanizado e inconexo. Ella es la que permite al individuo vencer su soledad y su egoísmo, aunque a veces sus miembros también pertenezcan al mundo de las alucinaciones.

“Crónicas Marcianas” es un buen libro que además de entretener y conducir a la reflexión individual, invita a la discusión sobre la deshumanización del arte, la destrucción de la cultura y la validez de las bases en las que nuestra sociedad descansa. Tal vez, como escribió Russel, haya que descender hasta el barbarismo extremo para  que  el poder creador que toda gran cultura precisa renazca.

En cualquier caso, me parece que  vamos a tener que esperar bastante hasta que llegue ese momento. La realidad a la que los nuevos tiempos nos abocan no es a la fuerza individual creadora, sino al refugio edificado por los medios de comunicación de masas para las masas. Es un mundo en el que la fantasía aparece tan uniformizada, tan homogénea, como el mundo real del que pretende evadirse. Los juegos de ordenador, el cine, la televisión, los programas de radio, están pensados para llegar al máximo número de público posible. Lejos de introducir al individuo en un mundo distinto del real, crean simplemente una realidad virtual en la que el sujeto sólo es consumidor. Incluso en los juegos de ordenador, la individualidad se reduce a la habilidad para conseguir los objetivos propuestos, no en la creación de normas. El jugador sigue una estrategia que ha sido concebida por otros para “engancharle” a él y a los demás.

Tales mundos fantásticos  posibilitan la comunicación únicamente entre los miembros que se encuentran dentro del mismo universo de ensoñación. La familia deja de desempeñar su función como sostén moral, que aún detentaba en la obra del escritor americano, porque se ha contagiado de la estructura inconexa que asola al resto de la sociedad. “La vida de salón” ha desaparecido para en su lugar dejar paso a “la vida de habitación”. Cada cual habita dentro de “su” mundo que él no ha creado; a lo más, elegido.

Pero ni siquiera los componentes que participan de ese mundo virtual se sienten realmente enlazados entre sí. La comunicación entre los miembros que participan en las distracciones de masas dura exactamente el tiempo que dura la visita de los participantes. En el momento en que se acaba, vuelve a imperar la incomunicación. Ello repercute incluso en temas como el de la tolerancia, que ha dejado de ser un deber para convertirse, sobre todo, en un derecho.

Los diferentes grupos y formas de vida exigen el derecho a ser tolerados. Sin embargo, no se sienten obligados a “tolerar” a los diferentes. Es decir, a intercambiar de forma tranquila y sensata sus diferentes puntos de vista sobre la realidad. Y ello porque la tolerancia en la actualidad se ha transformado en un contrato de “no agresión”,  no en una forma de comunicación En los institutos, es posible que los góticos no se enfrenten a los punkies y estos, a su vez, no dirijan sus ataques contra los frikies y los hipstars. Pero difícilmente veremos a los grupos conversar entre ellos. Más bien lo contrario: cada grupo permanece encerrado consigo mismo y en sí mismo.

La familia, el último consuelo que le quedaba a Bradbury, está en peligro de extinción. Su destrucción está siendo provocada  porque los medios de masa están empeñados en despojar a los progenitores del papel de educador y transmisor de valores hacia sus retoños. La publicidad presenta una y otra vez a los padres como pobres y simpáticos tontos que no tienen ni idea del mundo en que viven y que lejos de salvar a su descendencia como sucede en la obra de Bradbury, son ellos mismos los necesitados de auxilio por sus retoños, los cuales a pesar de no tener todavía quince años y no disponer ni tan siquiera de una mediocre formación intelectual, consiguen (gracias a su “inteligencia natural”  y a su dominio de la técnica – esto es: del uso del ordenador)  dilucidar perfectamente dónde está escondido el peligro/problema y resolverlo brillante y eficazmente. Los medios de masas presentan a hijos que saben en qué consiste el mundo desde su tierna niñez: en un mundo de masas para masas.

De este modo, una generación de padres que se ha visto obligada por esa misma publicidad a proporcionar el bienestar material de sus hijos, se ve vapuleada al ser presentada como un grupo formado por personas indecisas, inmaduras, incapaces de manejar, no ya un ordenador, ¡ni tan siquiera su propia realidad!

A mi modo de ver, la familia es el único lugar en el que el hombre puede encontrar los valores que la sociedad le roba. Ello exige una gran responsabilidad a los padres. La salvación de la humanidad depende de su juicio crítico, de su desconfianza hacia aquello que los medios señalan como objetivo, hacia la ciencia hedonista  empaquetada en elegantes cajas de regalo destinada a explotarle en el cerebro a todos aquellos que las abran. Su amor más que nunca ha de ser un amor activo en el que la moral kantiana suavizada por la moral de Brecht y reposando en la moral de Nietzsche ha de desempeñar un papel importante. Esto es: seguir lo que en su fuero interno uno considera como digno de ser considerado siempre justo /en función del momento y situación concreta/ haciendo uso de la sinceridad radical y sin tener en cuenta ni a la masa ni a los vecinos.

Existe un pequeño número de progenitores preocupados por dar a sus hijos sus valores. Poco importa cuáles: conservadores, progresistas, religiosos, ateos. Pero sus propios valores y están decididos a acompañar a sus hijos como padres y no como colegas, ni amigos, ni tontos simpáticos. La mayoría de ellos no se siente en posesión de la verdad pero actúan siguiendo la regla de ‘Más sabe el diablo por viejo, que por sabio”.

