Un joven sacerdote, Rossini, es torturado por un grupo de fuerzas militares durante la
dictadura argentina. Cuando está a punto de ser sodomizado, Isabel, una mujer
casada testigo de la escena, mata al jefe del grupo, cura las heridas del
sacerdote, intenta sanar su alma humillada y se convierte en su amante. La
relación carnal no durará mucho tiempo: Rossini es nombrado cardenal y debe
trasladarse a Roma. Su relación continuará a partir de entonces por carta. Se
trata de un amor espiritual, que ninguno de los dos esconde. Gracias a la ayuda
de Rossini, Raúl –el marido de Isabel - consigue ser nombrado embajador
argentino en el Vaticano. Isabel llega en primer lugar acompañada de Luisa, su
hija. En el encuentro que mantiene con Rossini le explica que está a punto de
morir de cáncer y que Luisa no es hija de Raúl sino suya.
Otras cuestiones, sin embargo, ocupan al cardenal. El
Vaticano debe hacer frente a un grave problema. Tradicionalmente el Papa se
mantenía en su cargo hasta su muerte. Con ello se pretendía salvar la
dificultad que entraña acomodar a un hombre que ha gobernado el mundo. Sin
embargo, las mayores expectativas de
vida y las posibilidades que ofrece la medicina para prolongarla en caso
de enfermedad, introducen nuevos
dilemas. Uno de ellos, el de decidir qué es mejor: mantener en la silla de
Pedro a un Papa cuya mente ya no funciona o jubilarlo. Mucho más aún en el caso, como
sucede en la novela, si ha sufrido un
infarto cerebral y se encuentra en
estado vegetal. El problema se agrava por el hecho de que el Papa no ha dejado
escrito ningún papel en el que se especifique su voluntad al respecto. La posición
de los cardenales aparece dividida. Unos defienden que Roma podría sobrevivir
sin Papa; otros consideran que aunque, en efecto, el Vaticano podría continuar
sus tareas cotidianas, el mundo católico necesita una cabeza visible al frente.
Los cardenales se deciden a dejar morir al Papa en
su cama, en vez de trasladarlo a un hospital donde sería conectado a alguna
máquina que lo mantendría en estado de coma por tiempo indefinido. Para zanjar
polémicas no dudan en mentir a los medios de comunicación y al público. Los
cardenales afirman que aunque no hay ninguna declaración escrita al respecto, el Papa en conversaciones privadas a sus
colaboradores más allegados había manifestado reiteradamente su voluntad de no
ser conectado a ninguna máquina.
En esos días uno de los ayudantes de cámara del Papa
–Claudi Stagni, alias “Fígaro”- aprovecha para robar sus diarios y venderlos
por un precio astronómico a la Prensa. Al mismo tiempo presenta un papel en el que el Papa le nombra
heredero de los diarios. Se trata de una falsificación de tanta calidad que los
peritos están convencidos de que el documento de donación es auténtico. Los
cardenales sospechan la verdad pero no pueden demostrar nada porque el
falsificador ha muerto.
El Papa, entretanto, también ha fallecido. Un cónclave
para elegir nuevo Papa se pone en marcha. Los periodistas se debaten entre
vender ejemplares o guardar los secretos que conocen. La mayor parte de las
veces intentan guardar un equilibrio entre las dos actitudes. Para el Vaticano,
suponen un arma de doble filo: pueden levantar escándalos pero también pueden
servir a la propagación de la Iglesia Católica, de manera que el trabajo
conjunto con ellos se hace tan inevitable como necesario.
Otro tema de interés que aparece en el libro es la
actitud que la Iglesia Católica ha de mantener frente al fenómeno de las
dictaduras. Mientras Rossini y otros argentinos eran torturados y desaparecían
sin dejar huellas, otros, como el cardenal Aquino, jugaban al tenis con los
hombres que ordenaban las matanzas. La justificación para consentir esta
actitud es que a veces es necesario sacrificar a los individuos en favor de la
Institución. El libro plantea pero no resuelve hasta qué punto esto ha de ser
así. Aparecen también el tema de la homosexualidad, la necesidad de dar a la
mujer un papel más relevante y las profundas crisis religiosas que a veces
sufren los hombres de Iglesia, para los cuales en ese momento las palabras no
representan más que eso: palabras.
