En esta narración el autor cuenta su
experiencia en un pueblo del interior de Rusia: uno de esos lugares perdidos en
el interior de los bosques rusos en los que nunca hace calor y en los que sólo
se escucha el murmullo de las hojas. Solschenizyn explica que tras su regreso
del ardiente desierto en 1953 busca voluntariamente un trabajo como maestro de
matemáticas para enterrarse allí. Su solicitud causa desconcierto porque todos
quieren ir a la ciudad. Finalmente obtiene un puesto en Wyssokoje Pole. La
crítica del autor al sistema político que impera en ese momento no se hace
esperar. En vez de encontrar un pueblo idílico, dedicado a las tareas tradicionales,
Solschenizyn descubre una colonia en la que no hay ninguna panadería y que los
habitantes compran los alimentos en la ciudad más próxima y los llevan hasta
sus casas arrastrándolos en sacos. Los bosques otrora frondosos han
desaparecido y se dedican a la producción de turba. El humo de la chimenea de
la fábrica sobresale entre los tejados y pequeñas locomotoras arrastran vagones
cargados del carbón vegetal. A pesar del combustible, las gentes se ven
obligadas a robarlo. Sólo los principales del pueblo y de la ciudad lo
obtienen. Por las noches los escándalos y la bebida se dan cita y el brillo de
cuchillos palidece entre las costillas de algún borracho. Las casas construidas
son barracas en las que alquilar una habitación resulta imposible. El sueño de
un refugio tranquilo se ha esfumado incluso antes de haber comenzado. Después
de grandes dificultades encuentra un alojamiento en Talnowo, un pueblo próximo.
No ha sido fácil. A pesar de que tiene un sueldo fijo y que recibirá un
cargamento entero de turba para calentarse durante el invierno, la escasez de
vivienda hace imposible alojarle. Lo consigue en casa de Matriona: una mujer
enferma y sola que no entiende muy bien por qué quiere vivir en las condiciones
tan míseras de su cabaña. Además de ellos dos, dice, viven un gato, ratones y
cucarachas. El horno calienta pero no cocina homogéneamente. La comida básica
son las patatas. La más grande la recibe él, la mediana Matriona y la más
pequeña, la cabra. Comer, se come dos veces al día, como en el frente. La
personalidad de Matriona cautiva al autor. Se dedica a ayudar a los demás sin
cobrar nada a cambio. Los parientes la evitan. Su marido está ausente desde
hace doce años. A pesar de estar enferma no cobra invalidez. Pese a todo,
siempre parece tranquila. Su método para conseguir estar siempre de buen humor
es el trabajo. Constantemente está atareada. Va al bosque a recoger ramas para
el invierno porque sabe que el camión de turba que le van a dar al maestro no
será suficiente en un clima tan duro. Poco a poco va recibiendo visitas
de los parientes y antiguos amigos debido al dinero que ahora recibe del alquiler. De alguna manera todos en el
pueblo son parientes. El nepotismo no es algo que el nuevo régimen haya hecho
desaparecer y así, Faddej, el cuñado de
Matriona aparece para pedirle al maestro que apruebe a su hijo. Al negarse éste,
Matriona se enfada. Faddej, además de ser el hermano de Jefim, su marido, fue
también su primer amante. Se casó con Jefim pensando que Faddej había muerto en
la guerra. Cuando Faddej regresó y la vió casada con su hermano, buscó como
esposa a una mujer también llamada Matriona a la que nunca ha dejado de pegar y
maltratar. Sin embargo, Faddej ha tenido seis hijos con su mujer mientras que
Matriona no ha tenido ninguno. Por ese motivo le pidió a la segunda Matriona
que le dejara como hija a Kira, la más pequeña de los seis hijos y la ha criado
como suya propia. Poco antes de la llegada del maestro, Kira se ha casado con
un maquinista. Faddej quiere que Matriona le regale a Kira la mejor habitación
de su casa. Y aquí comienzan los problemas. Lo que debiera haberse hecho en dos
viajes se pretende hacer en uno. Matriona se empeña en seguirlos. Por si fuera
poco, antes de iniciar el viaje, el conductor bebe hasta llegar a estar
borracho. En las vías del tren se produce una colisión. El tractorista, un hijo
de Faddej y Matriona mueren en el acto. Una amiga de Matriona, Mascha, se
presenta en su casa para darle las condolencias al maestro y de paso pedirle un
jersey de Matriona para su hija, antes de que aparezcan los parientes a
llevarse el resto, lo que, en efecto, sucede a la mañana siguiente entre
llantos y lamentaciones. Hasta el último objeto es repartido. Faddej tampoco se
