miércoles, 26 de septiembre de 2012

ANTIGONA (1944) Jean Anouilh


La misma historia, la misma tragedia de Sófocles con distintos diálogos. Como si cambiando los diálogos pudiéramos cambiar la historia, que es siempre la misma. Siempre. Por lo menos en lo que al final se refiere.

La pregunta de Jean Anouilh en “Antígona” es la misma que la de Chejov en el “Tío Vania”: ¿Se ha de trabajar (Chejov), vivir (Anouilh) aunque sea para un fin que no merece la pena?

Tanto la respuesta de Anouilh como la de Chejov es la misma: Sí.

Ambos están de acuerdo. La vida no tiene sentido. Lo que nos rodea es un absurdo.  Vivir es hacer un camino que conduce a la Nada. Da igual, de todas formas hay que seguir. Es en este punto donde el individuo ha de buscar mecanismos de ayuda. En el caso de Vania,  el trabajo sublima la desesperación por el sin sentido, de manera que se dota de significado a lo que no lo tiene. En el caso de Creonte, es el valor de la responsabilidad lo que le lleva a aceptar el papel que le ha tocado en suerte y  a realizar una tarea por la que no siente ningún interés. Se trata de representar el personaje que a cada uno le corresponde, aunque sea el del antipático y pragmático dictador, no de buscar razones para hacerlo.

Cuando Creonte le desvela a Antígona la verdad: que sus dos hermanos eran unos sinvergüenzas y unos vagos que a lo único a lo que se dedicaron toda su vida fue a beber y a desestabilizar el imperio y que si uno es considerado un héroe y otro es considerado un traidor no es porque eso se ajuste a la realidad, sino para contentar al pueblo y que por tanto es una tontería morir por hermanos que nunca pensaron en nada que no fuese su propio provecho, Antígona comprende que su tío tiene razón. Sin embargo, se aferra a la idea de la muerte, como una mártir que busca el martirio por el martirio mismo: por lo que ello conlleva de oposición a la vida. Antígona quiere morir da igual la razón y  cueste lo que cueste. Ese es su papel.

No tardará pues, en encontrar un nuevo motivo –esta vez irrebatible - para su auto sacrificio.  Si como dice Creonte la vida feliz no es más que una sucesión de autoengaños, entonces es preferible morir. La muerte constituye la última verdad; la verdad más radical y auténtica.

La  autoinmolación de Antígona sume en la desesperación a Hemón, hijo de Creonte, que al no sentirse capaz de vivir sin ella, muere a su lado. Esta segunda muerte a su vez empuja al suicidio a la esposa del tirano cuando se entera del fallecimiento de su hijo.

Tres muertes. Tres. Dos se hubieran podido evitar pero la primera, la inevitable, las ha arrastrado en su caída.

Con ello, sin embargo, no se consigue nada. Como le dice Creonte: morir tenemos que morir todos. Aunque las tres personas a las que él más amaba han muerto y su corazón está destrozado, Creonte no abandona ni su deber ni su puesto. Los tres fallecidos ya tienen su paz y su tranquilidad, pero aquí en el mundo – en la vida- aún quedan pendientes muchas cuestiones que solucionar y que arreglar. Los únicos que permanecen ajenos al conflicto existencial son los guardianes. Ellos encarnan al pueblo, a la gente normal, a las almas inmediatas. Esto es: aquellos que lloran cuando les falta un trozo de pan y están contentos cuando lo tienen. Preocupados únicamente por sus problemas cotidianos  - de los cuales los más importantes después del alimento son la paga y los juegos de cartas, o sea, el ocio -, su  papel consiste en apoyar y  destituir a los tiranos según éstos les paguen más o menos. Están al lado de Creonte mientras no aparezca otro tirano más fuerte. “Por el momento sirven a Creonte, hasta que un buen día obedeciendo órdenes de un nuevo jefe de Tebas ellos mismos le detendrán.” La mayor parte de la gente sirve a cualquiera porque sólo le importa su interés personal.
Acaso en eso consista ser persona. La tragedia no es algo que compita a los seres normales, a los seres de carne y hueso. La tragedia es cosa de dioses y de hombres marcados  -sentenciados- por los dioses. Brecht se equivoca al intentar despojar a la tragedia de su verdadero y auténtico carácter. La tragedia se escapa al dominio de los hombres y pertenece al destino dispuesto para los hombres superiores. Intentar convertir la tragedia en un drama, que es lo que hace el autor alemán, no destruye su carácter trágico-divino-destino. Del mismo modo, que negar la realidad no significa cambiarla.

A juicio de Anouilh, lo que caracteriza en primer lugar a la tragedia es que en ella no cabe hablar de culpables. Cada uno ha de aceptar y desempeñar el papel que le ha tocado en suerte. En este caso, Creón ha de servir a la comunidad aunque él hubiera preferido continuar en la soledad de su habitación. Debe, por tanto, olvidarse de sí mismo. A su vez, Antígona ha de ser auténtica y por consiguiente, tiene que morir. Este “tener que morir” es un tener que morir absoluto, independiente de cualquier razón y  de cualquier motivo. Esto justamente es lo terrible y lo que la diferencia del drama: en la tragedia nunca hay razones. Por eso, en la tragedia no cabe hablar de culpables e inocentes, sino solamente de inocentes cumpliendo su papel.

En segundo lugar, el desarrollo de la acción podría modificarse si pudiera rectificarse la respuesta que cada uno de los personajes está obligado a dar según el papel que le ha tocado desempeñar. En principio, no parece que a Antígona le resultara difícil comprender la actitud de Creón. La situación en la que el tirano de Tebas se encuentra es similar a la situación a la que constantemente han de enfrentarse la mayoría de las mujeres desde el momento en que son madres. Esto es: a la exigencia de olvidarse de sí mismas y de sus intereses para preocuparse por sus hijos. Sin embargo, la Antígona de Anouilh, encerrada en sus propios planteamientos, no puede entender la tragedia personal de Creón que carga con la tarea de gobernar la ciudad a pesar de que él preferiría dedicarse al estudio. Antígona considera que la renuncia de Creonte a la autenticidad es absurda.

¿Es egoísta Antígona o solamente “auténtica”? ¿Hay alguna diferencia entre estos conceptos? El “no” de la Antígona de Anouilh es un “no” radical a todo lo que implique un obstáculo a la libertad absoluta del individuo y consiguientemente a su desarrollo individual. Es un rechazo a los límites que la sociedad impone, sean éstos del tipo que sean y está dispuesta a pagar por ello cualquier precio: incluido el de la muerte. No es de extrañar. Esta Antígona representa la posmodernidad en su vertiente más pura. Para dicha concepción filosófica, la vida implica desde su comienzo no una posibilidad sino un escollo al desarrollo esencial de nuestro “yo”. A medida que transcurre el tiempo, mayores son las responsabilidades, los compromisos y, por tanto, mayores los impedimentos para el progreso de una persona en absoluta libertad, que es la constante obsesión de esta Antígona y de todos los que piensan como ella. La muerte aparece así como la única solución posible para alcanzar ese ideal. La muerte, que es la absoluta negación, la absoluta imposibilidad de ser, es, al mismo tiempo, la absoluta negación de los límites. Desde el no-ser es imposible encadenar al ser. He ahí el sentido que Antígona encuentra en la muerte.

