En “La Broma Infinita”, su autor, David
Foster Wallace, señala que ante la pregunta por el sentido de la vida y por la
posibilidad de que el individuo participe en la colectividad sin caer presa de
ella, sus compatriotas terminan por adoptar o la actitud cínica o
la actitud ingenua.
Al concluir aquel blog, me asaltó el
temor de no encontrar ningún libro que respondiera satisfactoriamente la pregunta de dónde hunden sus raíces
dichas posturas que, como cabe observar en Huxley, Bradbury, Bukowsky y otros
muchos, conducen irremediablemente a la fantasía malsana o a la
autodestrucción.
Durante estos dos últimos meses he estado
leyendo obras de autores germanos a sabiendas de que ninguno de ellos podría
proporcionarme la solución a lo que buscaba porque a
pesar de que de vez en cuando los alemanes maldigan su idealismo por haberles abocado más de una vez a la perdición,
son conscientes igualmente de que es también el elemento en el que reposa la fuente de su salvación; de ahí que de una manera
u otra terminen siempre por recurrir a él. Incluso el irreverente Brecht únicamente sustituye el idealismo del “más allá” por el idealismo del “aquí y ahora”.
No es que los
alemanes no estén preocupados por la cuestión de la existencia. Pero para ellos
la existencia constituye un problema, no una tragedia. Y –como todos los problemas
de este mundo- tiene una solución. Puede ser que su búsqueda les suma en
profundas disquisiciones, en complicados razonamientos o en laberintos
irracionales y monstruosos. Puede ser que sus esfuerzos les conduzcan al
agotamiento mental y espiritual o al más profundo de los enfados. Pero nunca
aceptarán la premisa de que la existencia carece de sentido. Los alemanes
albergan la absoluta e irrebatible convicción de que la solución está ahí y de que simplemente hay que descubrirla. En cuanto a la colectividad
se refiere, no conozco a ningún alemán
que soporte a su vecino. Ello le insta a dictar un sinfín de normas jurídicas
dedicadas a regular sus relaciones hasta el más mínimo detalle, de manera que
para cada pequeño conflicto exista una solución. Así pues, la comunicación con
el de al lado se reduce a saludos sumamente corteses y a un par de pequeñas
observaciones acerca del tiempo, del jardín o de las vacaciones. El alemán es un hombre práctico por
naturaleza y tradicional por costumbre. La necesidad de sobrevivir implica
tener que pensar en conceptos tales como “voluntad” (de vivir) en un primer
momento y “fuerza de ser” (o “poder”, si prefieren), en un segundo. Ni siquiera
Nietzsche que tan vehementemente criticó la estupidez de sus contemporáneos en
todas sus formas y manifestaciones se preguntó jamás por el sentido de la vida
y eso en unos momentos en los que la insatisfacción por el arte, por el
conocimiento y por la fe religiosa – los refugios tradicionales del hombre
alemán- habían invadido la escena intelectual y académica. El grito de Nietzsche
podría expresarse brevemente en: “¡Partida de Faustos malditos!” Pero desde
luego nunca se le hubiera ocurrido – y de hecho, nunca lo hizo- gritar: ¡Maldito conocimiento!
El único alemán
que se atrevió a proclamar algo semejante fue, en efecto, el pobre Fausto y ya
sabemos todos cómo terminó.
Finalmente, ha sido Herman
Melville el que a través de “Benito Cereno” ha proporcionado una respuesta exhaustiva a
mi pregunta.
El ejemplar que he manejado ha sido: “Benito Cereno; Billy Budd, marinero”.
Colección Libros de Bolsillo Z. Editorial Juventud, S.A. Traducción de Frank
Symons y Núria Fabrés. Primera edición de esta juventud, 2005. En él pueden encontrar las citas que aparecen
en este blog.
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Como suele suceder en muchas de las grandes
obras de la literatura, el argumento de este libro es sencillo. Lo que resulta
difícil es su análisis: tantos son los temas que aborda.