olvida de la sala de Matriona para su hija y consigue la autorización para
recuperarla y llevarla a su destino. Sin embargo, ni una sola voz se alza para
alabar a Matriona. Al contrario, todos se refieren a ella con desprecio. Jefim,
el marido de Matriona, no está muerto. Al contrario que Matriona, que amaba la
vida campesina, él anhelaba la cultura. En uno de sus viajes a la ciudad
encontró trabajo y se quedó allí. Lejos de reprochar su conducta, los parientes
le alaban su elección. Matriona nunca había ahorrado, nunca había poseído nada
suyo. No tenía ni siquiera lo que tenía todo el mundo: un cerdo. La ropa no le
interesaba en absoluto. Incomprendida, escribe Solschenizyn, había enterrado a
seis hijos, había sido considerada por los demás como una persona ridícula, lo
suficientemente tonta como para ir a trabajar gratis para otros y lo único que
le había quedado al final era una sucia cabra y un gato cojo. Y termina
escribiendo: “Habíamos vivido junto a ella sin comprender que se trataba de
aquélla justa sin la que ningún pueblo puede subsistir. Y ninguna ciudad. Y ni
nuestro país entero.”
Comentario
En principio esta narración estaba destinada
a convertirse en el blog de Febrero pero aclarar mis ideas al respecto me ha
llevado más tiempo de lo que yo creía. Fundamentalmente dos son las tesis que
aparecen recogidas en el texto. Una, la de que el nuevo sistema político-económico
ruso: el bolchevique, no había mejorado las condiciones del pueblo más bien
todo lo contrario. La segunda, la que aparece recogida en las últimas líneas:
la de que una sociedad únicamente puede subsistir con el absoluto
desprendimiento material.
El análisis de la primera consideración no
presentaba grandes dificultades. Si no fuera por la constante alusión del autor
a las fábricas y a la máquina de tren,
podría pensarse que se trata de una descripción de la vida de Rusia en la Edad
Media. En efecto, la suerte de los ciudadanos rusos seguía siendo igual de precaria
sencillamente porque el nuevo sistema había asentado sus bases en los mismos
pilares que el zarismo. A decir: el totalitarismo.
La novedad del sistema bolchevique con respecto al anterior régimen es la imposición irracional de la técnica, que destruye la naturaleza y convierte a los habitantes en desarraigados en su propia tierra porque no ellos sino los otros – los poderosos, los que disponen de riqueza o de influencia o de ambas - son los únicos que pueden beneficiarse de sus ventajas. A la población le resta la contaminación y la miseria a las que la pérdida de sus ocupaciones tradicionales les condena. La industria y la técnica sólo han traído una nueva forma de opresión: nuevos esclavos, nuevos siervos de la gleba encadenados a una tierra que no les pertenece salvo para trabajarla de noche y día. Otros son los dueños de los frutos recogidos.
La novedad del sistema bolchevique con respecto al anterior régimen es la imposición irracional de la técnica, que destruye la naturaleza y convierte a los habitantes en desarraigados en su propia tierra porque no ellos sino los otros – los poderosos, los que disponen de riqueza o de influencia o de ambas - son los únicos que pueden beneficiarse de sus ventajas. A la población le resta la contaminación y la miseria a las que la pérdida de sus ocupaciones tradicionales les condena. La industria y la técnica sólo han traído una nueva forma de opresión: nuevos esclavos, nuevos siervos de la gleba encadenados a una tierra que no les pertenece salvo para trabajarla de noche y día. Otros son los dueños de los frutos recogidos.
No nos detendremos a comentar los peligros que
el totalitarismo entraña. De sobra son conocidos: inmovilización cultural;
corrupción, miedo, desconfianza social enmascarada tras el ensamblaje un gran número de
instituciones político-sociales... Sin embargo para ser honestos en lo que se refiere a la crítica de Solschenizyn dirigida a denunciar la
insensatez de una industrialización interesada exclusivamente en el beneficio rápido
en vez de en el cuidado del planeta, hay que señalar que no debe ser dirigida únicamente al partido bolchevique o a la
sociedad rusa. Ya mucho antes Huxley, en
su novela “Contrapunto”, había remarcado que tanto el capitalismo como el
comunismo nos iban a llevar al infierno; lo único que les diferenciaba era el
modo de hacerlo: en coche privado o en autobús colectivo y los dos por la misma
razón: el consumo descabellado de los recursos del planeta que no eran ni mucho
menos inagotables.