Los medios de masas les  (des) califican despectivamente como “Padres helicóptero”.

¿No podríamos formar una flota de tales padres?

Quizás sus hijos se opongan a sus enseñanzas. Al menos tendrán algo concreto a lo que oponerse.

Quizás ello genere individualidades fuertes preocupadas por saber y no por innovar.

Tal vez haya que reflexionar sobre pensamientos ya pensados antes de empeñarnos en buscar lo no pensado.

El Renacimiento bebió de la Antigüedad antes de emerger él mismo en todo su esplendor.

Quizás incluso la Fe, la verdadera Fe, no la religiosa y mojigata, no la sectaria y fanática,  sino esa que mueve montañas, vuelva a aparecer.
Quizás el Arte resucite.
Quizás incluso Dios lo haga.

Como ya escribí en mi blog sobre el libro “Hotel Savoy”: El pesimismo nos salva…

Cuando somos más fuertes que él.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado-Gascón.

 

 

 

 

martes, 22 de octubre de 2013

UN GRAN HOMBRE (1929) Philippe Soupault


Lucien Gavard es un muchacho un tanto excéntrico que no se interesa ni por el colegio ni por la rentable fábrica de sedas de su padre. En vez de eso, prefiere dedicarse a la construcción de extraños artilugios mecánicos. No obstante, con veinte años ya es millonario. La razón de su éxito se debe a que su afición le ha llevado a desarrollar nuevos modelos de automóviles, hasta el punto de fundar una industria de coches que le reporta enormes beneficios económicos.

Lucien se casa con la mujer más bella de su pequeña ciudad, debido precisamente a su belleza. En realidad, esposa y marido son dos seres distintos cuyas vidas se desarrollan en universos completamente opuestos. Mientras que la actividad de Lucien se dirige hacia el mundo exterior y sus negocios le mantienen constantemente ocupado, Claude, su mujer, vive para sí misma y para su propio  y cerrado mundo. Su naturaleza es tan melancólica como inactiva. No hay nada que llene su existencia vacía. Todo lo que carece a su alrededor carece de sentido. Los problemas laborales que atosigan a su marido no le interesan ni le conmueven. Sin embargo, la vida matrimonial discurre con tranquilidad. Son las formas de cortesía las que hacen posible el contacto entre ambos.

Este esquema se rompe cuando un cantante de jazz afroamericano, que se ha hecho a sí mismo – Ralph Putman-  llega a la ciudad. Claude y Ralph se sienten atraídos el uno por el otro. Mientras tanto, a Lucien se le plantean graves problemas profesionales. Sus fábricas de coches deben enfrentarse a la competencia que representa la industria automovilística americana; reto para el cual aún no están preparadas. Él mismo se siente viejo y cansado y empieza a tomar en consideración lo que no mucho antes le hubiera parecido imposible: abandonar los negocios.

Putnam conduce su coche a gran velocidad. Junto a él se encuentra una emocionada Claude que por vez primera en mucho tiempo se siente viva. ¿Le ama?, se pregunta Claude. Ella misma no conoce la respuesta. Quizás Ralph, debido al color de su piel, simboliza la noche, tan importante para ella. Quizás se debe al hecho de que es simplemente distinto a todo lo que hasta el momento ha  conocido. En cualquier caso nadie puede negar la gran personalidad del cantante, hasta el punto de que el título del libro: “Un gran hombre”, conduce  a veces a la confusión. Hay momentos en los que resulta imposible determinar con precisión si Soupault se refiere a Lucien Gavard o a Ralph Putman y el lector se pregunta entonces si no hubiera sido mejor el título de “Grandes hombres.”

Claude, en cambio, parece jugar un papel secundario. El amor que ella experimenta hacia la belleza por la belleza misma es presentado como un amor estéril, incapaz de dotar a la vida de sentido y de significado. La noche es el refugio de los individuos que no tienen ningún interés por la vida, porque la vida es siempre activa, impredecible e imperfecta. La vida es el día. Y sin embargo, de repente se ha presentado ese cantante negro. Negro como la noche. Perfecto como la Nada. Y Claude se siente inexorablemente atraída por él, sin ni siquiera estar segura de si ello es a favor o en contra de su voluntad. La posibilidad de cometer adulterio se hace cada vez más cercana.

¿Qué salva a Claude de tal conflicto?

En primer lugar, su procedencia. Claude es una mujer de provincias. La célebre frase  “La mujer del César no sólo tiene que ser virtuosa; también tiene que parecerlo”, constituye un deber inquebrantable, aunque se trate de una norma no escrita.

En segundo lugar, la confusión de los sentimientos que  Putnam mismo experimenta: ¿Nacen del amor, de la atracción por la belleza de Claude, o simplemente del deseo de dominar a la mujer blanca? Soupault autor se ve incapaz de ofrecer una respuesta satisfactoria; de ahí que el lector no pueda comprender los motivos que de repente llevan a Putnam a estallar en cólera. ¿Es la voluntad de conquista o la reacción ante el miedo que súbitamente Claude parece sentir por él?