En el año 1799, el capitán de un velero
mercante, Amasa Delano, de Duxbury (Massachusetts),
atraca en una isla desierta del extremo sur de la costa de Chile para proveerse
de agua. Al segundo día observa cómo un extraño velero sin bandera intenta
aproximarse. Las confusas maniobras que lleva a cabo le hacen temer que sea un
barco en apuros. Así pues, coge una barca y se dirige a él. En cubierta
encuentra una tripulación compuesta por hombres blancos y -en mayor número- por
hombres negros. El capitán Benito Cereno, un español de aspecto melancólico y
enfermizo, le explica que su barco, un buque español de primera clase, llevaba
un cargamento de esclavos negros. Durante la travesía se vieron sorprendidos por
grandes tormentas a las que siguieron numerosas epidemias que mermaron la
tripulación y la condujeron al estado lamentable en el que se encuentra. Amasa
Delano escucha detenidamente las explicaciones del capitán Cereno. La personalidad
sombría y enclenque de éste capta poderosamente la atención y despierta los
recelos del marino americano. El sirviente de Cereno, Babo, lo cuida
solícitamente, presto siempre a ampararlo en sus desfallecimientos. Delano les
proporciona víveres y agua, hecho lo cual se despide de Don Benito. Está a
punto de alejarse del capitán español cuando éste, de repente, se lanza al bote
en el que Delano se encuentra. Ni siquiera entonces comprende Delano lo que
sucede. Al principio cree que Cereno es el jefe de una partida de piratas que
quieren matarlos a él y a sus camaradas. Así que agarra a Don Benito por el
cuello. El fiel criado Babo se lanza con un cuchillo, con la intención, piensa Delano, de salvar
a su capitán. Entonces Delano, tal vez para poder enfrentarse mejor a su atacante,
empuja en un acto reflejo al español hacia un lado. Sólo (¡por fin!) al distinguir
en las manos de Babo un segundo cuchillo dirigido al corazón de don Benito surge un destello en su mente y Delano comprende la verdad de lo sucedido: los esclavos
negros se han amotinado y son los que tienen el mando del barco. El “fiel” Babo
es, en realidad, el cabecilla de la masacre que ha tenido lugar durante la cual
han asesinado al español Alejandro Aranda y han atado su cadáver –convertido en
esqueleto con el transcurrir de los días- y que ironías del destino, había
aconsejado a don Benito Cereno a que los esclavos viajaran sin grilletes porque
éstos eran muy dóciles.
Delano y sus compañeros consiguen derrotar a
los insurrectos. Babo muere ajusticiado. Delano vuelve a su vida de marino.
Cereno – y esto es lo que más extrañeza le produce a Delano- muere, incapaz de
superar la sombra del negro.
Aparentemente, pues, no pasa de ser una
novela de aventuras. Sin embargo “Benito
Cereno” es una obra psicológica y simbólica centrada en los prejuicios de la
política y de las teorías sociales que imperan en su tiempo. (No puede
considerarse que entre 1799, que es el año en el que Melville sitúa la acción
del relato, y 1819, que es cuando él nace, la sociedad haya sufrido grandes
transformaciones; mucho menos aún en lo que se refiere a los modelos de
conducta que rigen los comportamientos de las personas normales). Incluso en el
año 1855, que es cuando Melville publica su novela, no existe mayor novedad
en lo que a las fuerzas de dominio mundial concierne, que el hecho de que el imperio
español ha seguido perdiendo imparablemente su influencia, mientras que Estados
Unidos la ha ido ganando. En cuanto al
papel que Melville juega en la novela, hay que decir que es realmente interesante. Si bien se
niega a ser un escritor omnipresente, tampoco quiere abandonar ni al lector ni a
su héroe y por este motivo les va presentando,
aunque sea de modo discreto, todas las pistas necesarias para que ambos- lector y héroe- puedan
“descubrir” la realidad que les rodea. Sin embargo, la ingenuidad del capitán
americano terminará confundiendo incluso al lector, el cual acaba obviando la verdad para asumir en su lugar el punto de vista del amable Delano y pondrá a prueba –aunque sea de forma metafórica- la paciencia de su
creador.
Fundamentalmente son tres los prejuicios que
impiden a Delano valorar la situación real correctamente.
El primero, el
originado por la eterna lucha entre lo viejo y lo nuevo. Lo pasado y lo que viene. Lo moribundo y lo recién nacido. Las
fuerzas imperiales españolas que han estado rigiendo el mundo durante cerca de
trescientos años, se aproximan de forma inexorable a su fin. La nueva potencia, imbuida del optimismo que el vigor le otorga,
sólo ve decadencia
en lo pasado.
El viejo imperio español, representado por don
Benito y su barco, se desmorona. Melville describe al San Dominick, el buque de
Cereno, como “Un voluminoso y, en su
momento excelente navío de los que aún se podían encontrar en aquellos días, de
vez en cuando, por esos mares. Naves anticuadas cargadas de tesoros de Acapulco
o fragatas retiradas de la Armada real española, que, como arruinados palacios
italianos, a pesar de la decadencia de sus propietarios, conservaban todavía
vestigios de su apariencia original. (Pg.10)” (…) “Pero la principal reliquia de su grandeza venida a menos era el amplio
óvalo de la pieza de popa, intrincadamente tallado con los escudos de “Castilla
y León (…)” (Pg.11)
Como muy bien acierta a mostrar Melville a
través de las diferentes actitudes de cada uno de los dos capitanes en su
primer encuentro, la melancolía enfermiza del Viejo Mundo se verá arrollada por
el entusiasmo fulgurante del Nuevo. Las alusiones al aspecto enfermizo, melancólico y triste de Don Benito y a su actitud pasiva y ausente serán una constante en las reflexiones interiores de Delano que se debate entre el asombro que la incomprensión provoca y el sentimiento de la caridad como único recurso para aceptar aquello que no se entiende.
“Abriéndose paso
entre la multitud, el americano avanzó hacia el español dándole muestras de su
solidaridad y ofreciéndole toda la ayuda que estuviera a su alcance, a lo que
el español respondía tan sólo con graves y formales muestras de agradecimiento,
empañada su ceremoniosidad hispánica por un taciturno estado de ánimo mezclado
con un precario estado de salud.” (pg.15).