Hasta el día de hoy no hemos conseguido resolver este problema. Peor aún, se agrava por momentos y creemos que con ocuparnos del calentamiento global del planeta ya es suficiente. Nunca fue más cierto aquello de “ver el bosque pero no ver el árbol.” En fin ¡Qué voy a decir que no sepamos ya todos!
Hasta el día de hoy no hemos conseguido resolver este problema. Peor aún, se agrava por momentos y creemos que con ocuparnos del calentamiento global del planeta ya es suficiente. Nunca fue más cierto aquello de “ver el bosque pero no ver el árbol.” En fin ¡Qué voy a decir que no sepamos ya todos!
Ha sido la segunda afirmación, la de
que una sociedad sólo se mantiene con el absoluto desinterés material, la que
me ha mantenido ocupada todo este tiempo. Me gustaría explicar el proceso de reflexión seguido.
En primer lugar, me detuve en el aspecto político:
El comunismo ha caído; el liberalismo parece ser que también. Ambos sistemas se han revelado
como Huxley y Russell anticiparon dos caras de la misma moneda. Así pues abandoné la reflexión política y dirigí
mi atención al terreno social del aquí y ahora. Es cierto: Solschenizyn muestra
la avaricia de los parientes y amigos de Matriona en toda su crudeza y
exactitud. Lejos de exagerar ha descrito el reparto de los pocos bienes de la
buena mujer en su forma más racional y civilizada. Pero yo tendría que exclamar
aquí lo mismo que Johanna, en la obra de Brecht
“Die heiliger Johanna der Schlachthöfe” cuando Mauler pretende enseñarle la
inmoralidad de los trabajadores: No es su maldad lo que me muestras –exclama Johanna
enojada- ¡es su pobreza!
Aquí sucede lo mismo. A ninguno de los
personajes le ciega la codicia. El cuñado quiere la buena habitación no para él
sino para la casa que quiere construirle a su hija; el buen matrimonio que ésta ha
hecho le llena de felicidad y orgullo paterno y quiere contribuir a la
prosperidad de los jóvenes. Si comete la imprudencia de intentar llevar en una sola vez lo que
debería haber sido transportado en dos viajes ello se debe, justamente, a su
precariedad económica. Incluso después del accidente no abandona su objetivo, recupera los restos y obtiene el permiso para llevarlos a su nuevo destino. La vecina quiere el abrigo no para ella misma sino para
su hija y lo mismo sucede si hablamos del resto de los parientes. Todos ellos son padres
preocupados por sus retoños y sus condiciones de vida. Lo que le recriminan las
otras mujeres a Matriona es que ella no haya atendido a dichas necesidades básicas.
Y hasta cierto punto, pensé yo entonces, tienen razón. Si Matriona se hubiera
ocupado un poco más de la cultura, su marido no habría huido a la ciudad; si
hubiera tenido un cerdo hubiera podido comprar una vaca y a lo mejor, quién
sabe, su constitución física hubiera sido más fuerte y sus hijos no se le habrían
muerto y si su egoísmo le hubiera llevado a negarse a las pretensiones del cuñado
tal vez se habrían ahorrado incluso unas cuantas muertes.
Todas estas diatribas me llevaron a reflexionar
sobre el egoísmo. A mi modo de ver hay dos tipos de egoísmo: el infantil y el
maduro. Un niño está delante de una pastelería. Ante él se presentan decenas y
decenas de pasteles de diferentes formas, colores y sabores. El niño los quiere
todos. Así pues, compra todos los pasteles. Primero pasea por el pueblo para
que los otros niños del pueblo vean la cantidad de pasteles que lleva y luego
corre a su habitación a comérselos. Al día siguiente, el niño no acude al
colegio. Está empachado. Sin embargo, una semana más tarde, ya ha olvidado los
dolores de vientre que la ingesta masiva de pasteles le originó y vuelve
corriendo a la pastelería.