Junto a la lucha emocional que Claude y Putnam mantienen con ellos mismos y  entre sí y que no conlleva más que a la autodestrucción porque es tan vacía y carente de objetivos como los protagonistas que la conforman, se agudizan los problemas de Lucien Gavard. En su viaje a los Estados Unidos ha comprendido qué pequeñas y anticuadas son sus fábricas. En realidad no sólo las suyas, también el resto de las empresas francesas y europeas se han quedado obsoletas en comparación con la industria americana. Europa debe remodelar sus estructuras. Pero ni Francia ni Europa son hombres. Los encargados de construirlas somos los individuos que en ella habitamos. La pregunta que se plantea a sí mismo Lucien es si dispone de fuerza suficiente para pertenecer a ese “nosotros”. Quizás es demasiado viejo para ello. Quizás fuera mejor jubilarse. Al fin y al cabo dispone de suficiente capital para vivir bien hasta su muerte. ¿No sería esto lo más razonable? Quizás. Pero ¿sería feliz? ¿No resultaría mejor intentar establecer nuevas fábricas con nuevos ingenieros y nuevas estructuras capaces de perpetuarse más allá de su propia existencia?

Esa es la primera pregunta que mantiene en tensión a Lucien Gavard. La segunda cuestión que le preocupa es si dispone todavía de bastante fuerza para planes que exigen de tanta valentía y coraje.

De esta manera el gran empresario deviene ser humano. Y como ser humano debe enfrentarse a las incertidumbres que asaltan a cualquiera. Unida a la desconfianza hacia sus fuerzas aparece la necesidad de aceptar sus propias limitaciones y necesidades. Lucien Gavard comprende que si quiere seguir adelante necesita un centro capaz de dotar a su viejo cuerpo y su cansada alma de la energía suficiente para superar los obstáculos a los que habrá de enfrentarse para reestructurar el mundo empresarial.

El nombre de ese centro de energía es Claude.

Claude es el motor inmóvil, que como el de Aristóteles, mueve sin ser movido. Aquí se encuentra el punto en el que la belleza adquiere una importancia esencial.

Si la belleza, que es un motor inmóvil, se une a otro motor tan inmóvil como ella misma (Claude/Putnam), el fracaso resulta inevitable. La inactividad termina destruyéndolos y ambos caen en la Nada sin que exista modo alguno de liberarlos. En cambio, cuando la belleza consigue poner en movimiento a otro motor, dotar de sentido a su acción, se produce una interrelación entre la pasividad y la acción. La belleza es el origen que pone en marcha el motor  y éste, a su vez, dota a la belleza de sentido y la libera de su esterilidad.

Por este motivo Lucien y Claude se salvan mutuamente. Lucien porque ha comprendido que incluso los grandes hombres desesperan y necesitan de otros. Claude porque comprende que ella es el centro de energía del que su marido precisa para enfrentarse a los desafíos que los nuevos tiempos plantean. A su marido le hace falta su belleza y su serena presencia tanto como ella precisa de la fuerza y de la fe en la vida que posee Lucien. Esta recíproca necesidad es la crisis existencial por la que ambos atraviesan les lleva a descubrir: emocional, en el caso de Claude; profesional, en el de Lucien.

Así visto, el libro es un canto a esas parejas cuyas relaciones observadas desde el exterior aparecen meramente asentadas en los rituales y en la costumbre diaria. Pero justamente son estos elementos los que posibilitan  una pacífica convivencia basada en el respeto y en el reconocimiento hacia el otro y los que, igualmente, permiten la existencia de la libertad y de la tolerancia en la relación de pareja.

Por otra parte, el gran hombre no es el hombre que triunfa y que hace ondear su bandera en lo alto de la cumbre, sino el hombre que no se deja derrotar por los problemas y que se enfrenta a ellos sin ni siquiera estar seguro de su éxito. Tal vez fracase, pero en cualquier caso, encontrará una y otra nuevos motivos y razones por los que levantarse y seguir intentándolo. El gran hombre de Soupault encuentra siempre una nueva esperanza para luchar. Su vida mira hacia el futuro y se eleva por encima de él. Lo que convierte a Lucien en un gran hombre es que él,  a diferencia de Ralp Putnam, no está dispuesto a perderse en mitad de la noche, en la inmensidad de lo inmensurable. Lucien simplemente quiere “ser” y quiere “ser acción" dirigida a la consecución de un fin. Claude es su motor.

Claude comprende finalmente para qué y por qué ella es importante para su marido. Esa comprensión le proporciona la serenidad y el equilibrio que su vida exige para salir de la desesperación en la que ha caído al iniciar su relación con Putnam. La naturaleza de Claude impide que su vida sea extrema en ningún sentido, ni en el positivo ni en el negativo. A pesar de que las emociones extremas la atraen, y la fascinación que siente por el cantante americano es buena muestra de ello, no es menos cierto que las pasiones desbocadas le producen un miedo insuperable. Lo extremo la deja enclaustrada en la Nada, en el vacío. Sólo su marido es capaz de proporcionarle la suficiente seguridad emocional para que su existencia continúe desarrollándose en su equilibrio natural: sin moverse pero al mismo tiempo sin tampoco desesperarse.

¿Es esto en lo que consiste el amor? Soupault está convencido de que en realidad esto es a lo único a lo que se puede denominar amor. Por el contrario, la mera atracción sexual hunde la relación de los amantes en una lucha por el poder y la dominación.

Como ya hemos dicho antes, el libro es un canto al amor que deja suficiente espacio a la libertad y a la tolerancia. Libertad no significa abandono. La confusión emocional de Claude aparece cuando cree que su marido no la necesita y termina cuando presiente que su apoyo es importante para él. Lo mismo le ocurre a Lucien.