Creonte es asimismo incapaz de comprender la postura de Antígona. En su opinión, la obsesión por la autenticidad individual conduce inexorablemente al hundimiento del barco. ¿Es el barco tan importante como para sacrificar la felicidad individual de uno mismo? Tal vez no, pero ha de cumplir el papel que le corresponde, aunque ello exija responsabilidad, esfuerzo, trabajo, sudor y lágrimas. Para la muerte siempre hay tiempo y, en cualquier caso, la muerte como tal es infructuosa.

¿Quién de ellos tiene razón? ¿Quién está en posesión de la Verdad?  ¿Los muertos: olvidados y libres? ¿Los vivos: cansados y fatigados? Todos. Nadie. Da igual. Aquí reposa justamente el segundo elemento de la tragedia: la imposibilidad de que los personajes encuentren un “modus vivendi” que solucione la situación, la ausencia de un punto, sea el que sea, que pueda servir como puente entre las posiciones radicales que cada uno de ellos defiende.

La obra de Anouilh muestra lo que ya en su día mostró Sófocles, aunque fuera de modo tímido e insuficiente: una doble tragedia. La del que ha sido sentenciado por el destino a la muerte y la del que ha sido condenado por los dioses a dictar la sentencia y a ocupar un lugar que en ningún modo desearía ocupar pero al que no puede negarse porque es necesario servir a los intereses públicos. Para ello hace falta renunciar a los propios intereses y deseos, al propio desarrollo individual e incluso a lo que uno en esencia es. Creonte no ha elegido el papel que le toca representar. En realidad preferiría permanecer sentado sin tener que dirigir la nave, pero tampoco puede dejarla hundir. Ser rey no significa gozar de derechos sino de cumplir con la responsabilidad de enfrentarse a deberes y obligaciones sean o no de nuestro agrado. La Antígona de Anouilh trata de mostrar el desgarramiento del líder, que no puede permitirse el lujo de ser auténtico porque el deber hacia lo colectivo se impone como prioridad absoluta.

La diferencia entre Creonte y Antígona es que Creonte dice “Sí” a las responsabilidades y Antígona dice “No”. También podría afirmarse que Creonte dice “No” a la autenticidad y Antígona dice “Sí”.

En cualquier caso, vivir implica siempre una renuncia a la verdad existencial aunque sea para servir  a una colectividad que Anouilh considera tan perezosa como desagradecida. El hombre que vive sin ser él mismo es a juicio de Antígona un muerto en vida. Por eso es preferible una muerte que abre las puertas a la libertad absoluta.
Sin embargo, Anouilh muestra que Creonte no renuncia a todo. Hay un principio que sostiene su vida. Es cierto que la vida no tiene sentido y que la tripulación del barco no es consciente de los sacrificios que el mando conlleva. Sin embargo el principio de la responsabilidad es el motor que impulsa a continuar adelante. Hay que hacerlo y se hace. Creonte termina renunciando a la vida individual en favor de una vida dedicada a la polis, que no le reportará más beneficio que el de la ingratitud. Sin embargo, está absolutamente convencido de que el pueblo necesita de alguien que lo mantenga a flote. El desgarramiento de Creonte es tan auténtico como su sentido de la responsabilidad. El lector termina sintiendo admiración por la resignación y la dedicación con la que desempeña su función. Al mismo tiempo que Antígona queda expuesta como la representante de una autenticidad tan absoluta como improductiva.

La “Antígona” de Jean Anouilh es un manifiesto contra la muerte inútil, contra los falsos sentimientos románticos que precipitan  a un final que, en cualquier caso va a llegar y que muchas veces no ocultan más que un terrible miedo a madurar, a envejecer y a la aceptación de la responsabilidad que todo este proceso conlleva.

 Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado Gascón.

Nota: Algunos, muchos, la mayoría de los críticos, se empeñan en ver en Creonte al dictador nazi y en Antígona a la Resistencia Francesa. No se quién fue el primero en hacer semejante afirmación. Suena bien. Sobre todo porque la obra fue escrita en 1944. He leído la obra tres o cuatro veces. Créanme: no he encontrado ni un solo pasaje en el que se pueda apoyar dicha interpretación.

El tema que una y otra vez se me muestra es el del sentido de la existencia y de los límites que la vida impone a la autenticidad, así como la imposibilidad de elegir el personaje a representar; es decir, la determinación absoluta a la que nuestra conducta está expuesta desde el principio de nuestro nacimiento. La política en el caso de Anouilh es una excusa para tratar el tema, pero no es la cuestión central. Creonte es el hombre que renuncia a la autenticidad personal en virtud de la responsabilidad  a la que está obligado, que es la de gobernar –por más que él preferiría dedicarse al estudio. Antígona, por su parte, representa el anhelo absoluto de autenticidad aunque haya que renunciar a la vida, que es justamente la que lo hace imposible.
Si fuera cierto que Antígona representa a la Resistencia Francesa, ésta quedaría, desde mi punto de vista, muy mal parada. En la obra, Antígona aparece una y otra vez más preocupada por su autenticidad  y libertad individual que por la libertad colectiva. Su muerte no es para vengar a sus hermanos que, como ya se ha visto, eran dos necios inútiles ni para derrocar al tirano. Antígona simplemente quiere alcanzar su autenticidad absoluta aunque ello implique la inmovilidad absoluta. Esto es: su muerte. No puede seguir viviendo porque la vida, como ya le ha mostrado Creonte, es un cúmulo de negociaciones, de autoengaños y de renuncias.

Sin embargo, los defensores de esta teoría - Creonte: nazi/ Antígona: Resistencia -, están tan convencidos de que sólo puede ser así, que la última vez que alguien sugirió en clase de literatura francesa que se trataba de una obra existencialista, el profesor, sin atender a razones, amenazó con suspenderle.

Ante semejante dilema –seguir sus propias consideraciones o las del profesor- dilema que sin duda encerraba una cuestión de carácter absolutamente existencial, el alumno cambió de opinión y llegada la hora del examen escribió lo que el profesor quería leer. Sacó la mejor nota.

“La autenticidad” – explicó el alumno más tarde – “es cosa de muertos.”

Hasta la semana que viene.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

1Q84 (2009) Haruki Murakami


Si tuviera que desvelar el nombre del libro que menos me ha gustado en toda mi vida, ese sería, sin duda,  “1Q84”. ¡Y pensar que pagué por él mil rupias indias! Me han dicho que en Europa esa cantidad se habría visto triplicada, como mínimo. Ello no supone ningún consuelo. En Nueva Delhi las obras de los grandes autores, desde Jane Austen hasta Ibsen pasando por Dickens sin olvidar a Huxley no sobrepasan las doscientas rupias. Mil rupias en India son muchas rupias. Teniendo en cuenta que la historia abarca unas mil páginas, ello supone ¡una rupia por página! No tendría nada en contra si se tratara de una obra maestra, pero en este caso me siento absolutamente estafada. Y que conste que habría tenido que haberlo sospechado cuando al cogerlo entre mis manos lo primero que leí es que en un mes se habían vendido un millón de ejemplares y que había alcanzado una repercusión de proporciones terráqueas. Es cierto que yo ya había visto obras suyas expuestas en las librerías de Alemania y la idea de adentrarme en la para mí absolutamente desconocida literatura japonesa me había llevado a considerar la posibilidad de adquirir alguno de ellos. El calificativo de “Best-Seller” me había detenido. He de reconocer que, en general, siento una profunda aversión contra los libros que se compran en masa por la masa. Convendrán conmigo que no es precisamente su capacidad intelectual lo que la define.