El pragmatismo de Delano se opone a la ceremoniosidad de Don Benito:
“Pero sin perder
tiempo en meros cumplidos, el capitán Delano, volviendo al portalón, mandó
subir el cesto de pescado, (…) y ordenó a sus hombres que volvieran al velero y
trajeran tanta agua como pudiera transportar la barca ballenera, junto a todo
el pan tierno que tuviera el mayordomo, todas las calabazas que quedaran a
bordo, una caja de azúcar y una docena de sus botellas de sidras personales.” (Pg. 15)
Pese a todo, Melville no oculta al lector las
dudas que le asaltan acerca del carácter en el que las nuevas fuerzas del
poder mundial se asientan, que se define especialmente por su extrema ingenuidad. En la página 8, Melville describe a su personaje
Delano, figura simbólica que encarna a la Nueva Potencia Americana:
“Considerando la soledad y el desamparo del
lugar, y la clase de historias que en aquellos días se asociaban a esos mares,
la sorpresa del capitán Delano se hubiera trocado en intranquilidad de no haber
sido éste una persona de naturaleza singularmente confiada, que no tendía,
excepto a causa de extraordinarios y reiterados motivos, y aun así
difícilmente, a permitirse sentimientos de alarma que implicaran de alguna
manera la imputación de perversa maldad en el prójimo. A la vista de todo lo
que es capaz el género humano, mejor será dejar en manos de los entendidos
determinar si tal característica supone, junto con un corazón benevolente, algo
más que la normal rapidez y precisión en la percepción intelectual.
Como puede observarse, el héroe de Melville
– Delano- no tiene nada que ver con los héroes esforzados y valientes de la
antigua Grecia que por atreverse se atrevían incluso a desafiar a los dioses.
Delano, es lo que podríamos llamar un “tonto con suerte… y con recursos". Imagen
que, todo hay que decirlo, parece profética porque lo cierto es que los
americanos seguirán repartiendo víveres y no sólo en las novelas.
A la hora de analizar cualquier imperio ha de tomarse en consideración
aquello que se posee sobradamente y aquello que resulta insuficiente. El nuevo imperio que nace se caracteriza por sus ideales y sus sensiblerías
puritanas que, como asegura Delano, convierten “sus críticas en
compasión.” (Pg.27)
Si esto constituye su gran virtud también
representa su gran peligro. Se trata de un optimismo infantil, idealista y romántico que,
como bien muestra Melville, aunque a veces le salve de la maldad puede conducirle igualmente al precipicio por no saber analizar a tiempo y correctamente la
situación concreta en la que se encuentra. En este sentido, Melville dibuja a
la sociedad americana, encarnada en Delano, como una sociedad confiada en
exceso que se apresura a socorrer al necesitado antes incluso de que éste lo
solicite, no importa ni cómo ni cuándo y a la que sólo un milagro de último
momento puede salvar de perecer en manos del mal sin que ello consiga –al
mismo tiempo- hacer tambalear su entusiasmo.
“Sí,
ya sé que todo es obra de la Providencia, pero aquella mañana, mi ánimo era más
plácido de lo acostumbrado, y el espectáculo más aparente que real, unió a mi
buen talante la compasión y la caridad entrelazándolas felizmente a las tres.
(…) Además, esos sentimientos de los que os he hablado me permitieron superar
mi momentánea desconfianza, en circunstancias en que una mayor agudeza me
hubiera podido costar la vida sin poder salvar la de los demás. Solo al final
me ganaron las sospechas y ya sabéis cuán lejos resultaron estar de la
realidad.” (Pg.123/124)
Justamente porque
ese optimismo está basado en la confianza infantil ante la vida y en sensiblerías
cristianas más que en el deseo de saber y en la práctica de la desconfianza a los
que la ilustración europea invitaba, es por lo que dicho optimismo está
condenado desde sus propias raíces a transformarse posteriormente en el cinismo
o en la ingenuidad, de la que se lamentaba David Foster Wallace. El lema
americano podría expresarse de la siguiente manera: “Puesto que la vida está de
nuestra parte, nos corresponde a nosotros sacarla adelante y no hay duda de que vamos a conseguirlo.”. A partir de ahí,
América será el único sitio de la Tierra donde los sueños pueden convertirse en
realidad. Esto es sumamente fácil de conseguir, afirman, si el individuo, cualquier individuo, lucha por ellos , es decir, si es
capaz de pensar “en positivo”. (Y por construir, construirán incluso su propia
fábrica de sueños: Hollywood.)