Isabel muere reconciliada con Raúl, su marido.
Rossini decide seguir al servicio de la Iglesia sin descuidar las relaciones
con su recién conocida hija. A pesar de presentarse como candidato de paja, Rossini resulta elegiod nuevo sucesor para ocupar la silla de Pedro. Rossini, sin embargo, cumple lo pactado con sus superiores y renuncia al cargo. El nuevo Papa es el arzobispo de Milán. Pertenece
a la Orden de los Jesuitas, largos años caída en desgracia debido a la primacía
del Opus.
Suceda lo que suceda: la Iglesia Católica sigue adelante.
*************************
La temática de la novela es interesante. Resulta instructivo
que un ex sacerdote, como es Morris West, ofrezca su punto de vista de la
Iglesia. Sin embargo, mal que me pese decirlo, el autor australiano no es un
buen escritor. Lo que le salva es que tiene mucho que decir y sobre todo
presenta un gran número de temas a debatir y eso –aunque pueda parecer extraño
no es frecuente. Lo normal hoy en día es el caso contrario: autores con un
insuperable estilo literario pero sin ninguna idea que transmitir salvo el
trillado “nunca pasa nada” y “la vida no tiene sentido”.
El estilo de
Morris no brilla por su calidad. Los diálogos carecen de fuerza y no consiguen
expresar la intensidad de las emociones que embargan a los personajes. A pesar
de que una buena parte del argumento se centra en el amor entre Isabel y
Rossini y en la ira de las Madres de la Plaza
de Mayo, lo cierto es que ni el sentimiento del amor ni el de la rabia llegan
al lector con el ímpetu con el que deberían.
Es la naturaleza reflexiva de Morris la que lo
impide. La prudencia impregna su obra a la vez que transmite la impresión de que
para el autor los sentimientos pertenecen a lo más profundo del alma y que, por
tanto, no quiere, o no puede, sacarlos a la luz con todo su vigor.
Todo ello provoca una gran confusión en el resultado
final de la obra. Prefiero decir “confusión” que “desequilibrio”. Por un lado,
Morris desea escribir una novela de entretenimiento que albergue algún que otro
tema de reflexión. Por otro, el lector preferiría que profundizara más en los
temas intelectuales en vez de tratarlos de forma tan superficial. Porque es
justamente aquí –en la exposición de las cuestiones que verdaderamente le
importan- cuando lector y autor
finalmente se encuentran.
En efecto, anque Morris es incapaz de transmitir
la fuerza de los sentimientos, sí logra, en cambio, contagiar el interés que
siente por los problemas que acucian a la Iglesia Católica sin para ello tener
que recurrir al ateísmo o a la crítica demagógica y fácil. Se trata, no obstante,
de cortos momentos. Lamentablemente la pluma de Morris West sólo permite
entrever pequeños y tímidos esbozos de
sus pensamientos. Tal vez porque su pretensión no sea la de encontrar
soluciones sino simplemente la de mostrar algunos de los males que aquejan actualmente
a la Iglesia Católica.
En cualquier caso, de sus escritos se deduce que,
a su juicio, el sistema eclesiástico está anquilosado. La propia grandeza que
lo caracteriza es al mismo tiempo la fuente de su perdición. Los ritos son
complicados y en muchas ocasiones no aportan ningún tipo de ventaja espiritual.
El mensaje evangélico se pierde entre inútiles hojas de papel al servicio de la
burocracia al tiempo que vacías conversaciones de palacio protegen un centralismo encerrado
en sus privilegios internos.
La obra de West se convierte de este modo en la
puerta que abre al lector a la reflexión sobre la Iglesia Católica y por
consiguiente, sobre nuestro propio mundo: el sentido del catolicismo y de la
fe; los problemas de la globalización; la diferencia en la unidad; la cuestión por la armonía
de la tradición con los tiempos en los que se vive: esto es, la concretización del
Absoluto.
Se trata en definitiva de animar a una reflexión
sobre la posibilidad de mantener su espiritualidad dentro de un sistema de
reglas en el que la mística no tiene cabida porque ello significaría la
aceptación de la individualidad, lo cual es a todas luces imposible puesto que se
opone a la idea de comunidad eclesiástica, en la que se apoyan –como su propio
nombre indica- los cimientos de la
Iglesia. No hay que olvidar que al fin y al cabo los únicos místicos celebrados por la
Iglesia son aquellos que han realizado su búsqueda sin abandonar la Comunidad
Eclesiástica y sus principios. Ello les diferencia de los herejes, que se
definen por seguir caminos distintos a veces incluso contrarios, a los de la
Iglesia Católica.