En India, sin embargo, la cada vez más imperiosa curiosidad por saber en qué consistía un “best-seller” japonés me llevó finalmente a adquirirlo. Sí. Sin duda el interés en averiguar cómo se había incorporado a la modernidad una cultura que muchos califican de “exótica”, jugó un gran papel. He de confesar, no obstante, que mis sentimientos hacia el “armonioso” mundo asiático son contrapuestos. He de confesarlo porque soy consciente de que ningún consumado lector me creería si yo afirmara que un libro se abre sin prejuicios. Todos sabemos que salvo raras excepciones los prejuicios acompañan siempre el inicio de cualquier lectura. Bien sea por el tema, por el título, por el sexo, la edad del autor o –como en este caso- por su nacionalidad. He dicho “prejuicios”, lo cual no tiene nada que ver – está claro – ni con “racismo” ni con “discriminación”. Sobre todo porque la lectura constituye un acto individual mientras que los términos anteriores tienen repercusiones de carácter social. En una isla solitaria un misántropo no constituiría ningún problema. Éste surgiría, sin duda, en el momento en que a la misma arribase otro ser humano.

Mi primer prejuicio, pues, era que se trataba de un best-seller. Mi segundo, que se trataba de un japonés. Los que hablan de la cultura japonesa suelen referirse a ella como si de una cultura superior se tratara. A mí las culturas superiores me dan miedo. Sobre todo las que basan su superioridad en la elevación de la espiritualidad. “¿Dónde está el Gólem?”,  me pregunto. Porque no hay que olvidar que el hombre está constituido, tanto si le gusta como si no, de cuerpo y alma y yo –que vengo de la cultura helena y que además me siento sumamente cómoda en ella- recuerdo que en la Ilíada el primer conflicto que aparece no es el de la guerra entre troyanos y griegos sino el surgido entre Aquiles y Agamenón por culpa de un botín en forma de mujer. Esa actitud me parece más sincera y más sana que pretender centrar el comportamiento en una armonía digna de dioses pero no de gentes que tienen que comer todos los días, además de procurar un patrimonio a sus descendientes.

En algún sitio, pues, - suelo decirme cuando la espiritualidad se me antoja excesiva- tiene que estar el Gólem. Siempre sospecho que lo han escondido debajo de la alfombra.

Una vez explicados en que consistían mis prejuicios, he de admitir, sin embargo, que en lo más profundo de mi alma deseaba que se tratara de una novela basada en la educación del espíritu y en la armonía que la belleza proporciona. A veces me invade la angustia por saberme en un mundo donde el materialismo ahoga el alma en pozos de cemento y acero y donde la cultura ha sido desplazada por la anticultura.

Una fina taza de porcelana conteniendo un aromático té servido en una elegante bandeja que una delicada dama porta dentro de una habitación decorada con flores de las que emanan suaves fragancias, constituye hoy en día un extraño placer al que no estamos acostumbrados. La espiritualidad y la fuerza de los pequeños gestos y la reflexión del silencio y de las palabras medidas era, ciertamente, lo que yo anhelaba encontrar.

Así pues: dos prejuicios, un deseo y un libro japonés “Best-Seller”.

Estuve sufriendo, literalmente sufriendo, al ver cómo se consumía mi vista leyendo semejante bazofia. Es peor, mucho peor, que cualquiera de las novelas históricas que he leído. Es, sencillamente, un pésimo libro. Ignoro cómo es posible que medio mundo –incluido el sancta sanctorum de la cultura que es Francia – reclame el premio Nobel para el autor. A lo mejor Murakami tiene razón después de todo y yo – al igual que su protagonista- estoy en otro planeta gemelo del mío. Desde luego una explicación mejor no encuentro.

Porque lo cierto es que no se han leído ni las primeras cien páginas y  uno ya entiende por qué es un best-seller. Las prácticas sexuales que allí aparecen satisfacen las fantasías eróticas de todo tipo: desde el lesbianismo hasta la pederastia pasando por el sexo en grupo sin olvidar el incesto. A ello se suma la violencia, que incluye el asesinato, el maltrato a la mujer y la justicia por cuenta propia. Todo ello envuelto en una atmósfera de ciencia ficción: duendes, mundos paralelos. Adornado con las extravagancias  del mundo pseudo religioso que dejan la puerta abierta a las sectas y a la maternidad virginal en un libro – recordémoslo- en el que el sexo ocupa un lugar destacado.

En resumen: Mi miedo a que hubieran escondido al Gólem debajo de la alfombra era totalmente infundado. En realidad, es justamente todo lo contrario. El Gólem se ha escapado y se ha alzado con la victoria en una guerra donde decir “bueno” equivale a decir “buen asesino”. O sea, el bueno es alguien que consigue liquidar al enemigo antes de que el enemigo le liquide a él. Después de asistir a una suma de insensateces a lo largo de mil páginas, los lectores como yo sentimos la necesidad imperiosa de suplicar a los dioses del Olimpo que manden algún héroe capaz de acabar con el Gólem, la anti cultura y los análisis de marketing.

Soy consciente que mis palabras provocaran grandes indignaciones y consternaciones. Lo más seguro, sin embargo, es que ello haga aumentar las ventas y que el representante de Murakami se sienta contento al saber que se habla de su cliente. Eso siempre significa publicidad gratuita. No obstante, créanme: no pierdan su tiempo y su dinero leyendo historias de sexo, violencia y extraños seres. A mí me avergüenza tanto tener un ejemplar del libro en casa que lo he puesto en el extremo más alto de la biblioteca para que no se vea. Delante hay un buda gordo sentado que se ríe jocosamente de mí cada vez que lo miro.

“1Q84” está traducido a 42 idiomas.

Y luego hablan del Fin del Mundo…

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado Gascón.

 

 

 

 

jueves, 13 de septiembre de 2012

HOTEL SAVOY (1924), de Joseph Roth


La obra comienza con la llegada de Gabriel Dan al Hotel Savoy. Después de tres años de cautiverio en una prisión siberiana y un viaje financiado a base de trabajos mal pagados, Gabriel regresa a una ciudad en la que viven parientes de sus padres –judíos rusos. Cinco años le ha costado volver a encontrarse ante las puertas de Europa. Su intención, sin embargo, no es instalarse allí sino reunir el  suficiente dinero para poder continuar su marcha. De todos los hoteles del Este, el Savoy es el que más europeo le parece.