Pero la obra de Soupault es también un canto a la crisis en el matrimonio, que no siempre tiene que significar el fin de la relación de la pareja, sino que puede representar un nuevo inicio; o mejor dicho, una nueva manera de marchar juntos a través de la vida.

He comparado Tío Vania y Un gran hombre porque ambos tratan el mismo tema, aunque sea desde perspectivas diferentes. Para Chéjov, la inactividad es siempre peligrosa y destructiva. Para Soupault es útil cuando la inactividad es un centro de fuerza y un refugio para los otros, si son activos. La belleza se convierte así en la fuerza que da origen a la vida, en el aliento que imprime nuevos estímulos al guerrero que acaba llegar herido del frente. La belleza en su inmovilidad, en su marmórea frialdad, es capaz, sin embargo, de inspirar los sentimientos, de hacer nacer una rosa en un campo helado. La belleza dota de sentido la pura acción, que muchas veces aparece inconexa y carente de finalidad. Y en tanto que lo consigue, la acción ofrece a la Belleza su razón de ser y de existir, aunque el fruto no dependa de ella, sino de la acción del otro. La Belleza es la inspiración del poeta, pero no sus poemas. La Belleza es la musa del pintor, pero no sus cuadros.

Vivimos en un mundo en el que el concepto de Belleza se ha ido vulgarizando, en el sentido de que la Belleza ha bajado del Olimpo y se ha convertido en moda, en vanguardia, en experimentación. La Belleza ya no es equilibrio constante, ni motor inmóvil, ni diosa lejana e inconmovible. La Belleza ha perdido su carácter divino y se ha hecho humana. Demasiado humana, tal vez.

A mi amiga Carlota, gran admiradora de Chéjov, la crisis de la Belleza no le preocupa demasiado. No niega que a ella le encantaría ser el inmóvil centro de energía de su marido quien, por cierto, se parece bastante al Lucien de Soupault y tampoco tendría nada en contra de ser su musa. Pero un trabajo, una casa,  cinco hijos, dos gatos, un perro y un jardín, amén de una declaración anual de la renta, lo hacen imposible, dice. En tal situación no hay lugar ni para la recíproca destrucción de motores inmóviles ni para la mutua comprensión basada en rituales y formalidades de las que habla Soupault. Como siempre nos explica, no porque ella no lo desee fervientemente sino porque sencillamente la cotidianeidad no existe en su matrimonio. Cada día es completamente distinto del anterior. Su marido y ella son dos motores en movimiento constante, por eso no es de extrañar que más de una vez – y mal que les pese- choquen el uno con el otro. “Y lo peor no es que el otro te haga daño”, afirma convencida. “Lo peor es que no tienes tiempo ni para quejarte.”

Tiene razón. Seguramente la tiene. Y sin embargo…

Cómo anhelaría mi alma que la Belleza regresara a la morada de los dioses y que desde allí en su inmaculado esplendor irradiara la luz que consigue iluminar cada oscuro rincón. Cuántos falsos artistas no sucumbirían entonces a su cólera. Mientras tanto, la humanizada diosa Belleza deambula de aquí para allá, perdida en un mundo cada vez más sombrío y bárbaro en el cual ya ni siquiera  resulta divertido cuidar las formas.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado Gascón.

 

miércoles, 16 de octubre de 2013

TIO VANIA (1896) (1899) - Antón Chéjov


La obra de teatro “Tío Wania” de Chéjov, aborda el mismo tema que “Un gran hombre” de Philippe Soupault: el sentido de la existencia y la influencia de las almas vacías e indiferentes en las vidas de aquéllos que les rodean.

Soupault afirma que los polos opuestos de la actividad y de la inactividad se necesitan el uno al otro debido a la atracción recíproca que los contrarios experimentan entre sí. La próxima semana dedicaremos nuestro blog a comentar su libro.

En Chéjov, sin embargo, la tensión entre movimiento y pasividad es tratada de forma diferente. En su obra las almas indolentes aparecen desprovistas de cualquier rasgo positivo. Lejos de considerarlas centros de energía, motores que mueven sin moverse, como hace Soupault, Chéjov las presenta como almas egoístas incapaces de sentir cualquier tipo de empatía por los estados de ánimo ajenos.  Su influencia es sumamente perniciosa ya que terminan imponiendo a los demás su visión de que la existencia carece de sentido, arrastrándoles así al Infierno que constituye su morada: la Nada. Es necesario pues, no permitir su proximidad. Sólo cuando se han alejado suficientemente puede recuperarse la normalidad.

Sin embargo, la principal intención de Chéjov no es simplemente la de alertar al lector. Se trata de examinar las cuestiones que tales seres introducen para a continuación buscar una solución que evite caer en la apatía. La pregunta fundamental que urge responder en primer lugar, es la de si la vida tiene o no sentido.

Antes de centrarnos en las respuestas del autor ruso no estaría de más analizar previamente dos sentencias que aunque no aparecen contenidas en la obra, sí resultan importantes para su comprensión.

La primera frase es:

-          “Si Dios ha muerto, todo está permitido.”

Los autores humanistas como Dürrenmatt  niegan la validez de esta afirmación. Aun en el caso de que Dios hubiera muerto, no todo está permitido. Todavía quedan los hombres, los seres vivos y la Naturaleza y justamente porque existen, hay que respetarlos.

La segunda frase, que es la que en realidad interesa a Chéjov, dice:

-          “Si Dios ha muerto, nada tiene sentido.”

Es contra esta aseveración contra la que Chéjov lucha.  No sólo la considera peligrosa. Chéjov está convencido de que su aceptación lleva aparejada consigo la destrucción del individuo.