Este punto nos conduce a una última reflexión. Si la
Iglesia la constituyen los creyentes además de los eclesiásticos, ¿puede
constituirse una Iglesia democrática sin que ello signifique su disolución? ¿Cómo
y de que manera ha de ser la participación? ¿Cómo elegir los principios
prioritarios a los que hay que dedicarse?
En
definitiva: ¿Cómo combinar Globalización y Comunidad?
Como reconocía Voltaire, la firmeza y la
flexibilidad de la Iglesia Católica le han permitido sobrevivir hasta el día de
hoy. Sin embargo, no deja de ser igualmente cierto que su crisis alcanza los
dos mil años: desde su nacimiento. Los periodos de esplendor conviven con los
de las sombras. Sus pecados tienen raíces tan profundas como altos y frondosos
son las copas de sus árboles. En el fondo, la Iglesia Católica representa lo
que todo hombre: la expresión de la incompatibilidad entre su naturaleza humana
y su deseo de perfección.
Así visto, la Iglesia Católica es tan contradictoria
como la naturaleza de los seres que la constituyen: ha de aceptar la
imposibilidad de alcanzar la perfección sin abandonar el deseo de llegar a
serlo alguna vez.
Pese a todo, los problemas que afectan en este
instante a la Iglesia Católica, y al Cristianismo en general, no son, en mi
opinión, los rasgos constitutivos de su carácter. Es más bien la falta de respuesta a las preguntas que el presente
plantea lo que la ha sumido en la crisis. En un mundo global, la
confrontación con otras ideas, otras religiones y otras formas de vida,
introduce la religión dentro de una heterogeneidad que arrastra a lo que
–usando la terminología de Nietzsche – se podría calificar como
“Suprareligión”. Ello, lejos de suponer una expansión de las ideas cristianas a
través de la Iglesia, sumerge la conciencia religiosa en el profundo mar de
unas creencias en las que los sacerdotes no son necesarios, los templos son
irrelevantes y la práctica de la religión ya no está sometida a ritos sino a la
conciencia individual y a la forma que cada uno tiene de entender su
existencia. Nietzsche estaba convencido de que era la historización de la
religión cristiana la que la había hecho palidecer. He de decir que en este
punto difiero del autor alemán. La “Suprarreligión”
tiene para la religión las mismas ventajas y desventajas que la
“Suprahistoria”. Si por un lado otorga a la Religión un valor eternizador, por
otra la condena a perderse en la inmensidad de los tiempos sin encontrar un
punto fijo al cual agarrarse. La “Suprareligión” se convierte así en la
expresión del misticismo absoluto. Este misticismo –no me cabe duda- es
esencial a las almas superiores. El común de los mortales, sin embargo,
requiere de normas y ritos que no solo les obliguen a seguir determinadas conductas,
sino que les transmitan la sensación de seguridad que el cumplimiento de tales
normas implica. Este precisamente fue el espíritu fundacional de la Iglesia. Se
trataba de construir una comunidad de la que todos pudieran formar parte a
partir de unas normas y dogmas. Era su configuración como Institución la que le
permitió llegar a ser Universal. Sólo
así puede comprenderse adecuadamente el ahínco con el que se persiguieron las
“herejías. La causa no descansaba tanto en las contradicciones teológicas como
en el peligro que suponían para la Iglesia como Institución Universal.
En un mundo relativamente homogéneo ello no
resultaba difícil. Las líneas directrices a seguir eran claras y diáfanas y la
libertad para inclinarse a la izquierda o a la derecha era una libertad que la
anchura misma del camino permitía, sin por ello dejar de ser camino. Las numerosas
y diferentes órdenes religiosas dan cuenta de esta pluralidad en el Uno. Las
preguntas esenciales estaban claramente contestadas. Lo único que diferenciaba
a las diferentes congregaciones era el modo individual de expresar dichas respuestas:
cuidando enfermos; educando; aceptando riquezas para Honra de Dios; rechazando cualquier
posesión material; viviendo en conventos; trabajando y prestando apoyo en la comunidad, en silencio… Todas estas
manifestaciones no eran más que diferentes formas externas de mostrar un mismo
código de valores y creencias.