Allí se alojan gentes de toda clase y condición a las que, sin embargo, les une un denominador común: el desarraigo. Aunque la mayoría sueña con marcharse, el calor familiar que ofrece la atmósfera del hotel y la falta de otro lugar en el que asentarse, les determina a quedarse. En efecto, el hotel desempeña al mismo tiempo las funciones de hogar y de prisión. Para algunos será incluso su ataúd.  Gabriel Dan no tardará mucho tiempo en conocer a algunos de sus huéspedes.

Stasia, trabaja en un teatro de varietés. Gabriel Dan se enamora de ella, pero no se atreve a declararse debido a la pobreza en la que se encuentra sumido. Stasia acabará yéndose con el primo de Gabriel, Alexander: un cabeza de chorlito con dinero.

Santschin, es el payaso de la función. La gente dice que ha enfermado “de repente” pero Roth desvela que lleva diez años muriendo, día a día. Santschin se opone a que llamen al médico porque su abuelo y su padre también murieron sin él. Al fin sus amigos van a buscar al que vive en el hotel. Éste, ante el asombro de los demás, le receta vino. Su muerte está próxima. El médico les advierte que no sobrevivirá a más de dos botellas. De lo que se trata es de conseguir que muera feliz.

Hirsch Fisch, vive en la última habitación del piso más alto del hotel: la 864. Cuanto más pobre es el cliente más arriba se le aloja y menos servicios recibe. Industriales y comerciantes son los que pagan la habitación de Hirsch. Según se dice, hubo un tiempo en que también él  fue un rico comerciante y lo perdió todo por desidia. Hirsch se considera a sí mismo “soñador de los números de lotería” y vende los resultados que sueña.

Abel Glanz, es un hombre pequeño, mal vestido y sin afeitar. Trabajó como apuntador en un pequeño teatro rumano, ahora se dedica a hacer negocios en el mercado negro con el cambio de moneda extranjera.

Ignatz, el viejo “chico de hotel”. Cuando un cliente no tiene dinero para pagar la cuenta del hotel coge una de las maletas, tal como está y se la lleva. Con ello quedan las deudas satisfechas.

Frau Jetti Kupfer, es el “alma mater” del bar del hotel y la que se encarga de dirigir a las chicas para que entretengan a los clientes.

El médico, está cada día a las cinco en la Sala del hotel. Ha sido médico militar.

Xaver Zlogotor,  Magnetizador. Dice que ha aprendido su arte de los faquires cuando estuvo en la India.

Zwonimir Pausin, es un croata llegado de Rusia que estuvo en la misma compañía que Gabriel Dan. Al contrario que la mayoría, llega hasta la ciudad en tren en vez de a pie.  Zwonimir es un revolucionario nato. Pausin es un hombre que trata a todos como viejos conocidos y que se ríe de todos de tal forma que nadie se atreve a decirle nada.

Kaleguropulos, el dueño invisible del hotel al que nadie conoce.

Otros personajes que no viven en el hotel pero que también juegan un papel importante en el desarrollo de la obra son:

Phöbus Böhlaug, tío de Gabriel y padre de Alexandre. No sea aloja en el hotel pero vive en la ciudad. Böhlaug es un rico hombre de negocios, que sin embargo se niega a prestar ayuda a su sobrino Gabriel.

Neuner, dueño de la fábrica. Lo único que le interesa es ganar dinero. Cuando la crisis aparece prefiere especular en la bolsa suiza y con el cambio de monedas.

Bloomfield:  Se hospeda en el Hotel Savoy pero por muy poco tiempo. Es un millonario llegado de América del que todos los habitantes de esa ciudad esperan recibir ayuda financiera. En realidad sólo viene a visitar la tumba de su padre. Será Bloomfield, sin embargo, quien proporcionará a Gabriel Dan el dinero necesario para continuar su viaje hacia el Oeste.

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La situación social que se descubre en el libro es desastrosa. No hay trabajo y el único trabajo que hay está mal pagado y produce enfermedades pulmonares, de manera que muchos trabajadores mueren a los cincuenta años. Es la consecuencia de haber estado recogiendo durante años los pelos de los cerdos que yacen en medio del polvo y la suciedad para hacer cepillos para limpiar.

El malestar social aumenta. Un trabajador entra en la peluquería del hotel. Al no pagar, la policía se lo lleva. No se le concede la puesta en libertad. Los trabajadores se concentran frente al hotel y frente a la prisión. Se desencadena la revolución. A los primeros huelguistas se unen los del sector del textil. El tifus aparece. Bloomfield se marcha sin despedirse. Los trabajadores entran en el hotel buscando al empresario Neuner. Los soldados llegan. Zwonimir desaparece. El hotel arde. Muchos mueren, entre ellos Ignatz – el ascensorista, que resulta ser Kaleguropulos.  Gabriel Dan y Abel Glanz emigran a América.

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Muchos autores necesitan cientos de páginas para describir la fiebre antihumana que asoló la Europa de principios del siglo XX. Roth, en cambio, consigue exponer en pocas pero precisas palabras la soledad del individuo en el mundo absurdo y hostil que le rodea.

El tema central que le preocupa es el de las relaciones entre los hombres. Qué significan los lazos consanguíneos, qué representa la amistad y cuándo es posible la generosidad. El panorama que presenta es bastante pesimista.

La obra de Roth evidencia que la familia raramente constituye el refugio que se pretende hacer creer que es. De hecho, las relaciones de parentesco desaparecen en el mismo instante en que no se trata de reunirse a tomar un café sino de que uno ayude al otro desinteresadamente. En este sentido el autor no hace más que perpetuar la tradición de la Biblia.  En el Antiguo Testamento, la gran familia como tal no existe. Los hermanos constituyen “tribus”, la colaboración entre las cuales no está garantizada por vínculos de sangre, sino de interés. Esaú se marchó a Edom y la enemistad con los descendientes de Jacob continuó hasta el punto de no permitir el paso de Moisés por aquellas tierras. José fue arrojado a un pozo por sus hermanos, salvado por unos extraños y elevado a las altas esferas del palacio de Egipto por el mismísimo faraón. Y en la casa de David, Amnón viola a su hermana Tamar; Absalón mata a Amnón; y surgen las guerras por el trono entre David y Absalón. El tío de Gabriel Dan, por su parte, siente tantos escrúpulos en exteriorizar su riqueza como en ayudar a su sobrino. Es Bloomfield, con el que a Gabriel no le une ningún lazo de sangre, el que, en un gesto de simpatía, le proporciona finalmente el dinero que necesita. En efecto, el sueldo que  Dan recibe por su trabajo sobrepasa con creces lo considerado como una paga normal.

Podría pensarse, por tanto, que los lazos de sangre son siempre menos fuertes que los vínculos forjados por el aprecio entre las almas y que no son las relaciones de consanguinidad las que determinan el afecto de unas personas hacia otras sino el sentimiento natural de la amistad. Sin embargo, el pesimismo vital de Roth no deja lugar a vanas esperanzas: la ayuda entre los hombres, como expresa el ejemplo de Bloomfield, sólo es posible cuando al sentimiento de simpatía se unen los medios necesarios para poder prestarlos.