La tragedia a la que todos los autores aluden
una y otra vez descansa en la incapacidad de reacción del
americano cuando los hechos le presenten una y otra vez la cruda realidad. En lugar de enfrentarse a ella, el americano preferirá refugiarse bien en la
fantasía de los sueños o bien en la impudicia –manifestaciones, en cualquier caso, del infantilismo
o del cinismo. Y al comprender que ni la una ni la otra postura representan
auténticas soluciones, no dudará en subirse a los vehículos supersónicos del
alcohol y de las drogas que lo dirigirán recto y seguro a la autodestrucción. Es el
último recurso de una vida que es incapaz de asumir que ni los sueños que una
vez soñó ni la realidad que una vez incluso acertó a ver, existen en otro lugar
que no sea su imaginación. No es por tanto de extrañar que siguiendo ese mismo camino también pueda llegar a
la conclusión de que si lo que distinguió no existe, sí puede existir aquello que
no ve y de este modo el individuo termine cayendo no sólo en la fantasía
(mística, marciana o psicopática) sino en la obsesiva manía por las teorías conspiratorias en sus más variados aspectos,
que poco tienen en común con la sana desconfianza ilustrada pero que permiten que el individuo dote él mismo de una explicación a la realidad que habita y por la que se siente desbordado. Es la misma idea repetitiva que escucho desde hace un tiempo- apoyándose, para mi estupor, !en la teoría cuántica!- según la cual "existe todo aquello que se ve", para a continuación aceptar que "se ve lo que se quiere ver" (derivado tal vez, de la premisa "pensar en positivo") y terminar concluyendo sin ruborizase que "existe lo que se quiere ver". A partir de ahí el siempre difícil y peligroso "camino de la verdad" queda cerrado "por defunción" y se abre la atrayente y entretenida "senda de la sugestión" que se caracteriza por ser, como su propio nombre indica, sugestiva y fascinante -incluso cuando recurre a los recursos del grito y del llanto- a fin de conseguir que los demás también vean lo que uno ve.
En conclusión: el
Nuevo Imperio que acaba de nacer adolece de la
fría y serena pasión por la verdad: esa que induce a descorrer, cueste lo
que cueste, los velos tras los cuales ésta se oculta. Melville – para que nadie
pueda dudar - le presenta la verdad a Delano con total nitidez desde el principio
sin que éste se preocupe tan siquiera por trascender lo aparente para llegar a
lo oculto de forma que los distintos elementos puedan ser ordenados
adecuadamente: desorden, abandono, anarquía, las armas en manos de los
esclavos, las agresiones que los jóvenes marinos españoles sufren a manos de
los negros sin que éstos sean castigados o tan siquiera reprendidos por su
conducta; Incluso el deseo de ayudar no entraña simplemente, aunque ni el mismo Delano sea
consciente de ello al pronunciar sus palabras, el sentimiento
fraternal a la humanidad sino también la superioridad frente al necesitado.
“Tales eran los
pensamientos del americano. Tranquilizadores. No era lo mismo imaginar a don
Benito manejando secretamente el destino del capitán Delano que al capitán Delano
solucionando abiertamente el de Don Benito” (Pg.46)
El segundo tipo
de prejuicio contiene dos aspectos. Uno,
el racismo romántico y otro el clasismo pragmático.
Por un lado, a
Delano le ciega el mismo erróneo prejuicio que posiblemente cegó a Alejandro
Aranda y que conecta las teoría romántica del “buen salvaje” con las teorías
racistas, según las cuales los débiles o son débiles en función de su bondad o
en función de su constitución. En cualquier caso, débiles por naturaleza y no por su situación y por
tanto no hay peligro de que los débiles quieran tomar el mando en el momento en
que las circunstancias sean apropiadas para ello. Por eso no es de extrañar que
cuando Delano vea a una de las mujeres negras que están a bordo del San
Dominick besando a su hijo piense: “he
aquí a la naturaleza desnuda, pura terneza y amor. (…) Salvajes como panteras y
tiernas como palomas (…) éstas son posiblemente algunas de las mismas mujeres
que vio Ledyard en Africa y de quienes hizo tan noble relato” (Pg.52)
Melville, a su vez, se permite una pequeña
broma y no duda en seguir las disquisiciones de Amasa Delano poniendo así a
prueba el sentido común (y el alcance de los prejuicios) del lector.
“Cuando a ello se
le suma la docilidad que surge de la humilde complacencia de una mente limitada
y esa propensión a encariñarse ciegamente que es a veces innata en seres
indiscutiblemente inferiores, se hace fácil comprender por qué esos
hipocondríacos Johnson y Byron, posiblemente bastante paecidos al hipocondríaco
don Benito, se encariñaron de sus criados negros, Barber y Fletcher, casi hasta
la total exclusión de la raza blanca. Entonces, si hay en el negro algo que le
libra de que las mentes más cínicas o insanas le inflijan su resentimiento,
¿cómo influirán sus más atractivas cualidades en una mente benévola? Y cuando
las cuestiones externas se hallaban en harmonía, la mente del capitán Delano no
es que fuera benévola, era familiar y jovial.” (pg.70)
Los hechos se encargarán de demostrar la
falacia de este párrafo. En este sentido es igualmente significativa la
diferencia que Melville establece entre los dos cadáveres que se dejan
expuestos al público. El uno es el de Alejandro Aranda. Debajo de su esqueleto
hay una frase que reza: “Seguid a vuestro jefe”. El otro es el del negro Babo
cuya cabeza, después de ajusticiado y quemado su cuerpo, cuelga de un poste
conservando su mirada desafiante. No sólo el imperio español llega a su fin.
También el imperio de la raza blanca lo hace.
El otro prejuicio
que convive junto con lo anterior, nace de la propia naturaleza de la
revolución industrial. Junto al racismo de la vieja y moribunda sociedad
agrícola se alza el clasismo funcional, según el cual cada uno ocupa el lugar
que le corresponde en función de su capacidad y (como siempre) de su
naturaleza.