Es cierto que a lo largo de la Historia los
conflictos internos de la Institución eclesiástica han generado escisiones de
gran virulencia, debidas tanto a deseos reformistas como a luchas por el Poder.
Pero, pese a ello, insisto en que tales cismas dieron lugar a lo que podríamos
denominar diferentes “Departamentos de Organización de las creencias
cristianas”, que lejos de hacer caer a la Cristiandad, la reforzaron.
El problema –que lenta e inexorablemente- va dejando
de ser un problema para convertirse en una tragedia es que ni los problemas ni
las respuestas actuales contienen la homogeneidad de antaño. El avance de las
investigaciones científicas genera nuevas preguntas a las que la Iglesia no
puede responder, al menos no como “Institución Universal de Creencias
Religiosas.”
Tres son, a mi modo de ver, las dificultades que se
lo impiden: Por un lado, la Iglesia ya no puede recurrir tan fácilmente a la
idea de pecado ni a la idea de “enfermedad mental” de los que se oponen a sus doctrinas, sino que
ha de aceptar la reflexión serena y los cónclaves han de reunir a las partes enfrentadas y no sólo a las distintas
partes que componen la Iglesia.
Por otro – y esto es un denominador común a
cualquier Institución y Empresa- a mayor
diálogo y tolerancia menor consistencia y estabilidad en la Institución, lo que
la convierte en un adversario débil ante sus enemigos.
En tercer lugar, faltan teólogos y humanistas con el
carisma, la preparación teológica y la Fe que los nuevos tiempos requieren. Los
que forman parte institucional de esa Institución son cada vez menos numerosos
y están peor formados. Ellos mismos no saben qué postura tomar ante los nuevos
problemas: ya sean de carácter sexual (libertad sexual en todos los aspectos/
matrimonio de sacerdotes) o demográfico (eutanasia/ anticonceptivos). Que la
Iglesia consienta que se mantenga una organización: “Legionarios de Cristo”, propulsada por un hombre de la bajeza moral
de su fundador, en vez de condenarla a la desaparición y obligar a sus
componentes a que se reúnan bajo otro nombre y otro fundador, no muestra más
que la debilidad espiritual interna de la Madre Iglesia que se ve obligada a aceptar
a cualquiera que exprese su intención de luchar por ella, aunque se trate de
legionarios bajo los auspicios de un mercenario. No dudo del valor de tales
legionarios pero sí del general que les ha dado la bandera. La posibilidad que
el Bien se genere del Mal, es un problema teológico conectado posiblemente con
la teoría física del Caos, pero a mi juicio plantea enormes –terribles-
problemas en las cuestiones morales.
Que en vez de sentarse a discutir de estos temas, se
dediquen a analizar cómo vender la imagen de la Iglesia Católica en los
absurdos encuentros multitudinarios de jóvenes a los que sin duda acuden
fervientes creyentes pero que lo normal es encontrarlos abrazados
fervientemente a la cerveza y a su novia mientras entonan canciones de amor al
Papa, al Universo y a Dios, me parece sumamente peligroso y me reafirma en mi
opinión de que la Iglesia está confusa. Entre universalidad, pluralismo y
adaptación a los nuevos tiempos existen grandes diferencias que deben ser
profundamente analizadas.
