domingo, 22 de febrero de 2015

Ortodoxia (1908) G.K. Chesterton


Este libro cayó en mis manos casi por casualidad. Andaba yo rebuscando por la biblioteca casi inacabable de la digital Amazon, cuando me tropecé con él. “Ortodoxia” es un ensayo que como su propio nombre indica tiene por tema central el de la defensa de la corriente ortodoxa de la religión cristiana. A juicio del autor inglés ser un loco, un hereje o un simple snob es fácil; Lo difícil es seguir siendo uno mismo y esto sólo puede lograrse dentro de los parámetros de la ortodoxia cristiana.

El libro de Chesterton, sin embargo, no puede considerarse ni ensayo filosófico ni teológico puesto que ha sido escrito desde una perspectiva absolutamente individual. Las diferentes tesis aparecen esparcidas aquí y allá; su ritmo no es ni lineal ni sistemático. El propio autor es consciente de ello y termina denominándolo: “volumen caótico.”

Su principal objetivo es el de rechazar las corrientes racionalistas de su época tanto como a las espiritualistas, que cuestionan la validez de la religión cristiana y los pilares sobre los cuales ésta se ha asentado durante siglos. Su intención es mostrar que el individuo sólo puede encontrar la verdadera libertad espiritual dentro de los límites de la religión porque estos límites son restrictivos en el mismo sentido en que lo son los muros que protegen el patio de colegio a fin de que los niños que están dentro puedan jugar y moverse libremente. Si se derriban dejan al descubierto lo que tras de ellos existe: un profundo e interminable abismo. Los niños, entonces, ya no pueden concentrarse en el juego por el miedo a caer en el precipio sin darse cuenta. En este sentido, prosigue el autor, los muros que alza la doctrina ortodoxa son las condiciones necesarias para que la existencia humana transcurra en plena libertad y pueda, por tanto, desarrollar el pensamiento adecuada y libremente. Pero los muros de la teología ortodoxa no crean compatimentos estancos. Una regla estricta no es sólo necesario para gobernar. Este ideal fijo y familiar es necesario para cualquier tipo de revolución.
La idea subyacente en la obra de Chesterton es que la destrucción de los muros dentro de los que se desarrolla la religión cristiana no sólo no libera al hombre sino que además le lanza al vacío. Por otra parte, tampoco es cierto que los movimientos positivistas y las nuevas corrientes religiosas estén desprovisto de muros. No sólo los establecen sino que además son mucho más asfixiantes y restrictivos que los de la Iglesia Cristiana porque se caracterizan por su inmovilidad.
En el caso de las filosofías materialistas porque despojan al individuo de uno de sus rasgos constitutivos: la facultad de soñar. El hombre materialista está condenado a dejar a un lado la imaginación, a despreciarla. Esta preocupación por la pérdida de la capacidad para soñar es una constante en la literatura anglosajona y llega hasta nuestros días. Como ya vimos en uno de mis blogs, Ray Bradbury aborda este problema en su obra "Crónica Marcianas". En su opinión la fuerza de la imaginación es la única que puede ayudar al hombre a sobrevivir en el mundo moderno. La pérdida de la lectura conlleva una pérdida de la facultad de soñar. Para Ray Bradbury son los libros. Para Chesterton el único remedio es refugiarse en la Iglesia cristiana protegido por los límites de la ortodoxia. El arte es el medio por el cual el hombre recuerda que ha olvidado lo que ha olvidado, explica Chesterton, pero es la Iglesia Cristiana la que revela qué ha olvidado y cómo llegar a recordarlo.

Con respecto a la influencia de las corrientes religiosas llegadas en su mayor parte del Este, (India, China), Chesterton afirma que sus muros no sólo son estrechos sino inmutables en tanto en cuanto impiden cualquier reforma social ya que su teoría del pecado pre-natal inserta en su idea de la reencarnación, justifica el mantenimiento de las castas dominantes y la existencia de pobres y desdichados. Eso determina un absoluto inmovilismo social e impide cualquier reforma.

La Iglesia Cristiana en cambio, dice Chesterton,  es progresista y revolucionaria precisamente porque sabe lo rápido que todo puede corromperse. Un conservador es aquél que piensa que todo va a seguir siendo siempre lo mismo. La Iglesia Cristiana, debido a su filosofía del Pecado Original, es consciente de los peligros que acechan al hombre para llevarlo a la perdición. Es justamente esto lo que la ha  mantenido en una actitud constante de alerta, de sospecha. La Iglesia cristiana sabe qué rápido se corrompe el individuo y las instituciones y permanece atenta, presta a introducir reformas allí donde haga falta. En este sentido la Iglesia Cristiana es una eterna revolucionaria porque para Ella la revolución significa una Restauración  (de lo justo, del Bien). La Iglesia Cristiana proporciona sueños y permite la existencia de la imaginación en tanto en cuanto cree en milagros y es reformista porque cree en las Utopias. La Iglesia Cristiana además sabe que hay un Rey Justo y por tanto sabe que el rey de turno es un rey injusto al cual hay que oponerse y derrotar.