Al igual que hacen los humanistas, su estrategia para rechazarla no se centra en aportar pruebas que demuestren la existencia de Dios sino en buscar argumentos que permitan ofrecer una razón al hecho de ser. Para los humanistas el fenómeno de la muerte de Dios no determina la muerte de la moral. Para Chéjov, si la  muerte de Dios ha condenado al hombre y a su existencia al sinsentido metafísico, ello no ha de significar que la vida haya de estar sumida en el sinsentido práctico. A su juicio, existe un elemento que permite superar la más oscura y absoluta vaciedad de la Nada. Ese elemento es el trabajo. Algo parecido sostiene también Tolstoi en su “Sonata a Kreutzer” (1889), al escribir que la muerte sólo tiene sentido cuando la vida carece de objetivos. En cambio, cuando aspira a obtener determinados fines, morir es una auténtica catástrofe.
Para Chéjov el concepto de trabajo es tan fundamental como para Dürrenmatt lo es el de Humanidad. En cualquier caso, ambas respuestas – la de Dürrenmatt como la de Chéjov – tienen un punto en común: el hombre – con o sin Dios, posee un valor intrínseco en sí mismo justamente por ser hombre.
No obstante, Chéjov va un paso más allá. En su opinión, la simple existencia por sí misma significa muy poco, por no decir nada. Ciertamente, gracias a ella el Hombre puede situarse en el mismo status y al mismo nivel en el que se encuentran los otros seres vivos. De ahí, por tanto, su obligación a respetarlos. Pero por otra parte hay que reconocer que la naturaleza del Hombre no es la misma que la de los animales. La característica que los separa es el trabajo, que en Chéjov no se limita a la búsqueda de alimento, sino que implica también  producción y creación.

Así pues, el trabajo es el factor que dota de sentido a una existencia que metafísicamente considerada ya no lo tiene. La respuesta de Chéjov es meramente existencial, no moral. Se dirige a  dotar de sentido a lo que no lo tiene.

La obra de teatro “Tio Wania” muestra que el autor ruso no se conforma con soluciones fáciles. La problemática que plantea es la de cómo reaccionar cuando uno advierte que ha dedicado sus esfuerzos y  ha trabajado para algo que en sí mismo no albergaba ningún sentido, para algo que con el discurrir de los años se ha vislumbrado como innecesario y carente de valor; que ese trabajo ha supuesto un despliegue innecesario de fuerzas en vías a la consecución de un ideal que en realidad no era ningún ideal. Qué pasa cuando ese sujeto comprende que si hubiera invertido sus energías en otras empresas, su vida hubiera sido fructífera y que de esta forma incluso su existencia práctica ha dejado de tener sentido.

La respuesta de Chéjov sigue siendo la misma: trabajar.

Incluso en el caso de que un trabajo no reporte éxito ni recompensa económica alguna, se hace necesario, imprescindible, seguir adelante. Y ello porque en Chéjov el trabajo constituye un fin en sí mismo. El individuo ha de tener la libertad de decidir en qué e incluso para quién trabaja. Si su trabajo carece de sentido, debe buscar otra ocupación. O cambia de actividad, o persiste en ella. Todo depende de su valentía. En cualquier caso antes que anclarse en la inactividad es mejor dedicarse a un trabajo improductivo. El trabajo inútil quizás no nos eleve a las alturas de los dioses, pero no nos arroja a la inmundicia. La indolencia, por el contrario, convierte al individuo en un ser innatural en tanto que lo reduce a niveles inferiores a los del resto de los animales que habitan en la Naturaleza.

Así visto, podría decirse que en la obra de Chéjov el trabajo cumple dos propósitos. Desde el punto de vista práctico, permite que el Hombre se introduzca en el mundo de la Naturaleza. Desde el punto de vista metafísico, consigue que el Hombre consiga olvidar el terrible dolor que causa la falta de Dios. Como dice Astrov, uno de los personajes de “Tío Vania”, al final de nuestras vidas no hay ninguna luz.

El pesimismo de Chéjov está constantemente presente. Por un lado, la inteligencia del hombre le permite comprender lo que al resto de los seres creados les pasa desapercibido. Por otro, el individuo ha de enfrentarse a la falta de agradecimiento de sus otros congéneres ante la ayuda prestada, a la soledad y a la falta de sentido de la existencia.

Y sin embargo, pese a todo, hay algo que una y otra vez nos salva:

El trabajo.

 

Hasta la semana que viene

Isabel Viñado-Gascón.

 

 

 

miércoles, 9 de octubre de 2013

El TERCER HOMBRE (1949) Graham Greene


El libro pertenece al género de novela negra o policiaca. El antihéroe Rollo Martin (que pasó más tarde, por decisión del propio Greene, a llamarse “Hally Martin”) vuela desde Londres invitado por su amigo Harry Lime a una Viena helada por el tiempo, destrozada por la guerra y ocupada por los aliados. A su llegada no hay nadie que acuda a recibirle. Martin no tarda en descubrir la razón: Harry acaba de fallecer atropellado.  A Martin sólo le resta ir al cementerio a despedirlo. Allí conoce a un tal Calloway, un policía inglés ocupado en investigar las actividades criminales de Lime. Su súbita muerte supone el fin de sus inquisiciones. El empeño casi infantil de Rollo Martin de conocer las verdaderas circunstancias de la muerte de su amigo inicia la trama de la novela. Martin aparece como un hombre que bebe demasiado, un mujeriego,  un escritor de segunda categoría que se dedica a escribir novelas del Oeste bajo el pseudónimo de Buck Dexter, pero sobre todo, Greene lo describe como un hombre que cree profundamente en la amistad. De ahí su resolución a no marcharse hasta que a su juicio, el caso haya quedado aclarado satisfactoriamente. Sus pesquisas le conducirán a un sorprendente desenlace.