Todos somos conscientes de que las Instituciones
religiosas se componen de dos elementos: el espiritual y el terrenal y según
los creyentes corresponde a la Iglesia el mantenerlos en equilibrio. Una
sociedad obsesionada por la espiritualidad es tan peligrosa –si no más- que una
preocupada únicamente por las cuestiones mundanas. Los teólogos han de poder
comprender las expresiones religiosas del pueblo, unidas siempre a la
diversión, sin escandalizarse ni fastidiar la fiesta. Pero para que una fiesta
pueda seguir llamándose “fiesta religiosa” y no “fiesta del pueblo”, es
necesario que esté apoyada por la firmeza espiritual. Y esa firmeza espiritual
sólo puede venir dada a) cuando existe un camino teológico-metafísico a seguir
y b) cuando ese camino se dirige a alguna parte. Es entonces cuando los hombres
religiosos pueden dedicarse a la tarea común de construir. Ahora falta el
camino y la Iglesia se asombra de que no haya obreros. Cree que concediéndoles
más vacaciones y organizando más fiestas, arreglará el problema. Me pregunto
por qué todas las empresas se empeñan en acusar a los obreros de los fracasos que sufren,
cuando la mayor parte de las veces se debe a la ineficacia de los cuadros
directivos. Curiosamente, las altas esferas excusan su responsabilidad
parapetándose en el estado de la coyuntura que, nuevamente, se debe, como no
podría ser menos, a los obreros por haber aumentado desmedidamente sus
reivindicaciones. Si además dicha empresa ha dejado de ser un monopolio y ha de
aprender a competir con las otras empresas del gremio, aparece como ineludible
la necesidad de hombres competentes desde el superior hasta el inferior, sin
olvidar el medio.
Es cierto que la Institución de la Iglesia Católica
(y cristiana, en general) está constituida por hombres cuya capacidad es
meramente humana. No obstante, tal circunstancia, no impide –al menos a mí no
me lo parece- que pueda seguir planteándose temas que afectan a la
espiritualidad. Mucho más cuando en la actualidad muchas de las ramas de la
física teórica rozan sin pudor la metafísica.
No estaría de mal que la Iglesia Católica
(cristiana) tuviera una cadena de televisión en cada país –para eso están las
cadenas privadas- en la que se discutieran temas teológicos en vez de convertirse en una especie de reality
show en el que sólo se tratan temas individuales como son la conversión y del
encuentro individual con Jesús (La Iglesia Católica habla cada vez menos de
Dios. Me han explicado que ello se debe a que Jesús es la figura distintiva del
catolicismo. A mí me parece que la figura distintiva del catolicismo es Dios.
Jesús es Dios hecho Hombre, pero en estos momentos creo sinceramente que el
hombre necesita al “Hijo de Dios hecho Dios”). En cualquier caso, las experiencias religiosas
individuales tienen un interés relativo. Es cierto que la Historia la hacen los individuos y en eso estoy
de acuerdo con Nietzsche, pero nunca se puede contar “en individual’. Las
experiencias individuales sólo hacen Historia cuando sus protagonistas
trascienden los esquemas individuales en los que la mayor parte de las vidas
transcurren y ese tipo de vidas no suelen ser frecuentes. No es que las vidas
individuales corrientes carezcan de sentido pero lo cierto es que yo prefiero
conocerlas desde la pluma de los narradores que las saben contar en vez de escuchar declaraciones que pertenecen al confesionario, a una terapia de grupo o a las reuniones con amigos pero no a una audiencia de espectadores desconocidos.
Por otra parte, lo que los católicos necesitan no es
diálogo con otras religiones. Aunque la religión se estructure en instituciones que repercuten en la vida política de un
país, su naturaleza intrínseca no es - o no ha de ser - política. Ya lo dije en otro de mis blogs:
la religión –cualquier religión- se basa en el convencimiento de estar en
posesión de la VERDAD. Esto impide el diálogo pero no la discusión.
Una religión dialogante es una religión que no cree
en su VERDAD. Un padre que está convencido de la necesidad de prohibir los
cigarrillos a su hijo no dialoga con él. Le comunica su decisión y punto. Lo
que entonces se inicia- caso de que su hijo esté en desacuerdo- es una
discusión. Ninguna de las partes quiere llegar a un acuerdo. Lo que cada una de
las partes pretende es vencer al otro. Si se llama discusión y no “batalla
campal” es porque en vez de luchar con la espada se lucha con argumentos. El padre puede
alegar razones sanitarias o citar los últimos estudios científicos, referirse a
la postura del vecino o recurrir a la autoridad que le confiere el ser su
progenitor. Lo cierto en cualquier caso es que si el padre pierde la discusión,
pierde el derecho a prohibir a su hijo el consumo de cigarrillos.