No cabe duda que muchas de las críticas que Chesterton hace a las corrientes filosóficas científico-materialistas como por ejemplo la de su pretensión de imponer el dominio absoluto de la razón sobre los otros aspectos que conforman al individuo, entre ellos la imaginación y la creencia en lo sobrenatural, son no sólo acertadas sino justas y necesarias. 

Con respecto a la crítica que hace a las teorías "importadas", por decirlo de algún modo, como son por ejemplo las teorías teosóficas no me queda más que añadir que estoy totalmente de acuerdo. En mi opinión las teorías del Amor-Uno, del Todo en el Uno y el Uno en el Todo, la afirmación absoluta del Principio de Identidad, el deseo de superar sea como sea el Principio de Contradicción, se han introducido en la Iglesia Católica con tal ímpetu que seguramente habría que dedicar enormes esfuerzos, tanto humanos como materiales, para conseguir esclarecer la doctrina teológica. Al día de hoy lo considero francamente imposible. Por un lado ha de enfrentarse a la falta de vocaciones y de fieles, por otra las nuevas teorías han llegado a calar profundamente no sé si en su teología ortodoxa pero sí en el Pueblo. El perdón universal es tan universal que los confesionarios están vacíos y los remordimientos de conciencia sólo los padecen las individuos morales. La locura de los movimientos racionalistas se ha mezclado con la locura de los movimientos teosofistas y ha dado lugar a una sociedad que se balancea entre el cinismo y la psicosis, entre la sensiblería inhumana -inhumana porque la sensibilidad se ha convertido en un modo manipulador como otro cualquiera- y la deformación de la personalidad.

La Iglesia Católica infectada de teorías que no le son propias permanece convaleciente en cama. Tal vez se recupere. Tal vez no. En lo que a mí respecta, volveré cuando aclare su idea del pecado y de la justa ira. Volveré cuando empiece a reconocer que los hombres y mujeres justos de este mundo no sólo tienen el deber de perdonar, también tienen el deber de enfadarse y de decir !se acabó! Volveré cuando reconozca que no basta con pedir perdón para que el justo deba de perdonar una y otra vez. Volveré cuando acepte que alejarse del mal en vez de perdonarlo es una opción moral tan digna como la del Perdón. Mientras tanto, y de ahí el tema de mi comentario posterior, yo me voy con Lutero.

Por último resta aclarar el tipo de fe que guía a Chesterton.  Es importante remarcar que según sea el carácter de un hombre así también expresará su fe, por muy ortodoxa que  ésta sea. Chesterton era un hombre amable, buen conversador y parte activa en el mundo intelectual de su época. La manifestación externa de su fe no era la de aquellos beatos que la utilizaban para manipular y dirigir el comportamiento de sus semejantes a su antojo y capricho. Tampoco podía expresarse en un comportamiento rígido, mucho menos aún en un pensamiento autoritario e inmóvil.

La fe que Chesterton muestra es una fe dinámica, abierta al diálogo, a la polémica incluso, abierta al mundo y por eso a favor de llevar a cabo las reformas político-sociales que sean oportunas. Y es, preciso es decirlo, una fe que no ha perdido la ingenuidad infantil. De ahí esa constante referencia a los cuentos infantiles. De algún modo Chesterton hace lo que aconsejaba aquel verso que el poeta Miguel Hernández escribiría décadas más tarde en uno de sus poemas "Desperté de ser niño, nunca despiertes."

La fe de Chesterton, en efecto, defiende la ortodoxia, pero su ortodoxia es mágica, diáfana, liberal y tan segura y cálida como el útero materno. Oponerse a Chesterton resulta tan absurdo como inútil, el mismo Chesterton contestaría que con su libro él no pretende hacer teología sino mostrar su fe y por qué la Iglesia Cristiana le parece la elección más adecuada: es, sencillamente, la que mejor se adapta a sus necesidades  y la que mejor resuelve sus problemas tanto intelectuales como emocionales.


Esto resumiría, a mi modo de ver, las tesis principales del libro. A partir de aquí desarrollaremos los puntos más relevantes. He intentado ordenarlos en la medida de lo posible a fin de que al lector del blog le resulte más cómodo. Como ya he dicho en la obra aparecen desperdigados. La traducción de los textos es mía. Dada las dificultades que ha conllevado la "reordenación" por así decirlo, no me ha parecido oportuno introducir las citas. 

Chesterton afirma apoyarse en cuatro puntos: 

Primero, que este mundo no se explica a sí mismo.  O es un milagro, con una explicación sobrenatural, o es el truco de una conjura con una explicación natural.

Segundo, si es mágico tiene que tener un significado y si tiene un significado tiene que haber alguien para significarlo. Tiene que haber algo personal en el mundo, como en una obra de arte. 

Tercero, Chesterton está convencido de que este propósito, a pesar de sus defectos, tiene que ser bello en su diseño primario. 