 Comentario
A diferencia de lo acostumbrado, el libro – como el mismo Greene aclara- fue escrito para ser convertido en película. Green publicó una narración de lo que tenía que ser un guion de cine en vistas a facilitar el desarrollo de la trama. El autor inglés afirma que la filmación, en tanto que termina de darle la forma final, supera al trabajo literario. De ahí, también, su advertencia de que las modificaciones que la obra escrita hubiera podido sufrir durante el rodaje, no habían sido hechas en ningún modo en contra de su voluntad.

El Tercer Hombre nos introduce así en un tema sumamente complejo: la relación entre la literatura y el cine que es, al mismo tiempo, la pregunta por la delimitación entre ambas disciplinas artísticas y la pregunta por la crisis en la que hoy en día ambas parecen estar irremediablemente sumidas.

Es cierto que en los inicios del cine el instrumento del que éste se servía: la imagen, no invitaba a pensar que algún día podría llegar a colisionar con la literatura, que utilizaba la palabra como medio de expresión. Por otra parte, mientras que el propósito de la imagen era el de excitar las emociones, (dirigidas o no a generar posteriores reflexiones), el objetivo de  la literatura se encaminaba sobre todo a incitar a la meditación (aunque ésta fuera conducida a través de las emociones). Incluso el género del folletín en el siglo XIX, los cuentos renacentistas y los romances populares de la Edad Media entrañaban un contenido didáctico que empleaba la superficialidad como recurso estilístico para conseguir  alcanzar una mayor repercusión. Con ello no estoy negando ni mucho menos la calidad artística que entrañan obras como “El acorazado Potemkin”, (1925) de Sergei Eisenstein. Lo que estoy diciendo es que el cine, incluso el de ensayo, se vale fundamentalmente de  las emociones.

Esa intención primera del cine: la de estimular emociones se refleja especialmente en el apoyo que ha necesitado de la música. No es exagerado en ningún modo afirmar que hoy en día los mejores músicos se dedican a la composición de bandas sonoras para la filmografía sobrepasando muchas de ellas  en calidad y fama a las películas para las que han sido escritas. En efecto, desde los comienzos del cine ha sido la música la que ha proporcionado a la imagen la intensidad que ésta requiere para implantarse en las almas de los espectadores y la que permite inducir en sus espíritus los sentimientos que los guionistas y el director desean provocar en ellos. Un ejemplo representativo es la música dodecafónica. Es cierto que las composiciones dodecafónicas pusieron de manifiesto lo que las melodías armoniosas y fáciles ocultaban: la ruptura que existía entre la realidad que se quería mostrar y la auténtica realidad, que no tardaría en convertirse en sangrienta. Pero posiblemente tales composiciones hubieran seguido el mismo destino del arte pictórico expresionista de no haber servido de apoyo acústico a las películas de terror y de violencia.

Así pues, la frase “una imagen vale más que mil palabras” sólo es verdaderamente cierta si dicha imagen va acompañada de sonido.

Fue precisamente el desarrollo de la técnica, lo que permitió pensar en un acercamiento entre literatura y cine. En efecto, la aparición del cine sonoro, con la posibilidad de introducir diálogos, impulsó a muchos directores a utilizar sus trabajos como crítica a la realidad socio-económica o simplemente como propaganda de sus propias y ajenas convicciones políticas. Dos razones, sin embargo, provocaron su reclusión en un determinado género: el llamado “de ensayo”, reservado a un público minoritario. La primera, es que el cine, a diferencia de la literatura, nació como “arte de  masas”. Esto significa que su objetivo prioritario consistía y consiste en llegar al mayor número de personas no para educarlas (al menos, no necesariamente) sino para (y esto era necesario) ganar dinero. No es que los autores literarios no tengan tales pretensiones al publicar sus obras, pero la literatura constituye en sí misma un placer solitario; incluso en las bibliotecas, cada lector maneja un título diferente y  en lo que a  las tertulias literarias respecta, éstas no suelen superar los diez o doce participantes.

El segundo motivo partía de la propia naturaleza del cine. Un libro admite que el desarrollo del argumento contenga un alto grado de reflexión y que ello prime sobre la acción. De hecho, es lo que mucho lectores esperan de su lectura.  De ahí que, como el mismo Greene muestra en su relato, las novelas del Oeste (y yo añadiría, las novelitas de amor) en las que la acción y las emociones juegan un papel relevante, se encuadren dentro un subgénero denominado por muchos, no entro en si justa o injustamente, “mala literatura.” En cambio, la esencia del cine se basa en el estudio de las emociones. El espectador cinematográfico común espera ser conducido a momentos culmen de excitación, con independencia de que éstos sean provocados por niños abandonados, soldados heridos, dráculas siniestros o criminales desalmados.