“Hay algo especial
en los negros que los hace particularmente aptos para las tareas de asistente
personal. La mayoría de negros son ayudas de cámara o peluqueros natos y
manejan el peine y el cepillo como si fueran castañuelas y, aparentemente casi
castañuelas. Poseen, además una gentil discreción en la forma de desempeñar su
tarea, junto a una maravillosa, silenciosa, deslizante presteza tan grácil en
sus maneras (…)” (Pg.69/70)
Por lo demás, la sociedad industrial no
muestra ningún reparo a la hora de considerar a todos los hombres, hombres. Esto
explica el hecho de que a Delano no le sorprenda – para desesperación de
Melville- que hayan muerto más blancos que negros a causa del escorbuto, una
enfermedad causada por la falta de vitaminas. “El escorbuto, junto con las fiebres, habían barrido gran número de
ellos, más especialmente de españoles.” (Pg.12) Si Melville no hubiera
ejercido de simple “apuntador” sino de maestro le hubiera tenido que preguntar
cómo podía de verdad creer por un instante que los poseedores de las frutas y
verduras las compartieran con los sirvientes en momentos de extrema precariedad.
Tampoco le preocupa que los esclavos negros se muevan libremente por la
cubierta y que esclavos y marinos le relaten en un “una misma lengua y con voz unánime” (Pg.12) todas las vicisitudes
de la travesía. Es cierto que a veces le molesta la desfachatez de Babo al
responder por considerar que eso excede su posición social,, pero enseguida
encuentra una disculpa a esta actitud. Incluso se reprocha a sí mismo el
haberse sentido molesto con la reserva que le muestra don Benito, cuando lo
cierto es que también se la muestra a su fiel sirviente Babo (Pg18). En cambio,
lo que una y otra vez le indigna es que el barco se encuentre en estado de abandono
y carezca de la disciplina adecuada y necesaria para hacer posible su buen
funcionamiento. El sistema industrial está transformando la sociedad. Los
hombres que se necesitan son hombres hechos a sí mismos, curtidos por la vida y
que han ido ascendiendo en la escala social por sus cualidades innatas y no por
su nacimiento. Cuando Delano reflexiona sobre la ineptitud de don Benito se
pregunta “¿Cómo extrañarse de su
incompetencia siendo joven, enfermo y aristócrata al mismo tiempo?” (Pg.27)
En este punto debemos detenernos a analizar
el papel que desempeña Babo dentro
de la novela.
-
Por un lado cabría pensar que Babo encarna el normal y justo deseo de
liberación del oprimido. Por tanto es comprensible que aproveche la primera
ocasión que se le presenta para tomar por la fuerza el mando del barco. ¿Acaso
existe algún otro medio?
Desde este punto de vista
considerado, Babo sería una figura positiva. Un libertador de su pueblo, un
líder nato que se preocupa no sólo por salvarse él sino a todo su pueblo de una
esclavitud tan ignominiosa como injusta.
- Sin embargo, Babo no simboliza ninguna figura positiva. Su objetivo no
es conquistar la libertad sino dedicarse a la piratería. Lo que le guía no es
el anhelo de libertad y la indignación ante la injusticia sino el ansia de
conquista, la ambición de poder y de dominio, cueste lo que cueste. Y lo
terrible, lo verdaderamente maligno en él, es la forma en la que oculta sus
viles intenciones. Nuevamente nos encontramos ante lo que ya comentamos en
nuestros anteriores Blogs. (Véanse “V
“Contrapunto” (1928) Huxley y Nietzsche. Ilustración el duro equilibrio
entre la Razón y las emociones” y “VI
“Contrapunto” (1928) Huxley y las fuerzas oscuras del romanticismo. La era
de los nacionalismos y de la Mística”, aparecidos el 5 de Junio del 2013 y
el 3 de Octubre del 2013, respectivamente)
La irracionalidad se ha
apropiado de los métodos racionales para conseguir sus objetivos. Las palabras
no sirven para llegar a la verdad sino para falsearlas. Babo habla de él en tercera persona para alejarse de su comentario “(…) pero el pobre Babo, en su tierra natal, no era más que un pobre
esclavo; Babo era esclavo de un negro como ahora lo es de un blanco.” (Pg.34)
“¿Cuándo se repondrá el amo de su enfermedad? Es tan sólo su amarga enfermedad
la que le agría el corazón y hace que trate así a Babo, cortando a Babo con la
navaja porque Babo le había hecho sin querer, un pequeño arañazo (…) (Pg.77)
Así aunque Babo no se queje abiertamente y aunque incluso excuse al que aparentemente le ha
causado la afrenta ("aparente" porque aunque todos crean a Babo, Babo miente), sus palabras inducen a la compasión de las almas buenas, no a la sospecha de que pueda tratase de un engaño. El
victimismo encubierto provoca que las almas honestas –y estas son la mayoría-
sientan lástima por el “bueno” de Babo a quien tan duramente
maltrata el destino. En lo que a su actitud externa se refiere, ésta se caracteriza por
la asunción de parámetros racionales y adecuados que tan sólo ocultan
intenciones oscuras y perversas. Recordemos que Babo es el único de toda la
tripulación que mantiene, en medio del caos y desorden que reinan en el San
Dominick, su comportamiento firme y honesto. Babo aparece siempre dispuesto a
proteger y ayudar al enfermizo y débil Benito Cereno y no se aparta ni un
momento de él y soportando con loable estoicismo el carácter cambiante de su
amo.