Cuarto, que la forma adecuada de agradecimiento es una forma de humildad y restricción. Tendríamos que agradecer a Dios por la cerveza y el borgoña no bebiendo mucho de ninguno de los dos. Debemos también obediencia a aquéllo que nos hizo. Y por último la vaga y gran impresión de que lo bueno es un remanente debe ser mantenido como sagrado y salvado de la ruina, de modo parecido a como Robinson Crusoe se apresuró a salvar los bienes cuando su barco naufragó. (Capítulo IV)

Su enfrentamiento se dirige en primer lugar contra los movimientos racionalistas de la época. No se trata, afirma Chesterton en un pasaje posterior, de atacar la autoridad de la razón, sino más bien de defenderla. El mundo moderno en su totalidad está en guerra con la razón. Y uno de los ejemplos que ofrece Chesterton para demostrarlo es la negativa de tales movimientos a admitir los milagros, lo sobrenatural. En este sentido, reivindica la imaginación tanto como los milagros.

En las teorías positivistas, en cambio, todo queda reducido a simple y pura materia, perdiéndose, de este modo, el elemento mágico, sorprendente, fabulador, del mundo que es, en su opinión, uno de los  elementos constitutivos del ser humano. La razón, asegura, ha sido ella misma convertida en materia de fe por dichas construcciones teóricas.

Chesterton compara a todos los racionalistas con los maniacos. Lo que caracteriza al loco, asegura, es su absoluta confianza en sí mismo. Ninguna duda le asalta. Es precisamente la homogeneidad de su mente la que hace de él un perturbado. No es la imaginación la que conduce a su demencia sino su ausencia. Los locos no son los poetas sino los jugadores de ajedrez. Si los grandes razonadores, afirma, son muy a menudo maniacos, no es menos cierto que los maniacos son comúnmente grandes razonadores. No es que no vean una falta de causa, es que ven un propósito, un motivo, en cada cosa y todo ello tan bien conectado, tan bien argumentado, que al cuerdo le será muy difícil vencerle en una discusión y todo ello porque el hombre sensato acierta a distinguir los numerosos puntos de vista desde el que una cuestión puede ser abordada. El demente, por el contrario, a pesar de las falacias de sus conclusiones resulta irrebatible. Su mente se mueve en un perfecto aunque estrecho círculo. Su locura es una combinación entre entereza lógica y contracción espiritual.

Justamente esto es lo que caracteriza a todas esas nuevas teorías basadas en la estricta razón: a semejanza del perturbado mental, ninguna de ellas puede cambiar su punto de vista.

A su juicio, la que mejor ejemplifica lo que está diciendo es la corriente materialista. Chesterton asegura que dicha teoría es mucho más restrictiva que cualquier religión. El mundo del materialista, igual que el del demente, es sólido y simple; por eso, ni a los materialistas ni a los maniacos les asaltan las dudas. Y lo mismo podría decirse de los escépticos. Otro de los movimientos que Chesterton combate es el de los evolucionistas. Con respecto al darwinismo dice que dicha teoría puede conducir a la mayor crueldad o al sentimentalismo más insano, pero desde luego no al amor sano hacia los animales. El darwinismo conduce a ser inhumano o absurdamente humano, pero no humano. Sus ataques también se dirigen hacia el falso progreso, consistente en mantener la necesidad de cambiar el exámen en vez de aprobarlo. Tampoco acepta a los utilitaristas ni a los voluntaristas. A estos últimos les explica que cualquier acto de la voluntad es un acto de la auto-limitación: al elegir algo se está automáticamente rechazando algo. Es imposible ser un artista y no preocuparse por las leyes y los límites. Arte es limitación. La esencia de cualquier pintura es el marco. En el momento en que uno pisa el mundo de los hechos, está pisando el mundo de los límites. El Jacobino no sólo podía explicar el mundo contra el que él se rebelaba sino la clase de mundo en la que él podría confiar. El nuevo rebelde, sin embargo, es un escéptico y no cree en nada totalmente. Por eso nunca podrá ser un revolucionario. E igualmente rechaza el pragmatismo por paradójico ya que incita al hombre a pensar en todo excepto esalvo en el Absoluto; pero precisamente, afirma Chesterton, una de las cosas en las que hay que pensar es el Absoluto. La falta de creencia en los milagros, en lo incomprensible, determina que el pensamiento libre quede agotado y extenuado en sí mismo.

El mundo moderno  descansa en un fatalismo científico al afirmar una y otra vez que todo debe ser como siempre ha sido desde el principio. Como la hoja verde del árbol, que es verde porque nunca podría ser de otro modo. El mundo moderno del materialista, igual que el mundo del demente, es una prisión en la que sólo existe un pensamiento, y de la misma manera, por muy grande y extenso que sea, no es un mundo libre.