Cuando hablan del diálogo entre las diferentes
religiones a mí me asalta la duda de cómo puede darse el diálogo cuando cada
una de ellas defiende una VERDAD diferente. A no ser que afirmemos que sólo
existe una Verdad: Dios y que las religiones son sólo formas distintas de
recoger y mostrar la Verdad. Ello implicaría que la pertenencia a una
determinada religión se decidiría en función de su adecuación a los gustos
personales de cada cual. Este punto de vista permite, sin duda alguna, el
diálogo entre las diferentes religiones al haber desaparecido su rivalidad
espiritual. Subsistiría, eso sí, la competencia material en lo que al número de
fieles e ingresos económicos se refiere. (Pero como todos sabemos, es justamente
en dicho terreno donde los diálogos
resultan siempre posibles.)
Ahora bien ¿estarían dispuestas las religiones
–todas ellas tolerantes y a favor de la paz- a aceptar que la única Verdad es
DIOS y no cada uno de sus dogmas? A estas alturas me atrevo a dudarlo. Mi
opinión es que las religiones pueden estar tal vez influidas por la
ilustración, lo que les permite respetar las ideas ajenas y abstenerse de
llevar a la hoguera a quienes no comparta las suyas, pero ellas mismas, a pesar
de su ideal de universalidad, no pueden ser ilustradas. La universalidad
ilustrada es una universalidad intersubjetiva y crítica, mientras que las
grandes religiones defienden la Verdad y es a partir de la Verdad y en virtud
de ella por lo que aspiran a convertirse incuestionablemente en universales. Es
decir, la universalidad de la religión no es un principio sino una
consecuencia.
En este sentido, la religión judía es –a mi modo de ver- la religión más sincera. Dios es Universal pero la religión no puede ser universal. En tanto que Pueblo Elegido de Dios, la religión judía no puede incluir más que a un grupo determinado de individuos y no aspira en absoluto a convertirse en universal. El proselitismo carece de sentido; tanto como el diálogo externo. Lo cual es sumamente sensato porque además de fomentar la tolerancia a la espera de que las otras religiones hagan lo mismo, incentiva el desarrollo de la interpretación interna, que puede considerarse en lo que a las religiones respecta, el único diálogo capaz de reunir las condiciones del discurso ético de Habermas.
Lo que la Iglesia Católica ha perdido dentro de su seno -y ha de volver a recuperar- es un foro para el diálogo interno y la disputa de los buenos pensadores que han de integrar el seno de la Iglesia. Con respecto a las otras religiones es necesario mantener la paz. Pero los tratados de paz, como dice Voltaire, los hacen posible los equilibrios de las distintas fuerzas, no la elocuencia. Por eso yo comprendería que las religiones se mantuvieran apartadas las unas de las otras para no matarse, o que cuando se reunieran siguieran el consejo de Wittgenstein y que hablaran de todo excepto de lo que no se puede hablar a fin de evitar enfrentamientos. Yo comprendería incluso que se saludaran sin entrar en más profundidades. Lo que me parece inaudito es “el diálogo entre religiones”. Sobre todo cuando en el seno de esas dialogantes religiones no cesan las escisiones internas porque por no ponerse de acuerdo no se ponen de acuerdo –como todos los ilustrados muestran- ni en sus propias Interpretaciones Sagradas.
Los laicistas, por su parte, lejos de disfrutar,
sufren las consecuencias de su victoria. Voltaire se quejaba de las disputas
entre jesuitas y dominicos como si él – Voltaire- no hubiera gustado de las
discusiones ya fuera con la pluma o con la lengua a pesar de que la una y la
otra le causaran varios disgustos a lo largo de su existencia. Voltaire critica las
discusiones del contrario cuando él mismo es un gran discutidor y estimulador
del pensamiento.
Desde que han destruido al enemigo, los laicistas ya
no saben qué hacer. La victoria no ha introducido ninguno de sus pretendidos
Principios. La caída de la Iglesia no ha supuesto una nueva sociedad más virtuosa y menos
hipócrita llevada por un deseo de saber. Ha significado, mal que les pese a
todos, la caída en la confusión moral y humana de la sociedad que se pierde en
individualismos empobrecidos –a la manera que criticaba Nietzsche. Estamos
empachados de conocimientos dispersos y desconectados en vez de poseer (y
desear –luchar por- poseer) auténtico saber. Nuestro individualismo no expresa
más que la debilidad de nuestros caracteres que se manifiesta hacia el exterior
en forma de barbarie. La sobredosis de Historia de la que se quejaba Nietzsche
no ha generado más que la disolución de la Historia en momentos incomunicables
entre sí. El olvido, que Nietzsche consideraba de vital importancia para poder
seguir actuando, se ha apropiado de tal forma de la Historia que impide
cualquier forma de conexión interna. Lo mismo sucede con la sobredosis de
Religión. Asistimos a una disolución de los dogmas cristianos, de las normas,
de los ritos. La crisis de la Iglesia católico-cristiana es también la crisis
de la Sociedad Occidental. Los principios ilustrados no pueden resolver esta
situación por sí solos pero no es menos cierto que son imprescindibles para
conseguir superar la crisis.
