sábado, 21 de febrero de 2015

El rabino de Bacharach (1840)- Heinrich Heine


Se trata del fragmento de lo que hubiera debido ser una novela. Unas pocas páginas, sin embargo, bastan a Heinrich Heine para explicar los sufrimientos de las comunidades judías en la Edad Media. La persecución hacia ellos, escribe Heine,  se había iniciado en el tiempo de las cruzadas, manifestándose con especial violencia en el siglo XIV, al final de la Gran Peste. Los que no eran asesinados eran torturados u obligados a convertirse. Las difamaciones que sobre ellos circulaban eran a cual más terrorífica: desde robar la Hostia hasta el sacrifico de niños. Los judíos, asegura Heine, fueron durante largo tiempo odiados por su Fe, su riqueza y sus libros de contabilidad; en cada fiesta sufrían los asaltos de sus enemigos. No obstante, desde la última matanza acontecida en 1287, la comunidad judía había pasado doscientos años en una moderada paz, aunque siempre bajo amenazas y rodeados de enemigos.

En estas condiciones vive el joven rabino Abraham, él mismo hijo de rabino, que antes de ir a estudiar a España ha contraído matrimonio con su prima Sara. Pese a lo que se temía en la comunidad, el viaje no ha deformado su fe ni en la forma ni en el contenido.

Durante la noche en la que la comunidad está celebrando la fiesta de la liberación de los egipcios, entran dos extraños que son amablemente acogidos y la ceremonia prosigue. Sarah ve cómo el rostro de su marido se contrae durante unos segundos. Después la actitud de Abraham es la de una rara y sospechosa alegría. Durante la cena su marido saluda a todos y obliga a su mujer a seguirla. Ésta obedece llevada más por el miedo que por el deseo. La conducta del rabino es cada vez más incomprensible. Cuando finalmente se atreve a preguntarle los motivos éste le señala el pueblo. “¿Ves el ángel de la muerte? Flota allá abajo, sobre Bacherach”, le dice. 

Abraham le explica a su mujer que durante la ceremonia se ha dado cuenta de que los dos recién llegados no eran de la comunidad de Israel sino malvados que habían introducido secretamente el cadáver de un bebé para culparlos ante el pueblo, de manera que su ira recaiga sobre ellos. Abraham está orgulloso de haber visto la treta y de haber conseguido salvarse él y su mujer.

Huyen a Frankfurt. Ya en ese tiempo es la ciudad erigida a orillas del Main un enclave económico importante y las casas están construidas de manera que favorezcan el comercio. Así, por ejemplo, en las plantas bajas no hay ventanas sino puertas para que cada uno pueda mirar y considerar las mercancías. Gentes de toda clase y condición se dan cita en sus calles y  las más variadas mercancias se ofrecen en las calles que rodean el ayuntamiento “Zum Römer”. El rabino Abraham apremia varias veces a su mujer a cerrar los ojos para que tales tentaciones no nieblen ni su mente ni su alma.

Hubo un tiempo, explica Heine,  en el que los judíos vivían entre la catedral y las orillas del Main, pero los sacerdotes católicos consiguieron que fueran trasladados para que no habitaran tan cerca de la Iglesia Principal. El nuevo barrio judío estaba rodeado de fuertes muros y sus puertas rodeadas con cadenas de hierro para defenderlos de los ataques de los cristianos: de los Pöbel. Los judíos, sin embargo, seguían viviendo en opresión y miedo. En 1240 habían vivido lo que se había dado en llamar la primera matanza de los judíos, y en el año 1349 fueron culpados de haber quemado la ciudad. La mayor parte pereció asesinada o bajo las llamas de sus propias casas. Aunque tales hechos ya no se habían vuelto a repetir, las amenazas continuaban y por eso la comunidad puso un guarda a la entrada.

Cuando el rabino Abraham y su mujer Sara llegan a la puerta, el guarda: Nasensternchen, es avisado de la llegada de los nuevos visitantes. Sin embargo éste no quiere abrir. “No se puede saber, no se puede saber, y yo soy un solo hombre.”

“Coraje”, le dice Jäkel der Narr (Jäkel el bufón).

“İCoraje! No me han puesto aquí por el coraje, sino por lo que pueda pasar. Si vienen muchos tengo que gritar. Pero yo mismo no los puedo detener. Mi brazo es débil, yo porto una fontanela y soy un hombre solo. Si me disparan, estoy muerto. Entonces, durante el Sabbat se sienta el rico Mendel Reiß a la mesa, se llena la boca de salsa de pasas, se acaricia la tripa y dice tal vez: el largo “Nasensternchen” era un buen chico, era. Si no lo hubiera sido, hubieran hecho volar la puerta por los aires. Él se ha dejado matar por nosotros. Era un buen chico. Lástima que esté muerto.” (...) “¡Coraje! Y para que el rico Mendel Reiß se llene la boca con salsa de pasas, se acaricie la tripa y me llame buen chico, tengo que dejarme matar?”