En la moderna Europa, libre pensador no significa el hombre que piensa por sí mismo. Significa un hombre que teniendo un pensamiento propio llega a una clase particular de conclusiones: el origen material de los fenómenos, la imposibilidad de los milagros, la improbabilidad de la inmortalidad personal y así todo. Ninguna de estas ideas es particularmente liberal. El hombre del s.XIX no ha dejado de creer en la resurrección porque su cristianismo liberal le permita dudar de ella, sino porque su estricto materialismo no le permite creer en ella. 
El agnóstico es un no-creyente por una multitud de razones no demostradas. A su juicio la Edad Media fue bárbara, pero lo cierto, afirma Chesterton, es que la Edad Media no lo fue; considera que el darwinismo es demostrable, pero no lo es, le replica Chesterton; está convencido de que los milagros no suceden, pero, le desvela Chesterton, suceden; juzga a los monjes como individuos vagos e indolentes, pero ellos, asegura Chesterton, son en realidad sumamente trabajadores. El hombre de ciencia nos ofrece salud y no tardamos en descubrir, se lamenta Chesterton,  que lo que ellos entienden por salud es esclavitud del cuerpo y tedio espiritual.

Creer en milagros, dice, es mucho más liberal. En primer  lugar porque supone creer en la libertad del alma y en segundo,  porque su control escapa a la tiranía de las circunstancias. Creer en milagros es una cuestión del sentido común y de la imaginación histórica normal, no simplemente una cuestión de la física final experimental, afirma contundente. En su opinión, Dios no nos ha dado los colores de un cuadro sino más bien una gama de colores. Hemos de saber qué queremos pintar y ello implica poseer una serie de principios. Estos principios sirven no sólo para mantener la forma, sino también para cambiarla. Por eso es necesario tener un mundo imaginario que sirva de visión para cambiar éste.

Chesterton sin embargo no se declara absolutamente contrario a la razón. Él se considera a sí mismo un racionalista que siempre desea encontrar algún tipo de justificación individual para sus intuiciones. Y el resultado final es que ha encontrado más evidencias en favor de la cristiandad que evidencias contra ella.

Los ataques de Chesterton no sólo se dirigen contra las corrientes positivistas materialistas. En un segundo bloque, el autor inglés se opone igualmente a las teorías religiosas panteístas- teosofistas-budistas, las naturalistas y las paganas. Para todos estos grupos la naturaleza es nuestra madre. 
Desafortunadamente, si uno mira a la Naturaleza creyendo ver en ella a una madre, descubrirá que es una madrastra. El cristianismo, en cambio, no considera que la Naturaleza sea nuestra madre sino nuestra hermana. Podemos sentirnos orgullososo de su belleza puesto que compartimos el mismo padre, pero no tiene autoridad sobre nosotros. Debemos admirarla pero no imitarla. A los naturalistas les critica que todo en el naturalismo tiende al final a no ser natural. En la Naturaleza, afirma, no hay principios y por tanto en ella no puede haber ni igualdad ni desigualdad. Por eso los naturalistas de cualquier corriente terminan cayendo en la sumisión o en la inactividad. En cuanto a los panteístas la objeción que les hace es que toda creación es separación. Dios permanece separado del mundo creado como el poeta permanece separado del poema que ha escrito. Por otra parte, las religiones panteístas imposibilitan la existencia del amor. El amor desea personalidad; de ahí que el amor desee separación. Para el budista o teosofista la personalidad es la caída del hombre; para el cristiano, en cambio, la personalidad es el propósito de Dios. El cristiano siente admiración por  las actividades éticas y sociales. 
Para el panteísmo nada es mejor que nada, lo cual imposibilita cualquier reforma social. 
Los teosofistas, por ejemplo, predican la atractiva idea de la reencarnación, pero ellos, con su pecado prenatal potencian la crueldad de la casta contra el indefenso y el mendigo. Sostienen la teoría de la eternidad del fatalista material, la eternidad de los pesimistas del Este y hacen del círculo y la serpiente que se come la cola su símbolo. La serpiente, protesta Chesterton, ese degradado animal que se destruye a sí mismo. 
Nada que ver, asegura el autor convencido, con la auténtica mística que consiste en comprender cualquier cosa con la ayuda de lo que no se comprende. Al contrario del círculo, símbolo de la razón y de la locura, la cruz simboliza el misterio y  la salud. La cruz está abierta a los cuatro vientos y es la señal para los libres viajeros. La inmanencia significa introspección, auto-aislamiento, quietismo, indiferencia social –Tibet. La trascendencia de Dios significa milagro, curiosidad, aventura política y moral, justa indignación – cristianismo. Con respecto a los paganos, mientras en sus teorías la virtud se mantiene en equilibrio, en el cristianismo la virtud está en constante conflicto porque ha de alcanzar un compromiso entre optimismo y pesimismo.

Chesterton llega a la conclusión de que es un error habitual el considerar que las diferentes religiones están de acuerdo en el significado pero difieren en la maquinaria. A su juicio, se trata exactamente de lo contrario: las diferentes religiones mantienen los mismos métodos externos como son los sacerdotes, los altares, las fiestas especiales, pero difieren acerca de lo que es enseñado.

De la lectura de “Ortodoxia” pueden desprenderse tres rasgos esenciales que en opinión de Chesterton definen a la religión cristiana. Uno, la aceptación del milagro; dos, su sentido progresista-reformista y el tercero su carácter social.