Por consiguiente, si compartir el mismo tronco genealógico no implica el apoyo incondicional entre las diferentes ramas, la amistad y la simpatía tampoco nacen de soportar un mismo destino.

La solidaridad entre los compañeros y camaradas en tiempos de crisis es imposible. La miseria de cada uno de ellos veda la generosidad. Cuando Gabriel Dan afirma sentirse unido a los que regresan del frente, se trata de un arranque más sentimental que real y tiene que confesar que salvo en ese instante nunca se ha sentido unido a ellos, ni siquiera en la guerra. El altruismo sólo es posible cuando las condiciones materiales resultan suficientes para ejercerlo. “Die Menschen sind nicht schlecht, wenn sie viel Raum haben”, escribe Roth. En tiempos de estrechez, como los que describe la obra, es el egoísmo lo que impera. Ello explicaría también el rechazo general hacia los llegados de Rusia. Los periódicos les señalan como los causantes de todas las desgracias y les acusan de traer a los países sanos el bacilo de la revolución.

En realidad, los que regresan sólo vienen a empeorar una situación ya de por sí terrible. La convivencia en un momento difícil lejos de generar el sentimiento de solidaridad entre los afectados provoca  más bien el grito de “sálvese quién pueda”. Como ya hemos comentado en blogs anteriores, la fraternidad es cosa de santos y de ángeles, no de hombres.

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 Roth no duda tampoco en criticar la miseria humana que la industrialización provoca.”Gott strafte diese Stadt mit Industrie. Industrie ist die härteste Strafe Gottes”. Pero en lo que a las revoluciones como medida para solucionar los problemas se refiere, se muestra más cauto.

Es cierto que la revolución está ahí. Un pequeño accidente –el del trabajador llevado a prisión por no pagar la peluquería-  ha sido el detonante de una explosión que se veía venir. Pero servir, lo que se dice servir, no sirve de mucho.

Roth, fiel a su pesimismo, desvela al lector que las revoluciones las originan los alborotadores porque el deseo de provocar es inherente a su naturaleza. A Zwonimir lo describe como un cabeza de chorlito, pero sincero, porque cree en su revolución. “Agitator, aus Liebe zur Unruhe. Er ist ein Wirrkopf aber ehrlich, und er glaubt an seine Revolution”. Aunque admira la sinceridad de los agitadores, afirma al mismo tiempo su convicción de que las revoluciones no sirven para nada. Acaso para engendrar aún más violencia. Neuner, el dueño de la fábrica, consigue huir con su familia en el coche. Zwonimir desaparece en medio de las víctimas que se amontonan por las calles. Gabriel Dan lo da por muerto. Las revoluciones, como las guerras, sólo dejan tropeles de cadáveres a su paso.

Gabriel Dan confiesa que las revoluciones no le interesan. Es demasiado egoísta y las huelgas de los trabajadores ni le van ni le vienen.

En mi opinión, no es egoísmo lo que insta a Dan a continuar su camino sin detenerse a resolver los conflictos sociales. Es sobre todo, el deseo de vivir y la nausea que siente ante las luchas humanas. Roth, como Remarque, denuncia la miseria espiritual y social que cualquier guerra entraña por obligar a asesinarse entre sí a hombres que son perfectos desconocidos entre ellos y a los que nada les vincula. Gabriel Dan se debate entre el sentimiento de solidaridad y el de egoísmo. Die Heimkehrer sind meine Brüder, sie sind hungrig.  Nie sind sie meine Brüder gewesen“.

La solución es la libertad radical: no pertenecer a ningún lugar ni a ningún grupo. La solución es partir. Sólo existe el seguir andando. El seguir y seguir. Se muestra el terror a una relación profunda y el deseo –al mismo tiempo- de conocer vidas y personas con las que sólo nos unen momentos y situaciones concretas. Todos aquellos que se detienen en un sitio creyendo que han llegado, mueren. La muerte es absurda y  alcanza a todos por igual.  No se trata de un “deambular” sino de un “dirigirse a” y sin embargo, el final del viaje está siempre más allá de nosotros mismos. Ello no se debe ni a la naturaleza intrínseca del ser humano ni a una maldición divina. Salvo que se piense equivocadamente que el desarraigo pertenece a una de esas dos categorías. En realidad, nosotros no somos nunca donde estamos. Es la consciencia de saber que no pertenecemos a ningún lugar lo que nos obliga a continuar adelante. No se trata de encontrar el Paraíso. Lo que impulsa a seguir es el anhelo de llegar allí donde “ser” y “estar” convergen. Algunas veces acomete el deseo de establecerse definitivamente,  pero la vida, el deseo de vivir, exhorta a proseguir la marcha. El eterno retorno no existe. El retorno es imposible. El mundo cambia inexorablemente. Creer que puede volverse al punto de partida es una quimera. Los lugares nunca son lo que fueron. Las gentes, tampoco. „Ein großes Heimweh geht von ihnen aus, die Sehnsucht vorwärtstreibt und eine verschüttete Erinnerung an Heimat.“ La marcha es siempre hacia delante. Tal vez no en línea recta pero desde luego jamás en círculo.

Es Bloomfield el que desvela a Gabriel Dan el emplazamiento del verdadero Hogar: allí donde nuestros muertos están.  Si estuvieran en América, consideraría a América su casa. La vida y la muerte van juntas. Es una continuación y un punto de partida. “Wenn mein Vater in Amerika gestorben wäre, ich könnte ganz in Amerika zu Hause sein. Mein Sohn wird ein ganzer Amerikaner sein, denn ich werde dort begraben werden.“ (...) Das Leben hängt so sichtbar mit dem Tod zusammen und der Lebendige mit seinen Toten. Es ist kein Ende da, kein Abbruch –immer Fortsetzung und Anknüpfung.“  Sin embargo, es Roth, Roth el pesimista, el que termina destruyendo “el hogar” del millonario dejándolo de esta forma en la indigencia espiritual. Las circunstancias socioeconómicas impedirán a Bloomfield volver a visitar la tumba de su padre. Er wird seine Sehnsucht unterdrücken, Henry Bloomfield”. La riqueza es indiferente. El dinero no puede salvar todos los obstáculos. Bloomfield, el millonario Bloomfield, es también un desarraigado y como todos los desarraigados de esta Tierra también él siente nostalgia por el hogar que no tiene. Su carencia no significa ni una maldición ni una liberación. El desarraigo constituye la realidad primera que el hombre ha de aceptar para poder sobrevivir y seguir adelante. No se sabe adónde, pero siempre adelante. La tan soñada América únicamente representa el nombre del nuevo destino, no el nombre del hogar. Los recién llegados continuarán arrastrando su naturaleza de desarraigados. Más incluso que antes, porque como muy bien señala Singer en  “Sombras sobre el Hudson” entre los padres llegados a América y los hijos nacidos allí, no existirá ni tan siquiera la afinidad del lenguaje. La soledad es el axioma en el que se basa la existencia del ser humano.  Únicamente siendo consciente de ello se puede evitar la muerte. A veces, es el pesimismo el que nos salva. 