Allí se encuentra con otro niño. Ese niño
acaba de comprarse un pastel y se lo está comiendo saboreando cada mordisco con
tal ilusión que ni siquiera nota la presencia del recién llegado. El egoísta
infantil compra el resto de los pasteles sin poder evitar contemplar asombrado
a ese que se deleita en el único pastel que tiene. El otro le mira y le explica
que acaba de comprar el mejor pastel que
había en la pastelería. El egoísta infantil se lo intenta comprar, se lo
intenta quitar. Pero el egoísta maduro no permite ni lo uno ni lo otro. El egoísta
infantil llega a su casa y tira todos
los pasteles a la basura: el único que merecía la pena ya se lo ha llevado otro.
El egoísmo infantil impide la felicidad, el
egoísmo maduro la posibilita. El absoluto desprendimiento material es
imposible. No somos santos. No somos dioses. Necesitamos un hogar y si puede ser
confortable, mejor. Necesitamos pan y si puede ser tierno, mejor. Necesitamos
vestir y si puede ser con ropas calientes o con ropas frescas, según la época del año,
mejor. Y ese “mejor” ha de estar dirigido por un egoísmo maduro y cabal: un egoísmo
que nos permita apreciar y valorar lo que tenemos. No. El desprendimiento
material absoluto, confesémoslo, no es cosa de humanos.
De ahí, y sin saber muy bien por qué, pasé a
pensar en las diferencias entre los Estados Unidos y Rusia. Quizás la crisis en
Ucrania fuera la razón. No lo sé. En cualquier caso mi pregunta era por qué una
nación simbolizaba la prosperidad de la sociedad y la otra, no. Por qué en los
Estados Unidos la gente parecía más rica, más feliz y más despreocupada que en Rusia.
En realidad no hay tantas diferencias que les separen: los paisajes de ambos
estados, aun siendo distintos, contienen desiertos, valles y bosques sin hablar
de los grandes recursos de sus suelos; en Estados Unidos se bebe whisky y en
Rusia vodka; en Estados Unidos están los lobbies y en Rusia los oligarcas; los
ciudadanos de uno y otro lugar sufren injusticia sociales; muchas ciudades
americanas están tan alejadas de la realidad como las rusas; más de un lugar
estadounidenses es tan salvaje como puede serlo uno ruso; es cierto que los
rusos han sido antisemitas, pero también los americanos han sido a lo largo de
la historia grandes racistas. Sabemos que los americanos nos espían pero ¿podemos
estar seguro de que los rusos y los chinos no lo hacen? ¿Podemos estar seguros
que en este mundo no hay ningún “cotilla”, salvo los americanos? Porque yo
tengo la impresión de que la curiosidad del ser humano por lo que hace y dice
su vecino es insaciable y el mundo, no lo olvidemos, se ha convertido en un
pueblo…
Bien, pues he aquí mi problema: ¿Qué
diferencia a los Estados Unidos de Rusia? ¿Por qué uno –pese a sus limitaciones
– simboliza la alegre prosperidad y el
otro –pese a sus esfuerzos- simboliza la triste pobreza? ¿Por qué uno es el optimista "tío Sam" y la otra es " la madrecita Rusia”, remarcando “madrecita”? Pensé que en Estados Unidos los
ciudadanos participan en la sociedad a través de las diferentes organizaciones religiosas y comunales pero a
decir verdad dichas asociaciones pueden llegar a ser tan asfixiantes y
controladores como las antiguas organizaciones bolcheviques rusas. Pensé en la importancia
de la democracia y de la libertad y no me cabe que ese es un punto importante
pero termina en el momento en que un padre ha de plantearse cómo costear los
servicios sanitarios y educativos. La libertad nunca es gratis y en los Estados
Unidos ni la sanidad ni la enseñanza pública se caracterizan por su calidad. Así
pues, el problema seguía en pie.
He estado dos meses reflexionando sobre el
tema. Llegué a pensar que no resolvería jamás mi dilema. Mientras que ayer, mientras meditaba en activo –he de confesar que soy incapaz de meditar en pasivo pero me
niego a revelar lo que hacía mientras meditaba (No malpiensen. Es que sencillamente se trata de una ocupación demasiado trivial)- llegó la
respuesta.