1. Con respecto a los milagros, la aceptación de su existencia es signo de vitalidad humana. Chesterton equipara esta vitalidad a la misma que aparece en los cuentos infantiles porque en ellos la felicidad incomprensible nace de una condición igualmente incomprensible. Según el autor inglés para  iniciar una revolución hay que tener, al igual que les pasa a los héroes de los cuentos, la suficiente fe en uno mismo como para lanzarse a la aventura y bastante duda como para disfrutar de ella.

2. Según Chesterton para que pueda hablarse de progreso,es necesario que el ideal sea fijado, en segundo lugar debe ser artísticamente combinado, como una pintura y en tercer lugar se necesita algo así como una Utopía o una finalidad. 
Chesterton distingue entre progreso correcto y progreso equivocado. El progreso correcto tiene una visión que le sirve de modelo para cambiar el mundo real. En cambio, el progreso equivocado se dedica a cambiar constantemente la visión a alcanzar porque así resulta más fácil. La consecuencia de todas las propuestas políticas: Colectivismo, Tostoyenismo, Neo-feudalismo, Comunismo, Anarquismo, Burocracia científica, es que la Monarquía y la Casa de los Lores pervivirán. Es decir, la gran variedad de sugerencias para cambiar el estado de hecho sólo conseguirán mantener el estado de hecho. Del mismo modo, la aparición de nuevas religiones sólo implican la estabilidad de la Iglesia de Inglaterra. De todas las diferentes filosofías que constantemente surgen, al final sólo queda la fábrica.

Por otra parte, cuando hablamos de progreso, solemos creer que las cosas van a ir naturalmente a mejor. Pero la única razón para ser progresista en vez de conservador, explica Chesterton, es la consideración de que las cosas tienden a ir a peor. De ahí que los sistemas populares se vuelvan opresivos y que se requiera que el ciudadano vigile sus instituciones: por la rapidez con la que éstos envejecen y se corrompen. Por eso, el cristianismo ortodoxo, que ha mantenido su sospecha a lo largo de siglos, es la doctrina del Progreso. Si se fuera un filósofo se la podría denominar, al igual que hace Chesterton, la doctrina del Pecado original.

Chesterton concluye que el cristianismo es una religión revolucionaria, eternamente revolucionaria. Esto justamente es lo que la separa del darwinismo y del panteísmo y la hace más valiosa.

3. Está además convencido de que la doctrina cristiana es una doctrina absolutamente social. Si las mejores condiciones hicieran al pobre más adecuado para gobernarse a sí mismo, ¿entonces por qué no hacen a los hombres ricos lo suficientemente adecuados para gobernarlos?, pregunta. Sólo la Iglesia Cristiana puede ofrecer una objeción racional a la absoluta confianza en el rico porque la Iglesia cristiana sostiene que el hombre que es dependiente de los lujos en su vida es un hombre corrupto, espiritualmente corrupto, políticamente corrupto y financieramente corrupto.

Sin embargo Chesterton se manifiesta en contra del igualitarismo o, lo que es lo mismo, de la igualdad absoluta. En su opinión aunque todos los deseos fueran posibles no todos son deseables. Así por ejemplo el que todos los hombres pudieran vivir en la misma preciosa casa no sería un sueño en absoluto: sería una pesadilla.

Comentario

Estas son las nociones más importantes que se pueden encontrar en Ortodoxia. Se trata, como ya he dicho antes, más de un compendio de reflexiones personales sobre la religión cristiana y un deseo individual de defenderla de ataques exteriores que de un libro filosófico- teológico. Por eso y porque la pluma de Chesterton es igual que su pensamiento, ligera y diáfana, su lectura, con independencia de que se sea creyente o no,  resulta fácil al tiempo que apasionante. La actitud de Chesterton con respecto a la religión cristiana es la misma que la de "Jarcha", aquel grupo de música de los primeros años de la transición española: la de que no hay libertad sin cadenas. Más aún, son las cadenas las que posibilitan la libertad. Resulta difícil saber si realmente somos más libres desde que somos menos religiosos o simplemente se han sustituido unas cadenas por otras todavía más opresoras pero que no nos lo parecen porque no acertamos a verlas. En cualquier caso, lo cierto es que las ideas de Chesterton siguen siendo profundamente actuales y los problemas a los que la religión cristiana ha de enfrentarse no dejan de aumentar. A veces, a qué negarlo, por culpa de la Iglesia misma: más preocupada en las cuestiones exteriores que en las interiores; otras, por culpa de los cristianos, interesados en los temas religiosos para poder manipular más fácilmente a sus semejantes blandiendo la espada del justo y dando sermones que saben a hipocresía retórica y a sensiblería inhumana más que deseosos de salvar su propia alma. Y últimamente porque, en efecto, los ataques del exterior se han hecho cada vez más numerosos y embaten con fuerza contra unos viejos muros cuyas piedras no dejan de caer.