Estas palabras recuerdan mucho a los primeros poemas de Brecht en los que el autor alemán critica la propaganda para alistarse en la guerra y  afirmaba que un muerto, sea héroe o villano, es siempre un muerto y como tal apesta. Leyendo el pasaje anterior, el lector se pregunta si no será Heine uno de los escritores más influyentes en su pensamiento.

Desde luego capacidad crítica y sentido de la ironía no le faltan a Heine.

Abraham y Sara se encuentran con Jäkel der Narr. Abraham le dice riendo que ya ha oído hablar de él y el otro le contesta que “a menudo se es a lo largo y a lo ancho conocido por ser más loco y necio de lo que realmente se es. Yo me esfuerzo mucho en ser un bufón y salto y me muevo para que las campanillas suenen. Otros lo tienen más fácil".

Y como Nasenstern vuelve a quejarse de miedo, Abraham le dice a su mujer: “¡Mira bella Sara que mal protegido está Israel!” Falsos amigos cuidan sus puertas desde afuera y dentro son sus guardianes ¡locura necia y temor!”

En efecto, Heine no perdona la crítica a los enemigos pero tampoco a su propia comunidad. La descripción que hace de cómo transcurre la vida de los judíos es realmente interesante, sobre todo por sincera. Heine no pretende santificar a nadie y aunque la mayoría de los críticos califican esta novela de “histórica”, lo cierto es que este concepto no la termina de definir. Más bien se trata de un realismo social histórico: tan detalladamente describe las calles, la atmósfera de dentro y fuera de los muros y las relaciones entre los distintos individuos. El traslado al pasado de Heine no es simplemente una excusa para servir al relato de amores, desamores y guerras, como suele ser frencuente en las novelas estrictamente "históricas". Es, sobre todo, un recorrido socio-cultural de esa época. La descripción de los ritos, de las fiestas, la explicación qué prendas han de llevar los judíos a fin de que se les pueda distinguir: los hombres un anillo amarillo en los abrigos y las mujeres un lazo azul en sus sombreros.

 Tampoco evitará hablar sobre las disputas y los enfrentamientos que tienen lugar dentro de los muros y que han de ser más o menos para no llegar a mayores. ¿Qué es lo que les mantiene unidos? Heine lo explica: el hecho de compartir un mismo origen, una misma forma de pensar y un mismo sufrimiento.

Y no falta, claro, el caballero español siempre cortés y adulador tanto con las diferentes damas como con las distintas ideas y religiones. Amable siempre con las unas y con las otras y a las unas y a las otras siempre infiel.

La novela no acabada, termina con la llamada a comer a los que todavía no se han sentado a la mesa, pues ya han llevado la sopa, los invitados ya se han acomodado y la tabernera falta.

Comentario

Esta obrita de Heinrich Heine es, a pesar de su brevedad, extremadamente profunda. Los temas que aborda son tan variados: religiosos, sociales, culturales, históricos, urbanísticos incluso... que lo único que honestamente puedo hacer es invitarles a que la lean. Encontrarán, como se encuentran en los antiguos barrios medievales de cualquier ciudad europea, rincones desconocidos, lugares solamente reservados a los más curiosos, a los más atentos. Penetrarán en historias y leyendas casi olvidadas y las verán detenerse ante sus ojos. La novela es tan rica en matices que el comentarista no sabe en cuál  de ellos detenerse.

Sería fácil desde luego escribir acerca de las persecuciones injustas que a lo largo de la historia europea sufrieron los judíos. No me cabe ni la más mínima duda de que cada uno de ellos hubiera podido exclamar la pregunta que Jesús elevó a los Cielos: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” En efecto: todos aquellos inocentes fueron considerados la fuente de todos los malos y tratados como tales. No sólo ellos, es cierto, también las brujas, los herejes y todos los que – en definitiva- fueran distintos a lo establecido, a lo determinado por seres y reglas sin conciencia y sin sentido para nada que fuera más allá de sus estrechas mentes y de sus encogidos corazones.

Lo que distinguía al hombre judío de los otros casos enumerados es que a diferencia de aquéllos, el hombre judío, no era condenado por una acción individual, sino simplemente por pertenecer a un grupo religioso concreto: el hebreo. En este sentido, no está de más afirmar que el hombre judío estaba desposeído del signo más humano: su individualidad, el poder ser único como persona y en función de ello poder ser juzgado.

Sería fácil escribir acerca del tema. No me cabe la menor duda. Del tema de la violencia ciega, del odio insano, de las frustraciones y resentimientos, lanzados, vomitados casi, sobre los débiles, sobre los distintos; de lo que supone ser el centro de difamaciones, de leyendas malsanas que se van acrecentando en perversión y número conforme transcurren los años, hasta el punto de que cualquiera que mata a un judío es un santo, un héroe; de lo que significa no poseer ni nombre ni personalidad propia, sino únicamente un adjetivo: “judío”.