Cuando somos más fuertes que él...
Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado Gascón.



jueves, 6 de septiembre de 2012

ÉTICA E INFINITO (1982) -Emmanuel Lévinas

Le libre de Poche. Biblio Essais. Fayard / France Culture (1982).

« Les entretiens présentés dans ce volume ont été enregistrés et diffusés par France-Culture en février-mars 1981. Ils ont été légèrement remaniés et complétés pour l’édition. Ils constituent une présentation succincte de la philosophie d’Emmanuel Lévinas, à l’ensemble de laquelle pourrait sans doute convenir le titre Éthique et Infini. Les dix entretiens suivent le développement de la pensée de Lévinas depuis ses années de formation jusqu’aux articles les plus récents qui viennent d’être réunis en recueil –en passant par deux œuvres brèves mais importantes : De l’existence à l’existant, Le Temps et l’Autre, et les deux œuvres philosophiques majeures : Totalité et Infini et Autrement qu’être ou au-delà de l’essence. » Philippe Nemo. (Pg.5)

“Las entrevistas presentes en este volumen fueron registradas y difundidas por Francia-Cultura en Febrero-Marzo de 1981. Han sido ligeramente relaboradas y completadas para esta edición. Constituyen una presentación sucinta de la filosofía de Emmanuel Lévinas al conjunto de la cual le convendría sin duda el título de Ética e Infinito. Las diez entrevistas siguen el desarrollo del pensamiento de Lévinas desde sus años de formación hasta sus artículos más recientes que acaban de ser reunidos en una colección - pasando por dos obras breves pero importantes: De la existencia al existente, El Tiempo y el Otro y las dos obras filosóficas mayores: Totalidad e Infinito y Del otro modo de Ser o más allá de la esencia.” Philippe Nemo.  (Pg.5)

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En general, no suelo incluir ninguna cita en mis comentarios. En primer lugar, porque lo que pretendo no es repetir lo que el autor ha escrito –para eso basta con leer sus obras. En segundo lugar, porque me parece irresponsable utilizar las palabras de los escritores para apoyar mis opiniones.  Sus historias y las ideas que en ellas se contienen me sirven de excusa, eso sí,  para desarrollar mis propias interpretaciones personales. El blog, por su parte, me obliga a donarles una estructura. Lo último que desearía sería caer en la escolástica.

En el caso de Lévinas mis consideraciones han surgido a partir de sus palabras. Son ellas las que han provocado mi reflexión. Así pues no puedo ni debo obviarlas. Este es el motivo que me lleva a acudir a las citas del texto original acompañadas de mi traducción. Dos ideas me han parecido especialmente interesantes: el estudio de lo que significa el “hay” (il y a) y la imposibilidad de comunicar la existencia. El ser no puede salir de su soledad ni siquiera a través del conocimiento puesto que  el saber es inmanente y en su transmisión el otro se encuentra al lado y no enfrente del interlocutor.

Sin embargo es el tema de la responsabilidad, tal y como Lévinas lo trata, el que más me ha impresionado.  No obstante, confieso mi escepticismo hacia la posibilidad de que sus observaciones al respecto puedan llegar a ser válidas a nivel práctico y no meramente filosófico.

He de manifestar, igualmente, que no soy especialista en su Filosofía. De hecho, estas entrevistas me han introducido por vez primera en su trabajo.

A lo dicho me remito: las historias y los esquemas que construyen los diferentes autores  suponen el punto de partida de mi reflexión personal, no una recensión ni una asunción de sus posturas. Como todas las consideraciones, también la mías guardan en su haber una parte irreductible de subjetividad de la que me hago responsable.

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Lo primero que hice al terminar la lectura del libro, fue consultar la biografía de Lévinas. Un hombre que decía lo que decía acerca del Otro, acerca de la responsabilidad, acerca de la exigencia de una responsabilidad absoluta, había de albergar por fuerza algún elemento en su historia personal que le llevara a elaborar una teoría moral tan exigente. Es justamente la  radicalidad moral de su pensamiento lo que cautiva al lector.

La idea central es que yo soy responsable del otro. Tal responsabilidad se caracteriza, de un lado por ser total y de otro, no-simétrica. Lévinas sostiene que su responsabilidad –que es una responsabilidad por el otro-  exige tal grado de compromiso que se ha de aceptar incluso la posibilidad de  que su ejercicio pueda conducir a la muerte.

“La relation intersubjective est une relation non symétrique. En ce sens, je suis responsable d’autrui sans attendre le réciproque, dût-il m’en coûter la vie » (Pg.94)

C’est moi qui supporte tout (…) je suis responsable d’une responsabilité totale, qui répond de tous les autres et de tout chez les autres, même de leur responsabilité. Le moi a toujours une responsabilité de plus que tous les autres. (pg.95)

“La relación intersubjetiva es una relación no-simétrica. En este sentido, yo soy responsable del otro sin esperar de él un comportamiento recíproco, aunque ello me cueste la vida.”

“Soy yo el que soporta todo (…) yo soy responsable de una responsabilidad total, que responde de todos los otros y de todo en los otros, incluso de su responsabilidad. Mi yo siempre tiene una mayor responsabilidad que todos los demás”

Al lector sin embargo no le pasa desapercibido el carácter utópico de estas ideas porque como muy bien dice Philipp Claudel en su libro “El informe Brodeck”:

« (…) nous ne sommes jamais à la hauteur de nous-même. Cette impossibilité est inhérente à notre nature. » (pg271)

 “(...) nosotros no estamos jamás a la altura de nosotros mismos. Dicha imposibilidad es inherente a nuestra naturaleza.”

A mí también me invade la sospecha de que, salvo muy contadas excepciones ninguno de nosotros somos santos, ni podemos serlo, que es adonde en última instancia se dirige el pensamiento del autor de “Ética e Infinito”. Así pues, a mi modo de ver, la teoría de Lévinas contiene varias dificultades.

En primer lugar, aparece la pregunta de cómo conciliar la responsabilidad por el Otro, con la responsabilidad por el otro.

Lévinas reconoce : « Puisque je suis responsable même de la responsabilité d’autrui. Ce sont là des formules extrêmes, qu’il ne faut pas détacher de leur contexte. Dans le concret, beaucoup d’autres considérations interviennent et exigent la justice même pour moi. » (pg.96)

« Puesto que yo mismo soy responsable de la responsabilidad del otro. Estas son fórmulas extremas que no hay que separar de su contexto. En lo concreto intervienen muchas otras consideraciones y exigen la justicia incluso para mí.”

Nos enfrentamos, por tanto, al problema del que ya hablé en mi blog: “Reflexiones sobre la Libertad, la Igualdad y la  Fraternidad”, de la concretización del Absoluto. Porque lo cierto, es que el Otro abstracto nunca es el otro concreto. El Otro abstracto nunca abarca a un uno sino a muchos, sin especificar quiénes. Por consiguiente, ese Otro abstracto termina encerrando un concepto vacío que puede ser empleado y malempleado según convenga.

En resumidas cuentas: mientras el Otro sea un otro Absoluto o como dice Lévinas un “Otro extremo”, ese otro resulta un gran desconocido.