Chesterton considera la religión cristiana en su totalidad y no distingue entre sus diferentes corrientes internas; tampoco entre luteranos y católicos. Tengo la impresión de que ante él sólo hay una Iglesia Cristiana: la Iglesia Católica y su derivada: la Iglesia de Inglaterra. 
Tal vez los cristianos deberían unirse. 
No creo que lo hagan. 
Si Chesterton decidió ser católico, yo me encuentro cada vez más cerca de las posturas luteranas.

Isabel Viñado Gascón.








sábado, 21 de febrero de 2015

El rabino de Bacharach (1840)- Heinrich Heine


Se trata del fragmento de lo que hubiera debido ser una novela. Unas pocas páginas, sin embargo, bastan a Heinrich Heine para explicar los sufrimientos de las comunidades judías en la Edad Media. La persecución hacia ellos, escribe Heine,  se había iniciado en el tiempo de las cruzadas, manifestándose con especial violencia en el siglo XIV, al final de la Gran Peste. Los que no eran asesinados eran torturados u obligados a convertirse. Las difamaciones que sobre ellos circulaban eran a cual más terrorífica: desde robar la Hostia hasta el sacrifico de niños. Los judíos, asegura Heine, fueron durante largo tiempo odiados por su Fe, su riqueza y sus libros de contabilidad; en cada fiesta sufrían los asaltos de sus enemigos. No obstante, desde la última matanza acontecida en 1287, la comunidad judía había pasado doscientos años en una moderada paz, aunque siempre bajo amenazas y rodeados de enemigos.

En estas condiciones vive el joven rabino Abraham, él mismo hijo de rabino, que antes de ir a estudiar a España ha contraído matrimonio con su prima Sara. Pese a lo que se temía en la comunidad, el viaje no ha deformado su fe ni en la forma ni en el contenido.

Durante la noche en la que la comunidad está celebrando la fiesta de la liberación de los egipcios, entran dos extraños que son amablemente acogidos y la ceremonia prosigue. Sarah ve cómo el rostro de su marido se contrae durante unos segundos. Después la actitud de Abraham es la de una rara y sospechosa alegría. Durante la cena su marido saluda a todos y obliga a su mujer a seguirla. Ésta obedece llevada más por el miedo que por el deseo. La conducta del rabino es cada vez más incomprensible. Cuando finalmente se atreve a preguntarle los motivos éste le señala el pueblo. “¿Ves el ángel de la muerte? Flota allá abajo, sobre Bacherach”, le dice. 

Abraham le explica a su mujer que durante la ceremonia se ha dado cuenta de que los dos recién llegados no eran de la comunidad de Israel sino malvados que habían introducido secretamente el cadáver de un bebé para culparlos ante el pueblo, de manera que su ira recaiga sobre ellos. Abraham está orgulloso de haber visto la treta y de haber conseguido salvarse él y su mujer.

Huyen a Frankfurt. Ya en ese tiempo es la ciudad erigida a orillas del Main un enclave económico importante y las casas están construidas de manera que favorezcan el comercio. Así, por ejemplo, en las plantas bajas no hay ventanas sino puertas para que cada uno pueda mirar y considerar las mercancías. Gentes de toda clase y condición se dan cita en sus calles y  las más variadas mercancias se ofrecen en las calles que rodean el ayuntamiento “Zum Römer”. El rabino Abraham apremia varias veces a su mujer a cerrar los ojos para que tales tentaciones no nieblen ni su mente ni su alma.

Hubo un tiempo, explica Heine,  en el que los judíos vivían entre la catedral y las orillas del Main, pero los sacerdotes católicos consiguieron que fueran trasladados para que no habitaran tan cerca de la Iglesia Principal. El nuevo barrio judío estaba rodeado de fuertes muros y sus puertas rodeadas con cadenas de hierro para defenderlos de los ataques de los cristianos: de los Pöbel. Los judíos, sin embargo, seguían viviendo en opresión y miedo. En 1240 habían vivido lo que se había dado en llamar la primera matanza de los judíos, y en el año 1349 fueron culpados de haber quemado la ciudad. La mayor parte pereció asesinada o bajo las llamas de sus propias casas. Aunque tales hechos ya no se habían vuelto a repetir, las amenazas continuaban y por eso la comunidad puso un guarda a la entrada.

Cuando el rabino Abraham y su mujer Sara llegan a la puerta, el guarda: Nasensternchen, es avisado de la llegada de los nuevos visitantes. Sin embargo éste no quiere abrir. “No se puede saber, no se puede saber, y yo soy un solo hombre.”

“Coraje”, le dice Jäkel der Narr (Jäkel el bufón).

“İCoraje! No me han puesto aquí por el coraje, sino por lo que pueda pasar. Si vienen muchos tengo que gritar. Pero yo mismo no los puedo detener. Mi brazo es débil, yo porto una fontanela y soy un hombre solo. Si me disparan, estoy muerto. Entonces, durante el Sabbat se sienta el rico Mendel Reiß a la mesa, se llena la boca de salsa de pasas, se acaricia la tripa y dice tal vez: el largo “Nasensternchen” era un buen chico, era. Si no lo hubiera sido, hubieran hecho volar la puerta por los aires. Él se ha dejado matar por nosotros. Era un buen chico. Lástima que esté muerto.” (...) “¡Coraje! Y para que el rico Mendel Reiß se llene la boca con salsa de pasas, se acaricie la tripa y me llame buen chico, tengo que dejarme matar?”