Sería fácil, sí.

También sería fácil detenernos a tratar los ornamentos que los judíos habían de llevar en sus trajes para ser reconocidos como tales y las semejanzas con las normas que el régimen nazi les impuso. Hubiera sido fácil hablar del Holocausto, de lo que significa el progreso sin alma, de lo que significa el odio racionalizado.

Sería fácil, sí.

Como igualmente sería fácil escribir acerca de lo que significa vivir dentro de unos muros a los que se le terminó denominando gueto. ¿Constituyen una defensa o la pretensión de alejarse, de separarse, del exterior? ¿Cumplen todos los muros la misma función? ¿Son los guetos de los suburbios de la misma naturaleza que los antiguos guetos judíos? ¿en qué se parecen? ¿en qué se diferencian? ¿en tiempos de tolerancia, en países cunas del laicismo, cómo es posible que siga existiendo el antisemitismo? ¿cómo es posible que siga habiendo conflictos y enfrentamientos de carácter religioso hasta llegar nuevamente al asesinato, a la violencia, a las amenazas?

Hubiera sido fácil. Hubiera bastado simplemente hacer un análisis político de los que suelo hacer en mi blog “El comentario del día”.

Hubiera sido fácil, a qué negarlo.

Sin embargo, hay un tercer tema tan importante o más que los anteriores y que Heine no olvida.

Adentro o afuera, poco importa. Los hombres son antes todo seres humanos: las alegrías, las penas, la muerte, la vida, la coquetería, las traiciones, la lucha por la propia supervivencia, las peleas, el buen comer, el buen vivir... están siempre presentes en cualquier comunidad y en cualquier lugar.

Los hombres no son ángeles. Los hombres no son demonios.

Los hombres son hombres y Heine se encarga de mostrar tanto sus virtudes como sus defectos.

Lo más importante: vivir y gozar de la vida hasta donde la muerte y los que matan lo permitan.

Pero la vida no es vida en santidad, sino vida en humanidad. Esto es: en imperfección.

Ser consciente de ello sigue siendo, tal vez, lo más importante que debemos recordar a la hora de apagar la luz antes de irnos a la cama a dormir.

Somos hombres y nuestra naturaleza humana es.

Esto conlleva, al menos, dos consecuencias:

La primera es que tenemos por tanto el derecho y la obligación de controlar a los que nos controlan y a las reglas con las que nos controlan. Y cuando ni los unos ni los otros nos gustan sólo hay dos posibilidades: o intentar reformarlas o huir. 

La segunda, es que la acción humana sólo puede ser tomada en consideración - esto es: valorada o reprendida- de modo individual. Es el individuo como tal el que actúa humanamente, no el grupo. El grupo es una colectividad abstracta, genérica, puede ser que esté constituida de seres humanos pero eso no la transforma en un ser humano. Del mismo modo que un grupo de leones no constituyen un león. No es el grupo el que llega a la cumbre, sino cada uno de los hombres que lo integran. No es el grupo el que se condena, sino cada uno de los condenados.
Este segundo rasgo: el de la individualidad, es uno de los pilares en los que se asienta el trabajo de Heine.
Heine quiso toda su vida ser considerado antes que nada como persona, como individuo, lejos de apellidos en uno u otro sentido. Se negó a ser encasillado en una religión o en un grupo político, aunque mantuvo el contacto con todos.

A lo largo de mi vida he leído a muchos y diferentes autores. Nunca he negado que Wilde y Brecht pertenecen a mis favoritos aunque hay tambien otros muchos que me han proporcionado igualmente grandes momentos tanto de diversión como de reflexión. Es el caso de Kant, Lutero, Nietzsche, Remarque, Singer, Voltaire, Maupassant, Alexander Dumas padre, Huxley y Chesterton.

No obstante he de confesar que lo primero que sentí cuando leí por vez primera a Heinrich Heine es que había encontrado a mi hermano. Es un sentimiento difícil de explicar.  A la mayoría de los autores enunciados arriba los veo como maestros en el dominio del pensamiento y del arte. A Heine, con independencia de sus facultades intelectuales, lo considero mi igual. Tal vez por la vida un poco nómada que llevó, tal vez por ese empeño en no pertenecer a nada ni a ningún sitio, ese esfuerzo por liberarse de las ataduras de las calificaciones impuestas, por intentar ser, sobre todo, lo que arriba hemos dicho antes: un individuo.

En los momentos históricos que estaba viviendo no era fácil. Por un lado la pertenencia al grupo religioso, por otro lado el deseo de muchos que se decantara por una tendencia política, lo hacían difícil.

El mérito de Heine no radica en su talento para escribir, ni en el trazo finamente irónico de su pluma.

Lo que verdaderamente honra a Heine es que supo ir de un grupo a otro sin perderse en el intento.

Isabel Viñado Gascón.



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