Este tipo de maldad –la encubierta- ha existido desde siempre. Lo que la convierte en
peligrosa es el perfeccionamiento de su puesta en práctica, la sofisticación de
los argumentos que utiliza para alcanzar sus fines y sobre todo, la irracionalidad de sus actos. El barco no tiene timonel
porque lo han asesinado. La maldad de Babo es una maldad que no piensa; la racionalidad
que ejercita va encaminada simplemente a superar el momento. Babo no
pretende conquistar nuevos territorios ni disfrutar de su recuperada libertad.
Babo no quiere nada en especial. Es cierto que pretende ser capitán de dos navíos
apoderándose con nocturnidad y alevosía del barco de Amasa Delano. Sin embargo,
no explica qué quiere hacer con ellos. El mismo
Delano ha contado que la plata que hay en su barco no es mucha. En
realidad Babo no busca nada que no sea la destrucción misma; el uso de la
violencia por su simple uso. Por eso no es de extrañar que de haber alcanzado
su objetivo no hubiera sabido qué hacer salvo seguir atacando y matando. Es
esto quizás lo que Melville, en boca de don Benito Cereno, denomina “la
sombra del negro”. El sentimiento de asco, de hastío, de amargura, que provoca
la maldad gratuita es un sentimiento del que a duras penas podemos deshacernos
y que pone a prueba tanto nuestra integridad moral como nuestro equilibrio
mental. Cualquier hombre razonable puede entender –aunque no esté de acuerdo-
que la maldad se ejerza para alcanzar un objetivo por extraño e inverosímil que
parezca; pero cuando la práctica de la maldad sólo va acompañada de la maldad
misma ¿qué persona en su sano juicio puede entenderlo? Lo que lleva a la muerte a
don Benito no es sólo la imposibilidad de olvidar; es también su incapacidad
para comprender la irracionalidad de lo acontecido. La reacción de Amasa Delano, en cambio, es
totalmente contraria. Como hemos visto el americano no es un ilustrado. Su
interés por entender la verdad, por ordenarla, es limitado. A él le impulsa el
pragmatismo. Lo pasado pasado está: ¿para qué pues detenerse en él? Hay que
seguir adelante. Lamentablemente, este “seguir adelante” se le irá haciendo
cada vez más difícil y más pesado, hasta llegar un momento en que se encontrará
irremediablemente perdido. Don Benito ha muerto y lo único que quedará será la
mirada desafiante de ese Babo que ni aún muerto desaparece. “La sombra del
negro” es la sombra del mal y esa sombra irá acrecentándose a medida que pase
el tiempo. En este sentido, la obra de Melville es profética. La sombra del mal
se proyectará en medio mundo y causará estragos impensables sin otro objetivo que no sea
el mal por el mal.
El tercer tipo
de prejuicio que ciega a Delano es aquél que sostiene que el individuo superior
puede hacer frente a la masa sostenido exclusivamente por su inteligencia y por
su integridad moral.
A lo largo del libro, Delano no deja de
recriminar a don Benito su falta de autoridad, su incapacidad para poner orden
en su barco tanto como la falta de cortesía en sus maneras y la indiferencia
cuando no la rudeza hacia su visitante. Es precisamente la frialdad de sus
maneras unida a la aparente incapacidad del capitán español para gobernar a su
barco y a la tripulación la que lleva
una y otra vez a Delano a desconfiar de
él. Bien es cierto que lo ve enfermo y agotado pero, en opinión del americano, el
hombre que ocupa una posición de responsabilidad como es la de capitán ha de
estar por encima de sus debilidades corporales
e incluso anímicas. Ha de ser capaz de sobrellevarlas de tal manera que
no le impidan ejercer sus funciones. De ahí que unas veces considere a don Benito un impostor, un
pirata, que se hace pasar por un capitán español de alcurnia y otras veces un
capitán de paja. Delano menosprecia la actitud confusa de Cereno tanto como su
falta de dominio sobre sí mismo y sobre tripulación. Por el contrario la
conducta “correcta y firme” (Pg.17) de Babo le complace enormemente. A
los cuidados de Babo es a lo que hay que agradecer que el capitán siga vivo en
medio del caos general.