Estas palabras recuerdan mucho a los primeros poemas de Brecht en los que el autor alemán critica la propaganda para alistarse en la guerra y  afirmaba que un muerto, sea héroe o villano, es siempre un muerto y como tal apesta. Leyendo el pasaje anterior, el lector se pregunta si no será Heine uno de los escritores más influyentes en su pensamiento.

Desde luego capacidad crítica y sentido de la ironía no le faltan a Heine.

Abraham y Sara se encuentran con Jäkel der Narr. Abraham le dice riendo que ya ha oído hablar de él y el otro le contesta que “a menudo se es a lo largo y a lo ancho conocido por ser más loco y necio de lo que realmente se es. Yo me esfuerzo mucho en ser un bufón y salto y me muevo para que las campanillas suenen. Otros lo tienen más fácil".

Y como Nasenstern vuelve a quejarse de miedo, Abraham le dice a su mujer: “¡Mira bella Sara que mal protegido está Israel!” Falsos amigos cuidan sus puertas desde afuera y dentro son sus guardianes ¡locura necia y temor!”

En efecto, Heine no perdona la crítica a los enemigos pero tampoco a su propia comunidad. La descripción que hace de cómo transcurre la vida de los judíos es realmente interesante, sobre todo por sincera. Heine no pretende santificar a nadie y aunque la mayoría de los críticos califican esta novela de “histórica”, lo cierto es que este concepto no la termina de definir. Más bien se trata de un realismo social histórico: tan detalladamente describe las calles, la atmósfera de dentro y fuera de los muros y las relaciones entre los distintos individuos. El traslado al pasado de Heine no es simplemente una excusa para servir al relato de amores, desamores y guerras, como suele ser frencuente en las novelas estrictamente "históricas". Es, sobre todo, un recorrido socio-cultural de esa época. La descripción de los ritos, de las fiestas, la explicación qué prendas han de llevar los judíos a fin de que se les pueda distinguir: los hombres un anillo amarillo en los abrigos y las mujeres un lazo azul en sus sombreros.

 Tampoco evitará hablar sobre las disputas y los enfrentamientos que tienen lugar dentro de los muros y que han de ser más o menos para no llegar a mayores. ¿Qué es lo que les mantiene unidos? Heine lo explica: el hecho de compartir un mismo origen, una misma forma de pensar y un mismo sufrimiento.

Y no falta, claro, el caballero español siempre cortés y adulador tanto con las diferentes damas como con las distintas ideas y religiones. Amable siempre con las unas y con las otras y a las unas y a las otras siempre infiel.

La novela no acabada, termina con la llamada a comer a los que todavía no se han sentado a la mesa, pues ya han llevado la sopa, los invitados ya se han acomodado y la tabernera falta.

Comentario

Esta obrita de Heinrich Heine es, a pesar de su brevedad, extremadamente profunda. Los temas que aborda son tan variados: religiosos, sociales, culturales, históricos, urbanísticos incluso... que lo único que honestamente puedo hacer es invitarles a que la lean. Encontrarán, como se encuentran en los antiguos barrios medievales de cualquier ciudad europea, rincones desconocidos, lugares solamente reservados a los más curiosos, a los más atentos. Penetrarán en historias y leyendas casi olvidadas y las verán detenerse ante sus ojos. La novela es tan rica en matices que el comentarista no sabe en cuál  de ellos detenerse.

Sería fácil desde luego escribir acerca de las persecuciones injustas que a lo largo de la historia europea sufrieron los judíos. No me cabe ni la más mínima duda de que cada uno de ellos hubiera podido exclamar la pregunta que Jesús elevó a los Cielos: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” En efecto: todos aquellos inocentes fueron considerados la fuente de todos los malos y tratados como tales. No sólo ellos, es cierto, también las brujas, los herejes y todos los que – en definitiva- fueran distintos a lo establecido, a lo determinado por seres y reglas sin conciencia y sin sentido para nada que fuera más allá de sus estrechas mentes y de sus encogidos corazones.

Lo que distinguía al hombre judío de los otros casos enumerados es que a diferencia de aquéllos, el hombre judío, no era condenado por una acción individual, sino simplemente por pertenecer a un grupo religioso concreto: el hebreo. En este sentido, no está de más afirmar que el hombre judío estaba desposeído del signo más humano: su individualidad, el poder ser único como persona y en función de ello poder ser juzgado.

Sería fácil escribir acerca del tema. No me cabe la menor duda. Del tema de la violencia ciega, del odio insano, de las frustraciones y resentimientos, lanzados, vomitados casi, sobre los débiles, sobre los distintos; de lo que supone ser el centro de difamaciones, de leyendas malsanas que se van acrecentando en perversión y número conforme transcurren los años, hasta el punto de que cualquiera que mata a un judío es un santo, un héroe; de lo que significa no poseer ni nombre ni personalidad propia, sino únicamente un adjetivo: “judío”.