Pero es que además, Lévinas no sólo habla del otro sino de los otros, lo cual viene a complicar el panorama. Primero, porque él mismo es consciente de que los universalismos corren el peligro de caer en el totalitarismo. Segundo, porque Lévinas defiende la importancia del rostro del otro y el otro, por indeterminado no tiene rostro. Y en el momento en que lo tiene, la ética de Lévinas ha de ser matizada –como él mismo admite.

En segundo lugar, y debido a lo que acabamos de explicar, mucho me temo que los principios éticos de Lévinas no nos acercan a la santidad sino a la perdición. A mi modo de ver, llevados a la práctica provocan dos consecuencias, a cuál de ellas más funesta.

1.       Ser responsable por el otro puede interpretarse como la obligación moral de indicarle el camino a seguir. (Lo que en un mundo plural como el nuestro significa: ‘en la dirección más apropiada en mi opinión.”)

En un primer momento esta interpretación nos introduce en la problemática de la educación. Llevada a sus extremas consecuencias, engendra la dictadura.

 El “otro” puede elegir entre dos opciones para defenderse del control asfixiante que sobre él se ejerce:
-       a)   Una alternativa es que acepte mi responsabilidad. La consecuencia es el deber de obediencia a mis reglas.

-       b)   La otra posibilidad es que se considere autorizado a liberarse de mi opresión puesto que en función de la responsabilidad que él tiene hacia mí ha de liberarme de la condición de tirano.

La consecuencia de esta postura es:

-          A nivel individual, la rebelión.

-          A nivel político, la revolución.

En cualquier caso, la violencia termina estallando.

 

2.      Ser responsable del otro implicar cargar todas sus acciones sobre mis espaldas. La educación cae en el descrédito, al no poder desprenderse de sus elementos coactivos. El otro es libre porque la relación  ética no es simétrica, dice Lévinas. Sólo yo no soy libre. Da igual lo que el otro haga: yo siempre soy responsable de él y esa responsabilidad no tiene límites.

 

En este segundo caso, ser responsable del otro significaría:

-          a) En la relación del otro con el mundo exterior, que yo soy su garante.

-         b)  En la relación del otro conmigo, que únicamente yo soy el que está obligado a ejercer la liberalidad y el perdón.

En mi pensamiento se agolpan todas esas madres que han sacrificado sus vidas, las vidas de sus otros hijos, sus haciendas, sus riquezas, por sentirse responsables de seres que ni siquiera se sentían responsables de sí mismos. Como muy bien puede imaginarse, su sacrificio no ha servido para nada. Si acaso, para provocar más dolor,  más problemas, más muertes.

En este sentido, la consecuencia a la que arrastra esta segunda postura es que la responsabilidad que me exigen algunos “otros” concretos a los cuales me debo, puede implicar destrozar a algunos “otros” concretos a los cuales me debo igualmente.

Vuelvo a señalar las dificultades que he encontrado en Lévinas para saber cuándo el otro es otro abstracto, cuándo concreto y cómo se puede llegar desde ese otro abstracto al otro concreto. Ni siquiera he podido determinar con claridad cuándo hace referencia a otro singular o a otro plural.
  
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A mi juicio, los problemas éticos surgen a partir de tres tipos de actitudes. La primera, cuando uno se siente absolutamente responsable del otro. La segunda, cuando nadie se siente responsable de nadie - ni siquiera de sí mismo. La tercera, cuando nadie se siente culpable de nada – ni siquiera de sus propias acciones.
Aparece entonces el sentimiento de la angustia. Pero ya no como el sentimiento que se puede experimentar ante una circunstancia determinada sino como un estado de hecho del que no se puede salir. El absurdo del ser y el absurdo de la existencia toman la apariencia de verdades inquebrantables y eternas.

Es precisamente en ese instante cuando surge la necesidad de una ética de la responsabilidad hacia mí, hacia el otro y hacia el mundo.
- Por lo que al yo se refiere, el hecho de estar dentro de la vida le obliga a desarrollar sus capacidades y aptitudes. Para conseguirlo, la primera exigencia ética es sobrevivir. La segunda, la capacidad para trascender el materialismo vital que, aunque sea la base del ser humano, no es el único elemento que lo constituye.

- El otro es mi frontera, puede que incluso mi barrera, pero en tanto que ser humano como yo, me permite aprender de sus errores  y aciertos tanto como de mis errores y aciertos.
- El mundo, por ser el lugar en el que la vida se desarrolla ha de posibilitar la “existencia” para permitir la “coexistencia.” De otro modo, la única exigencia ética sería la de la supervivencia individual. Al mismo tiempo, sus pobladores han de preocuparse de que el mundo siga posibilitando la existencia para sus descendientes ya que ello es la base de cualquier sociedad. Esto les obliga a esforzarse en conservar el hábitat en el que coexisten.

Así pues, comparto con Lévinas que la responsabilidad ética no sólo es necesaria sino imprescindible. Lo que no acepto es el grado extremo que ha de alcanzar, según el cual la conservación de nuestra vida cuenta menos que el otro.
A mi memoria viene una poesía de Brecht. En ella un árbol muy fuerte vence a todos los cuervos que se enfrentan a él. Sin embargo, cuando los cuervos –habiendo aceptado la victoria del árbol- se acuestan a dormir apoyados en él, el árbol muere. El peso era demasiado.

Ese justamente es el peso que Lévinas propone y el que a mí me parece tan realmente peligroso. La ética de Lévinas es una ética para un mundo que no existe. Su sistema es posible en el Paraíso pero no en un mundo de hombres. No tanto porque el mundo de los hombres esté sumido en el pecado y la perversión como por el hecho de que  una espesa niebla lo envuelve de manera que nadie ve muy bien por dónde tiene que ir. Al final, ser responsable de unos significa tener que dejar en el camino a otros.
En Internet he leído que “Levinas identificará al otro con las figuras del huérfano, el extranjero y la viuda por su situación especial de pérdida y sufrimiento” (XII Congreso Internacional de la Teoría de la Educación 2011. Eduardo Romero y Marta Gutiérrez. Universidad de Murcia)

Lévinas en efecto, hace suyas las palabras de Dostoievski.  « Nous sommes tous responsables de tout et de tous devant tous, et moi plus que tous les autres” (Pg. 98) “Todos somos responsables de todo y de todos ante todos y yo más que los otros”

Y yo que no soy santa, temo que esta idea acabe conduciendo a una ética basada en el complejo de culpabilidad, debido entre otras cosas a que nuestras fuerzas morales son limitadas.
Es, ciertamente, complejo de culpabilidad lo que uno cree encontrar en Lévinas al leer su teoría de la responsabilidad. Un sentimiento de culpabilidad terrible, ignoro si confesado, por no haber podido salvar a su familia, asesinada en los campos de concentración. Por no haber podido salvar ni a sus padres ni a sus hermanos habiendo él, sin embargo, sobrevivido.
Hay una posibilidad de redención para ese sentimiento de culpabilidad. Lévinas mismo la vislumbra, aunque no estoy muy segura de que él la haya asumido para sí mismo cuando cita un proverbio portugués que Claudel ha utilizado para uno de sus trabajos. “Dieu écrit droit par des lignes tortueuses” (Pg 107) « Dios escribe recto en líneas torcidas. »
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En mi opinón, al centrar su ética en la responsabilidad por el otro, Lévinas olvida la importancia del “yo” y del “mundo”, como elementos éticos a tener en cuenta y si lo hace es sólo en tanto que tienen relación con el otro. Ese otro absoluto, que no puede ser conjugado con el otro ni con los otros concretos es lo que determina el carácter extremo o utópico de su filosofía moral.