Es nuevamente Melville el que muestra al
lector que el viejo héroe individual - encarnado por don Benito - está a punto
de morir solo e incomprendido. Aunque,
caso dudoso, alguna vez pudiera, ya no le es posible seguir haciendo
frente por sí sólo a los conflictos que los nuevos tiempos plantean. Es cierto
que Delano reconoce que fue don Benito quien salvó su vida sin que él lo supiera ni lo hubiera
pedido. A lo que el español replica que a Delano lo ha salvado Dios y a él Delano. Lo que el capitán americano no puede evitar es reprochar a Cereno que
muera, que se empeñe en morir, a pesar de que los problemas se han solucionado
felizmente. Delano no entiende esa renuncia, casi voluntaria, a la vida. La sombra del negro es alargada pero frente a la fuerza vital, Amasa la considera inefectiva. Lo que el americano todavía ignora es que dicha sombra, la sombra del mal irracional, se alimenta de las energías positivas. De esas que resultan imprescindibles para que la vida pueda convertirse en un hacer y en un camino, lo cual únicamente puede conseguirse a través de un actuar honestamente razonado y ello incluye reflexionar acerca de la existencia desde el pesimismo. El cargar con la verdad radical, pensada y reflectiva constituye un elemento de esencial importancia para evitar que la vida se convierta en un espejismo y la noche termina cubriendo cualquier resquicio de luz. Ese cargar con la verdad y caminar con ella es la cruz a la que toda persona ha de enfrentarse si quiere ser realmente persona y no una máscara.
-Vos generalizáis,
don Benito, y muy lúgubremente. Pero lo pasado, pasado está. ¿Por qué moralizar
sobre ello? Olvidadlo. Ved: el radiante sol ya todo lo ha olvidado (…) ¡Os
habéis salvado, don Benito! –exclamó entonces el capitán Delano cada vez más asombrado y entristecido.
(Pg.124/125)
La novela acaba sin que Delano llegue a entender la actitud pesimista de Cereno. Los malos han sido apresados. Los buenos han vencido. ¿A qué se debe entonces la tristeza insuperable de don Benito, que lo conduce a la muerte? Nadie le explica los motivos. Ni siquiera el autor lo hace. Lo cierto, es que Melville
no quiere destruir a su héroe que - aunque tonto, no deja de ser un buen chico
que ama a la vida y que tiene, por tanto, derecho a disfrutar de su existencia…
al menos hasta que la existencia misma lo despierte con jarros de agua fría.
¿Qué hacer cuando los sueños y la capacidad
de soñar han muerto? ¿Qué hacer cuando la reflexión y la capacidad de
reflexionar se han atrofiado? Las pesadillas, la irracionalidad y la
destrucción son una posibilidad. La otra, el esfuerzo heroico por introducirnos
en el mundo de un conocimiento que lejos de estar encerrado en un laboratorio,
como denunciaba Goethe, o de empacharnos, como criticaba Nietzsche, sirva a la
vida. Es necesario ejercitar la reflexión individual y ello, como apuntan Voltaire y otros muchos, sólo es posible con
nuestro propio trabajo. Exige valor y arrojo. Samuel Bellow en su ensayo “El tesoro sellado” [aparecido en 1960
y recogido en “Todo cuenta. Del pasado
remoto al futuro incierto” en la edición de 2007, de la editorial
“Contemporánea ¡de bolsillo”, (traductor: Benito Gómez Ibáñez)] cuenta que visitó Illinois y preguntó qué solían hacer allí sus habitantes. La respuesta que
recibió fue que aparte de trabajar, ver la tele y jugar al béisbol la gente de
Illinois no hacía nada. “Aquí no hay nada
que hacer, ni en ninguna otra parte de “Ellenois”. Es un aburrimiento” (Pg.83)
Al escuchar ésto, Bellow no conseguía salir de su asombro “¿Acaso los nuevos objetos habían absorbido por completo la vitalidad
de todas aquellas personas?”, se preguntaba.
Al ir a las bibliotecas observó, sin embargo, que la buena literatura
estaba muy solicitada. Ello le llevó a preguntarse con quiénes comentarían esos
lectores las obras qué leían porque lo cierto es que la vida cotidiana –se dijo
a sí mismo- no les ofrecía muchas ocasiones para hablar de Platón o de Proust. “En Illinois, la inteligencia o la cultura
tenía que ser necesariamente un secreto, casi un vicio íntimo” (pg.84). La
conclusión a la que llegó Bellow es que aunque la cultura se hubiera refugiado en
el ámbito privado, no se había perdido. “Esta sociedad, con sus tiránicos productos”
- afirma - “nos condiciona pero no puede
desnaturalizarnos totalmente.” (Pg. 84)
La obra de Melville explica que la confianza infantil es la raíz en la que se apoya el actuar americano. La desaparición de esta confianza le sumirá en la angustia por el sinsentido
de la existencia, de "su" existencia, y provocará en él las tendencias autodestructivas de las que los posteriores escritores dan cuenta. Las palabras de Bellow, sin embargo, arrojan luz para encontrar un camino que ni Foster Wallace ni la gran mayoría de los autores supieron ver. Me ha parecido
imprescindible transcribir el párrafo.
“D. H. Lawrence
expone la cuestión con claridad meridiana: <El corazón comprensivo está
desgarrado –escribe-. Nos tapamos la nariz para no oler nuestra mutua
pestilencia>. Es decir, no nos resulta fácil aceptar nuestra propia
existencia individual ni la de los demás. Y eso es culpa de nuestra moderna
civilización, añade. No tenemos más remedio que estar de acuerdo en principio,
pero el asunto es tan serio que debemos tener cuidado para no exagerar. Nos va
la vida en ello. Sí, hay buenos motivos para la repulsión y el miedo. Pero la
repulsión y el miedo empañan nuestro juicio. La angustia rompe la proporción de
las cosas, y el sufrimiento hace que perdamos la perspectiva.