Sería fácil, sí.

También sería fácil detenernos a tratar los ornamentos que los judíos habían de llevar en sus trajes para ser reconocidos como tales y las semejanzas con las normas que el régimen nazi les impuso. Hubiera sido fácil hablar del Holocausto, de lo que significa el progreso sin alma, de lo que significa el odio racionalizado.

Sería fácil, sí.

Como igualmente sería fácil escribir acerca de lo que significa vivir dentro de unos muros a los que se le terminó denominando gueto. ¿Constituyen una defensa o la pretensión de alejarse, de separarse, del exterior? ¿Cumplen todos los muros la misma función? ¿Son los guetos de los suburbios de la misma naturaleza que los antiguos guetos judíos? ¿en qué se parecen? ¿en qué se diferencian? ¿en tiempos de tolerancia, en países cunas del laicismo, cómo es posible que siga existiendo el antisemitismo? ¿cómo es posible que siga habiendo conflictos y enfrentamientos de carácter religioso hasta llegar nuevamente al asesinato, a la violencia, a las amenazas?

Hubiera sido fácil. Hubiera bastado simplemente hacer un análisis político de los que suelo hacer en mi blog “El comentario del día”.

Hubiera sido fácil, a qué negarlo.

Sin embargo, hay un tercer tema tan importante o más que los anteriores y que Heine no olvida.

Adentro o afuera, poco importa. Los hombres son antes todo seres humanos: las alegrías, las penas, la muerte, la vida, la coquetería, las traiciones, la lucha por la propia supervivencia, las peleas, el buen comer, el buen vivir... están siempre presentes en cualquier comunidad y en cualquier lugar.

Los hombres no son ángeles. Los hombres no son demonios.

Los hombres son hombres y Heine se encarga de mostrar tanto sus virtudes como sus defectos.

Lo más importante: vivir y gozar de la vida hasta donde la muerte y los que matan lo permitan.

Pero la vida no es vida en santidad, sino vida en humanidad. Esto es: en imperfección.

Ser consciente de ello sigue siendo, tal vez, lo más importante que debemos recordar a la hora de apagar la luz antes de irnos a la cama a dormir.

Somos hombres y nuestra naturaleza humana es.

Esto conlleva, al menos, dos consecuencias:

La primera es que tenemos por tanto el derecho y la obligación de controlar a los que nos controlan y a las reglas con las que nos controlan. Y cuando ni los unos ni los otros nos gustan sólo hay dos posibilidades: o intentar reformarlas o huir. 

La segunda, es que la acción humana sólo puede ser tomada en consideración - esto es: valorada o reprendida- de modo individual. Es el individuo como tal el que actúa humanamente, no el grupo. El grupo es una colectividad abstracta, genérica, puede ser que esté constituida de seres humanos pero eso no la transforma en un ser humano. Del mismo modo que un grupo de leones no constituyen un león. No es el grupo el que llega a la cumbre, sino cada uno de los hombres que lo integran. No es el grupo el que se condena, sino cada uno de los condenados.
Este segundo rasgo: el de la individualidad, es uno de los pilares en los que se asienta el trabajo de Heine.
Heine quiso toda su vida ser considerado antes que nada como persona, como individuo, lejos de apellidos en uno u otro sentido. Se negó a ser encasillado en una religión o en un grupo político, aunque mantuvo el contacto con todos.

A lo largo de mi vida he leído a muchos y diferentes autores. Nunca he negado que Wilde y Brecht pertenecen a mis favoritos aunque hay tambien otros muchos que me han proporcionado igualmente grandes momentos tanto de diversión como de reflexión. Es el caso de Kant, Lutero, Nietzsche, Remarque, Singer, Voltaire, Maupassant, Alexander Dumas padre, Huxley y Chesterton.

No obstante he de confesar que lo primero que sentí cuando leí por vez primera a Heinrich Heine es que había encontrado a mi hermano. Es un sentimiento difícil de explicar.  A la mayoría de los autores enunciados arriba los veo como maestros en el dominio del pensamiento y del arte. A Heine, con independencia de sus facultades intelectuales, lo considero mi igual. Tal vez por la vida un poco nómada que llevó, tal vez por ese empeño en no pertenecer a nada ni a ningún sitio, ese esfuerzo por liberarse de las ataduras de las calificaciones impuestas, por intentar ser, sobre todo, lo que arriba hemos dicho antes: un individuo.

En los momentos históricos que estaba viviendo no era fácil. Por un lado la pertenencia al grupo religioso, por otro lado el deseo de muchos que se decantara por una tendencia política, lo hacían difícil.

El mérito de Heine no radica en su talento para escribir, ni en el trazo finamente irónico de su pluma.

Lo que verdaderamente honra a Heine es que supo ir de un grupo a otro sin perderse en el intento.

Isabel Viñado Gascón.



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