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No cabe duda de que la intención del filósofo es encontrar una solución radical a la crisis que atraviesan los esquemas de valores morales contemporáneos. Pero tal vez sería mejor determinar en primer lugar, de dónde parte un conflicto que comienza a tomar dimensiones preocupantes.

A juicio de algunos, el hombre ético se enfrenta hoy en día a dos graves obstáculos. Por un lado, el laicismo ha desplazado a Dios como axioma moral. Por otro, la pluralidad de valores impide el consenso social. A mi modo de ver ambas afirmaciones son falsas y sumamente peligrosas porque abren la puerta a esquemas dictatoriales en la moral que sólo conducen a uniformar una sociedad y a empobrecerla espiritualmente – aunque sea el nombre de Dios el que los abandere.

En realidad, el laicismo no representa ningún inconveniente, si existe una ética humanista coherente. En cuanto a la pluralidad de valores se refiere, hay que reconocer que ella representa el motor dinámico de cualquier sociedad tolerante y expresa el triunfo de la libertad.

El problema, pues, no es que existan demasiados modelos éticos a elegir. El problema es que no hay ninguno.

La verdadera, la auténtica catástrofe a la que nos enfrentamos hoy en día es la fragmentación individual.

Y es que entre las mónadas leibnizianas, que Kant –de alguna manera- recoge en su ética y la fragmentación ética del ser humano, que le imposibilita para darse un esquema organizado de valores a sí mismo, - de modo que únicamente dispone de unas cuantas normas sueltas que le ayudan a sortear el momento según éste se presente - , hay una gran diferencia. La misma que existe entre el maestro fontanero y el chapucero.

El relativismo moral del que tanto gusta el hombre moderno hoy en día, impide cualquier concretización de los valores absolutos, no ya a nivel social sino – y esto es lo terrible- a nivel individual.

La ausencia de valoración moral no viene dada por ni por la excesiva tolerancia a las convicciones del otro ni por la falta de respeto hacia ellas sino, justamente, por la propia falta de convicciones. Es por ello, por lo que más de un listillo, comienza sus demagógicas frases a ritmo de manipulación: “¿No crees que deberías hacer esto?” ¿No opinas que sería mejor hacer aquello?”. Tales sujetos se han dado cuenta de que los esqueletos brillantes de los hombres que les rodean carecen de estructura interna y no pierden la ocasión para conseguir sus propios fines que, por supuesto, no descansan ni en la buena voluntad ni en el deseo de universalidad.

Al final, son los cínicos  los que salen beneficiados de la falta de un proyecto ético individual organizado.

La única ética que puede hacer frente a esta situación es la ética kantiana.
 
Esta ética es la más adecuada y la menos peligrosa puesto que cada individuo establece su propio grado de exigencia. Hay que subrayar que menos no significa que no sea peligrosa.
Tres son los principios en los que se asienta la también llamada ética del imperativo categórico: el libre albedrío, la racionalidad dirigida por la buena voluntad y la universalidad. Se trata de una universalidad originada a partir del individualismo. Es la voluntad racional del uno la que decide qué principios pueden convertirse en universales.
Como puede observarse, ello no se parece en nada a la globalización actual, que impone desde el exterior determinadas conductas una vez que ha conseguido atomizar al individuo en momentos inconexos que le impiden pensar y estructurar su propia existencia dentro de una comunidad social.
Algunos achacan este problema al hecho de que la gran circulación de datos de que se dispone actualmente no genera una mayor comunicación sino simplemente un intercambio –igualmente fragmentado - de información.

No nos engañemos.

También en la ética kantiana la comunicación a nivel moral se basa, sobre todo, en un intercambio de información, puesto que la soberanía individual construye para sí misma su propio esquema de valores basados en la racionalización de la buena voluntad y la aspiración de universalidad a partir de los datos con los que cuenta. La discusión ética no es posible o, por lo menos no es aconsejable debido al principio de juicio individual en el que tal sistema moral descansa. Enjuiciar el comportamiento de los otros sólo puede realizarse a nivel interno debido justamente al respeto que la decisión del otro en virtud de su autonomía exige. Internamente se puede aceptar o no la validez de los principios morales que guían el comportamiento del otro. Pero la  expresión pública de dichas consideraciones han de ser lo más comedidas posible. El respeto a las decisiones morales ajenas obliga a la tolerancia al mismo tiempo que permite poner  libremente en juego los propios principios.

La tragedia, pues, no es que la información carezca de estructura. La información –si libre- ha de carecer necesariamente de ella. La tragedia, la verdadera tragedia es que la atomización que padecen los individuos es la que les impide dotar de una estructura –individual, libre y racionalizada- a esa información. Nadie sabe si este fenómeno se debe a que beber el zumo de manzana resulta más cómodo que comérse la manzana a bocados o a que el hombre actual se ha quedado sin dientes y los únicos que se ven –de vez en cuando – son postizos.

No obstante, la ética kantiana es también peligrosa en el sentido de que alguno puede imponerse como responsabilidad propia el  mejoramiento espiritual del mundo. Es ahí donde comienza el puritanismo y la imposición de normas morales a los otros.

Nadie duda de que a lo largo de cada día y en distintas situaciones los individuos han de hacer frente a la amenaza de que unos cuantos se empeñen en imponer  su propia visión del mundo. Según algunos este peligro obliga a introducir un elemento que no existía previamente en la ética kantiana: el diálogo. Lo cierto es que ello requiere una serie de condiciones que difícilmente se dan en la realidad y que entrañan nuevos riesgos como la utilización de la persuasión. A nivel político, las armas parecen ser cada vez el “mejor” modo de asegurar el canje de opiniones.

Para contrarrestar esta amenaza es necesario que el yo del uno termine donde comienza el yo del otro, de modo que cada individuo sea una norma ética para sí mismo. Corresponde a las leyes jurídicas poner en comunicación todas estas normas individuales.

Quizás la individualidad reflexiva –el eterno y siempre válido “Sapere Aude” - pudiera erradicar al virus de la atomización espiritual que cada individuo, en mayor o menor medida, padece hoy en día. Quizás el eterno y siempre válido “Sapere Aude” trascendente a todos los planes de estudio existentes, pudiera lograrlo. Tal vez así  acertáramos a ver mejor nuestro rostro, el rostro de aquellos que están a nuestro lado y el rostro del mundo en el que vivimos, para poder atrevernos a ser responsables  de una vez por todas. Radicalmente responsables sin dejar de ser radicalmente hombres de carne y hueso.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado Gascón.

 

 

 

 

 











 

 

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