Habría que ser
optimista hasta el punto de la imbecilidad para enarbolar el estandarte de la
Afirmación y decir < Sí, sí> a voz en grito contra el amplio trasfondo de
los <No>. Pues el corazón comprensivo está desgarrado algunas veces, pero
no siempre. Es temerario decir “desgarrado”; es absurdo decir “entero y perfecto”.
En ambos extremos tenemos el blanco y negro de la paranoia. (…)
El enorme incremento de la población parece haber empequeñecido al individuo. Lo mismo que la física y astronomía modernas. Pero podemos situarnos entre una grandeza ficticia y una falsa insignificancia. Al menos
podemos dejar de presentarnos una imagen tergiversada de nosotros mismos y
comprender que en este mundo sólo podemos ser humanos. Estamos provisionalmente
tocados por el milagro y se nos va un poco la cabeza.” (Pg.88)
En un mundo en el que a los individuos se nos enfrenta diariamente a problemas globales que trascienden y superan nuestra capacidad de comprensión y reacción, no estaría de más que aprendierámos a concentrar nuestras fuerzas y nuestros ideales en el pequeño mundo humano que nos rodea. A veces es más importante ayudar a una sociedad que a un imperio, más importante ayudar a una comunidad que a una sociedad, más importante ayudar a una familia que a una comunidad y, quién sabe, tal vez lo más importante para que un hombre pueda lanzarse a la aventura de ayudar a otro hombre sea antes que nada estar en posicion de ayudarse a si mismo.
Hasta la semana que viene
Isabel Viñado-Gascón.
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Nota
Algunos de mis lectores suelen preguntarme
por qué mi blog se llama “El libro de la semana” cuando ni siquiera consigo
publicar todos los meses. Ello obedece a dos razones. La primera es que el
título se elige en el momento del nacimiento del blog. La ilusión por comenzar a trabajar
ciega, entonces, las condiciones reales a las que nuestra vida diaria ha de enfrentarse.
La segunda, es que no todos los libros que leo me parecen apropiados para escribir
un blog sobre ellos, un blog que permita reflexionar no ya sobre la época a la
que el escritor pertenece sino sobre nuestro
propio tiempo. En realidad, esa ha sido siempre mi intención: mostrar que las
ideas antiguas no por antiguas carecen de fuerza; que las generaciones
anteriores pueden servir de guía y de motivo de reflexión a las nuevas –sin que
esto conlleve adoptar posturas escolásticas o anclarnos en un
tradicionalismo acrítico. De ahí, también, que mi blog se concentre más en las
obras literarias que en las filosóficas: para evitar el peligro del dogmatismo.
La literatura, la buena literatura, tiene la ventaja de conducir a la reflexión
sin caer en la pretensión de alcanzar la verdad y mucho menos, crear una
corriente de pensamiento. Cada escritor es un individuo que ofrece una visión
de la sociedad en la que vive, sin aspirar –salvo muy contadas excepciones- a convertirla
en universal. En cambio el filósofo, incluso el llamado “existencialista”,
desea encontrar un sistema de pensamiento capaz de dar cuenta no sólo de “su
mundo” sino “del mundo”. De ahí que me parezca inadmisible el empeño
postmoderno del “todo vale lo mismo”, del “todo es intercambiable” y el interés
en hacer aparecer a la filosofía y a la literatura como iguales, cuando ello no
es posible. Y no es posible porque ni la metodología ni los fines de una y otra
lo permiten. Reconozco que suena bien y que incluso algunos filósofos han
concedido más importancia a obras literarias determinadas que a sistemas
filosóficos. Esto es un doble error y ello porque la obra literaria no sólo
ofrece una visión subjetiva del mundo sino que además tampoco intenta superar
dicha visión subjetiva. Sin embargo, cuando el filósofo postmoderno se apoya en
una obra literaria, le está confiriendo un carácter universal y dogmático
trasgrediendo, con ello, la verdadera esencia de la buena obra literaria y
negando, al mismo tiempo, el auténtico carácter de la filosofía: esto es la
búsqueda metodológica y científica de la Verdad. La filosofía – aunque muchos
se obcequen en demostrar lo contrario – está más cerca de la Ciencia que de la Literatura,
o debiera esforzarse por estarlo. Tanto las hipótesis de la Filosofía como las
de la Ciencia son, al contrario de lo que sucede en la Literatura, falseables (o falsables) y sin embargo, ambas –
Filosofía y Ciencia- persisten –o debieran persistir- en su empeño por llegar
hasta la explicación final del objeto estudiado. La popularización de la
Filosofía causa tantos estragos como la popularización de la Ciencia pero del
mismo modo que la ciencia popular no destruye la verdadera Ciencia, el hecho de
que existan autores que ofrezcan su visión particular del mundo revestida de
premisas filosóficas no debiera servir de excusa para despojar a la auténtica Filosofía de su verdadera esencia ni convertirla en Literatura.
Hasta la próxima semana
Isabel Viñado-Gascón