Ayer llegué a la conclusión de que la
diferencia relevante, esencial, entre
Estados Unidos y Rusia no son ni sus estructuras ni la organización de su
sociedad. Lo que las distingue son sus héroes. Sí, sus héroes. Los héroes americanos
como Superman, Spiderman, Batman y compañía. Todos ellos son héroes que luchan
contra la maldad y la corrupción. Igual que Matriona no piensan en sí mismos pero al contrario que ella jamás se habrían enfadado porque el maestro se hubiera negado a aprobar a su perezoso sobrino.
Todos ellos son hombres que han de mantener su identidad oculta, incluso ante sus mejores amigos. Ninguno de ellos desea
utilizar sus poderes para enriquecerse porque la posesión material no les
interesa pero esto no es el axioma central de su comportamiento. El objetivo principal de todos ellos es la consecución de la justicia. Sus abuelos
comunes son Robin Hood y
Guillermo Tell. Los dos luchan contra el tirano, renunciando para conseguirlo a llevar
vidas confortables. Dicha renuncia ha de considerarse una consecuencia, no un principio.
Los rusos, en cambio, sólo tienen antihéroes.
Oblomov , por ejemplo, el
protagonista de la novela del mismo nombre de Gontscharow, es un buen chico capaz de no hacer nada durante todo
el día; el protagonista de “Almas
muertas”, de Gogol, Chíchicov, es un pícaro que disculpa su
comportamiento mostrando que el mundo está lleno de gente mucho peor que él. La
antítesis que de él introduce Gogol en la segunda parte de la novela – Murasow- es más un ideal al que aspirar
que una realidad, sin grandes consecuencias, por tanto, en el desarrollo de la
acción. Raskólnikov, el personaje de
“Crimen y Castigo” de Dostoievski es un joven apacible y
bueno al que la miseria conduce al asesinato. Nuevamente resuenan las palabras
de Brecht: “No es su maldad lo que me enseñas. Es su pobreza.”
Los rusos no tienen ningún héroe, ningún Robin Hood, ningún Guillermo Tell, ningún Superman.
Al menos ninguno conocido. Tienen a Matriona, que renuncia a los bienes
materiales y va a trabajar gratis para otros pero protesta cuando el maestro no quiere aprobar al vago de su sobrino. Tienen a tipos extraños como Rasputín y Elena Blavatsky cuyas vidas fueron, de eso no me cabe la menor duda,
tan excitantes como la de Superman, pero no tienen a Superman.
¿Cuál es la diferencia? Matriona trabaja para
los demás pero no tiene conciencia de que esté haciendo un bien a la
comunidad. No se sabe si su acto nace del amor a sus semejantes o de la incapacidad
para negarse a ayudar a cada uno que llama
a su puerta con voz de mando más que de ruego. El lector no llega a estar
seguro de si su afabilidad cuando tiene dinero nace de su deseo de ser aceptada
en la sociedad o de un auténtico desinterés por lo material. Es trabajadora, sí.
Pero todos recordamos a la figura del caballo en “Rebelión en la Granja” de George Orwell.
El personaje de Matriona es también el de un
antihéroe. Su vida no beneficia a la sociedad; permanece al margen de ella. Su actitud no hace sino perpetuar las estructuras que tradicionalmente han caracterizado al sistema ruso: basadas en las relaciones de amistad y parentesco, jerárquicas hasta el inmovilismo y económicamente ruinosas. Las
acciones de Matriona no ayudan a mejorar la justicia social ni la igualdad. Aunque todos
sus vecinos y parientes se comportaran como Matriona, aunque toda la sociedad
lo hiciera, ello no contribuiría a elevar el nivel de vida sino a aceptar
resignadamente la mala situación. Lo único que faltaría es revestir todo ello de un
sentido religioso-manipulador y decirles que no se preocupen por sus padecimientos porque serán recompensados en la otra vida. ¿Es que es
imprescindible pasar frio, hambre y esclavitud para ser recompensado? ¿Es que
la madre que va corriendo a casa de Matriona a buscar el abrigo para su hija no
será recompensada?
Lo dicho. El problema de Matriona no es de
naturaleza ni política, ni social, ni religiosa. El problema de Matriona es el de ser un antihéroe.
Seamos sinceros: el mundo no necesita santos que mueran inútilmente por él. El mundo necesita seres dispuestos a luchar con capa y espada (en los tiempos modernos, láser) por los grandes valores en cada momento y a cada instante, sin desfallecer ante los contratiempos.
Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado-Gascón.
.