 Es cierto que los folletines del siglo XIX se basaban en esta misma pretensión, pero aparte de incluir una innegable crítica social, su consumo exigía la fidelidad del lector al autor en tanto en cuanto  que los capítulos iban apareciendo publicados progresivamente en revistas y periódicos. En el cine,  en cambio, el consumo de tales  emociones ha de agotarse en un tiempo que, en general, no debe superar las dos horas. Ello no era difícil de obtener de los primeros espectadores, para los cuales el mero hecho de ir a una sala en la que aparecían imágenes en movimiento además de poder encontrarse con su jefe y su mujer, constituía ya de por sí suficiente motivo de exaltación.  No obstante, la costumbre se reveló desde el principio como la gran enemiga de la pantalla, de modo y manera que los géneros cinematográficos han tenido que renovarse constantemente si querían seguir emocionando al gran público al mismo tiempo que ganar dinero con tales sentimientos. El insaciable deseo de novedad del consumidor de cine les ha obligado a cambiar constantemente de escenario hasta el punto de no quedarles más recurso que el de la violencia –da igual dónde, cómo y de qué manera- que junto con el amor- da igual cómo, dónde y con quién-   constituye parte de la esencia del ser humano.

Así pues, la esencia de la industria del cine es la de ganar dinero a través de las emociones y las emociones sólo pueden ser provocadas, en el sentido de excitadas,  a través de la acción.  Una película en la que dos amantes estén dos horas confesando su amor sería absolutamente tediosa salvo si tienen que luchar contra los obstáculos que les salen al encuentro; lo mismo ocurre en las películas de guerra, de detectives o de zombis. La acción requiere de efectos especiales; fomentar emociones exige el estudio de los gestos y la participación de la música pero además exige algo más: conocer la psicología del espectador.  Si encima se quiere ganar dinero, el estudio de la mente resulta esencial. Pero cuando se trata de cine estamos ante una mente que trasciende la mente individual para convertirse en una mente colectiva. No se trata de saber qué piensa un individuo sino de qué piensa “la gente”. “La gente” adquiere así una entidad propia. La figura del  “consumidor” no alude a un determinado y concreto “consumidor”, sino a una generalidad.  Así pues si “el consumidor de cine” es una masa con carácter propio, se hace necesaria una psicología de masas. Y esto es justamente lo que ha impulsado desde sus inicios la industria cada vez más compleja del cine. Que su efectividad haya sido sobre todo a nivel social más que político, se debe al prosaico hecho de que, como ya hemos dicho, la última intención de sus componentes es vender la mercancía que producen, no cambiar la sociedad. Y si la cambian, únicamente  para ganar más dinero con ello. Salvo contadas excepciones, las llamadas "peliculas de propaganda" fueron creadas para ser vendidas, no para aleccionar. En cuanto descendió el número de asistentes a las salas, dejaron de rodarse tales filmes.

Para algunos, el factor mercantilista constituye el germen de su desdén por el cine. A mí , en cambio,  no solo me parece bien sino honesto. Como honesto resulta que lo primero que se analice tras el estreno de una pelicula sea el  beneficio que reportan dos horas que han exigido una ingente inversión económica y decidir si el asunto tratado "funciona" o no.

En este sentido, la última sensación no son las grandes producciones sino los denominados “docudramas”. Ello  viene explicado, de un lado, por la crisis económica y de otro, por la terrible dificultad para encontrar temas que realmente consigan conmover al espectador. De repente, la antiguamente llamada “fábrica de sueños” ha de enfrentarse al terrible hecho de que “el espectador” ya no sueña. Por no tener, no tiene ni pesadillas. Más aún, ni siquiera desea que le saquen de la realidad cotidiana. Los docudramas sumen al espectador (que es un espectador colectivo) en su vida diaria porque tal espectador quiere sumirse, ahogarse sería la palabra adecuada, en ella. Es cierto, que el cine “dirige” las emociones, las "excita", las "estimula" pero – en contra de lo que muchos creen- no las crean.

Por eso, cuando se exige un cine de calidad o una televisión de calidad, habría primero que formar a un espectador de calidad, de modo que sintiera interés por tales programas. El que existan más personas que compran películas que libros no debería llevar a nadie a rasgarse las vestiduras. Como hemos dicho anteriormente, la lectura ha sido siempre un placer solitario. Que los lectores constituyan un grupo minoritario tiene que ver con el hecho de que el hombre es un ser social por naturaleza más que con su bolsillo.

Lo que me molesta, pues, no es la naturaleza intrínseca del cine ni el éxito que ha alcanzado en su desarrollo. Mucho menos aún me irrita el que Green haya convertido en un relato –muy agradable de leer, por cierto-  lo que desde el principio iba a ser una película.

Lo que me desconcierta, por decirlo de alguna manera, es la prostitución en la que han caído el cine y la literatura. Que se estrene una película de un libro de un escritor tan brillante como Maupassant, cuya pluma no necesita de la técnica del cine para que cada escena se presente nítidamente al lector, me parece tan aberrante como el innegable hecho de que muchos de los escritores escriban no pensando en la realidad que quieren resaltar, ni en lo que con su obra quieren decir, ni siquiera en lo que su reducido número de lectores esperan de ellos, sino en los posibles productores y directores que podrían hacer de su novela, en general mediocre, una superproducción que no lo lance al estrellato a él – son pocos los espectadores que conocen el nombre de los autores cuyas novelas se han filmado- pero que le proporcione ingentes beneficios por aquello de “derecho de autor”, cuando en la mayor parte de las ocasiones –salvo cuando se trata de obras geniales de la historia de la literatura- el cine engrandece a esos insignificantes autores. Que se filmen obras de teatro me parece tan absurdo como que se conviertan películas en obras de teatro, por más que esas películas hayan sido sacadas a su vez de novelas. Es necesario que existan guiones pensados especialmente para películas, tramas que puedan desarrollarse en el teatro y argumentos adecuados para lectores de novelas y narraciones. La postmoderna visión de la unión de artes y géneros ha desembocado en la destrucción de todos ellos. El empeño por modernizar el teatro clásico hace imposible poder asistir a la representación original de una obra para el tiempo en la que fue pensada. En vez de ello hay que conformarse con una variación sobre el mismo tema que cada vez se aleja más del tema. Lo mismo ocurre con las óperas y con los libros filmados.