No sé si el Bien y el Mal pertenecen a dos caras de
una misma moneda. Mis conocimientos de teología no llegan a tales
profundidades, pero de lo que no me cabe duda es que la religión y el laicismo
están destinados a mantener una lucha eterna y dinámica por el bien de la
Humanidad. Ambos se necesitan mutuamente para hacer progresar, sin estancar, una
sociedad. A mí me parece que la Iglesia Católica (cristiana) ha tirado
demasiado pronto la toalla. Comprendo que dos mil años son muchos años, pero la
Iglesia Católica ha de aceptar – y no
simplemente desear- que ninguna de las otras religiones puede ocupar su puesto.
Unas, porque están destinadas al “Pueblo Elegido”; otras, como la hindú, porque
son “Suprareligiosas”; otras, porque no han tenido todavía contacto con la
Ilustración lo que impide a los laicistas encontrar un campo común en el que
enfrentarse.
Nombro a los laicistas y no a los ateos porque sus
premisas difieren las unas de las otras. Los
laicistas cristianos no han negado nunca la VERDAD religiosa cristiana. A lo que
constantemente han dirigido sus esfuerzos ha sido a limitar las ansias
insaciables de poder político de la Institución eclesiástica como tal. Es
por este motivo por lo que impulsaron igualmente la tolerancia de creencias. La
FE, la VERDAD de un SER SUPREMO era más importante para ellos que las instituciones
terrenas que pretendían tener su exclusiva. No había que destruir la VERDAD
sino controlar a las Instituciones. El
ateísmo, en cambio, no se preocupa tanto de atacar a la Institución como de
negar la VERDAD en que cualquier institución religiosa se asienta. Por esta
razón, la discusión es posible con el laico y con el creyente, pero no con el
ateo.
La sociedad atea no sólo rechaza la religión desde
un punto de vista externo, sino interno. Por tanto requiere de conductas
morales que no se apoyen en ningún Principio Superior ya que cualquier Principio Superior podría
identificarse con Dios. Para evitar transformarse en una sociedad al estilo de
la que describió Hobbes en “El Leviatán”, la sociedad atea exige o bien la existencia de hombres con una moral de "dioses", o
bien la aprobación por el parlamento de una legislación moral. Soluciones ambas plagadas de riesgos.
Deseo fervientemente que la Iglesia Católica
(cristiana) encuentre buenos teólogos a fin de motivar a los laicistas (e incluso a los ateos)
a esforzarse en ser y formar mejores hombres, para que todos juntos puedan seguir impulsando
–cada cual a su modo y manera- el espíritu occidental bajo los principios del diálogo, la discusión inteligente, tanto como los de la humildad y el sentido del humor, imprescindibles siempre que nosotros, limitados mortales, nos ocupamos de asuntos que sobrepasan nuestras capacidades tanto a nivel intelectual como espiritual.
Que la Fe Viva impulse nuestras vidas y nos mantenga al pie del timón a religiosos, a laicos - y a los ateos al menos en su interés en construir y mantener a la sociedad en la que sus existencias se desarrollan.
Amén.
Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado Gascón.
Nota: La aparición de “Eminencia” en mi Blog no
tiene ninguna conexión con la renuncia de Benedicto XVI a su cargo. Se debe
simplemente a una mera casualidad. En cualquier caso, quisiera expresar desde
aquí mi agradecimiento a su obra teológica y a los esfuerzos - no
suficientemente valorados- que ha hecho
por limpiar y dar esplendor a la Institución de la que él forma parte. Estoy
firmemente convencida de que ha hecho hasta donde le han dejado y hasta donde
sus fuerzas le han alcanzado. Que se retire a la vida contemplativa ha de
comprenderse, desde mi punto de vista, como su última lección.
Mis más sinceras gracias por su labor.
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