 Por otra parte, una película en la que la fotografía es excelente pero que no transmite ninguna emoción, excepto la causada por la falta de acción, resulta tan tediosa (por artística que sea) como un libro en el que sólo existe acción y diálogo, en el que los personajes sólo pretenden saltar a la pantalla del cine y en el que los capítulos pueden leerse como escenas. Y eso es justamente lo que está últimamente sucediendo con la mayor parte de la literatura actual ¡Qué horror! O son novelas históricas sostenidas por tres violaciones, cuatro asesinatos, ocho heridos y tres amores imposibles dentro de un marco histórico de un tiempo insufrible en el que sólo acontecen desgracias y en las que los personajes están clasificados y archivados en buenos y malos ;  o son novelas de detectives; o son novelas de degenerados, donde el imbécil de turno no se conforma con ir él solito al infierno sino que quiere que sus mejores amigos le acompañen bajo las siempre útiles excusas de la solidaridad y de la amistad; o son novelas de frustrados y frustradas; o son novelas en las que, sencillamente, no sucede nada y en las que los personajes sólo alcanzan a quejarse malhumorados de que “nunca pasa nada” sin ni siquiera reflexionar sobre el sentido de la vaciedad vital y cómo salir a flote o hundirse irremediablemente en ella.
La diferencia entre el cine y la literatura está en la disparidad del origen de sus respectivas crisis.
La crisis de la industria del cine muestra el barbarismo en el que ha caído el individuo (y cuando digo “individuo” me refiero al “individuo colectivo”) y se ve desconcertada ante la terrible pero innegable situación de que el espectador ha perdido la capacidad de soñar - el deseo, incluso, de soñar- La admirada “realidad virtual” es la manifestación más representativa de este fenómeno. No se desean sueños de los cuales poder despertarse. Se desea una realidad que no sea realidad pero que se parezca tanto a la realidad que no se pueda distinguir con claridad dónde empieza la realidad real y dónde acaba. Y cuánto más difícil resulte establecer los límites, mejor. La realidad virtual nos sume voluntariamente en un mundo que antiguamente era el monopolio de los locos. La crisis de la literatura, por su parte, da cuenta de la incapacidad lingüística de los escritores, de la escasez de individuos concretos que sean capaces de contar una historia que induzca a la reflexión acerca de la sociedad en la que viven. Porque la literatura, la verdadera y buena literatura, se ha ocupado de su propio tiempo más que de tiempos no digo ya remotos, sino pasados. Y cuando ha recurrido a tiempos anteriores ha sido o bien para buscar una explicación al suyo propio o bien para escapar de un presente que le resultaba insoportable. ¡Pero desde luego no para inflamar emociones pasajeras que ocupen 600 páginas con sucesos que se encadenan sin pausa los unos a los otros para impedir que el lector reflexione y se admire que no hay nada sobre lo que reflexionar! De este modo las emociones, que parten de momentos mal construidos y peor desarrollados,  se queden en meras impresiones prestas a desaparecer con el siguiente tocho. Y en cuanto a los escritores que se dedican a analizar nuestro presente se refiere, yo me pregunto
cuándo leen y qué leen porque la verdad es que en sus escritos a sus protagonistas  únicamente les preocupan los  temas relativos al sexo y a las drogas; no para experimentar ni para derribar muros religiosos o conductas mojigatas. Simplemente porque esa es la Realidad y fuera de esa Realidad no hay nada. Y a eso le llaman "vivir la vida" y exigen dinero por unos libros que muestran la indiferencia y el cansancio vital  en  unos antros que han perdido cualquier rasgo moral, aunque sea el inmoral y el prohibido,  para convertirse en simples antros de aburrimiento  llenos de carne sudorosa sumida en vomitinas propias y ajenas .Uf.

Vivimos en una sociedad que no sé si calificar de  hipócrita pero sí, sin duda, de necia. Se pide al cine que eduque al espectador, cuando eso no fue jamás  ni su pretensión ni su misión. En cambio, no se exige que los libros inviten –por lo menos, eso- a la reflexión. Las asociaciones de consumidores reivindican un cine de calidad pero ninguna de ellas es capaz de exigir una literatura de calidad, que es lo que de verdad hace falta. Nos quejamos de los bodrios de película cuando la mayoría nacen de bodrios de libros. (Y eso no es lo peor. Mucho más terrible aún que un mal libro transformado en cinta cinematográfica es un mal libro convertido en serie de televisión.) La crisis del cine nace de la incapacidad del hombre actual para soñar. La crisis de la literatura, de su incapacidad para reflexionar.

¿Ha muerto el hombre? Y si no ha muerto ¿dónde está?
Que alguien me deje una lámpara para ir a buscarlo.
Ya sé que no sería la primera en intentarlo.  

Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado-Gascón.
 
 


 

 

 

 
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