miércoles, 19 de septiembre de 2012

1Q84 (2009) Haruki Murakami


Si tuviera que desvelar el nombre del libro que menos me ha gustado en toda mi vida, ese sería, sin duda,  “1Q84”. ¡Y pensar que pagué por él mil rupias indias! Me han dicho que en Europa esa cantidad se habría visto triplicada, como mínimo. Ello no supone ningún consuelo. En Nueva Delhi las obras de los grandes autores, desde Jane Austen hasta Ibsen pasando por Dickens sin olvidar a Huxley no sobrepasan las doscientas rupias. Mil rupias en India son muchas rupias. Teniendo en cuenta que la historia abarca unas mil páginas, ello supone ¡una rupia por página! No tendría nada en contra si se tratara de una obra maestra, pero en este caso me siento absolutamente estafada. Y que conste que habría tenido que haberlo sospechado cuando al cogerlo entre mis manos lo primero que leí es que en un mes se habían vendido un millón de ejemplares y que había alcanzado una repercusión de proporciones terráqueas. Es cierto que yo ya había visto obras suyas expuestas en las librerías de Alemania y la idea de adentrarme en la para mí absolutamente desconocida literatura japonesa me había llevado a considerar la posibilidad de adquirir alguno de ellos. El calificativo de “Best-Seller” me había detenido. He de reconocer que, en general, siento una profunda aversión contra los libros que se compran en masa por la masa. Convendrán conmigo que no es precisamente su capacidad intelectual lo que la define.

En India, sin embargo, la cada vez más imperiosa curiosidad por saber en qué consistía un “best-seller” japonés me llevó finalmente a adquirirlo. Sí. Sin duda el interés en averiguar cómo se había incorporado a la modernidad una cultura que muchos califican de “exótica”, jugó un gran papel. He de confesar, no obstante, que mis sentimientos hacia el “armonioso” mundo asiático son contrapuestos. He de confesarlo porque soy consciente de que ningún consumado lector me creería si yo afirmara que un libro se abre sin prejuicios. Todos sabemos que salvo raras excepciones los prejuicios acompañan siempre el inicio de cualquier lectura. Bien sea por el tema, por el título, por el sexo, la edad del autor o –como en este caso- por su nacionalidad. He dicho “prejuicios”, lo cual no tiene nada que ver – está claro – ni con “racismo” ni con “discriminación”. Sobre todo porque la lectura constituye un acto individual mientras que los términos anteriores tienen repercusiones de carácter social. En una isla solitaria un misántropo no constituiría ningún problema. Éste surgiría, sin duda, en el momento en que a la misma arribase otro ser humano.

Mi primer prejuicio, pues, era que se trataba de un best-seller. Mi segundo, que se trataba de un japonés. Los que hablan de la cultura japonesa suelen referirse a ella como si de una cultura superior se tratara. A mí las culturas superiores me dan miedo. Sobre todo las que basan su superioridad en la elevación de la espiritualidad. “¿Dónde está el Gólem?”,  me pregunto. Porque no hay que olvidar que el hombre está constituido, tanto si le gusta como si no, de cuerpo y alma y yo –que vengo de la cultura helena y que además me siento sumamente cómoda en ella- recuerdo que en la Ilíada el primer conflicto que aparece no es el de la guerra entre troyanos y griegos sino el surgido entre Aquiles y Agamenón por culpa de un botín en forma de mujer. Esa actitud me parece más sincera y más sana que pretender centrar el comportamiento en una armonía digna de dioses pero no de gentes que tienen que comer todos los días, además de procurar un patrimonio a sus descendientes.

En algún sitio, pues, - suelo decirme cuando la espiritualidad se me antoja excesiva- tiene que estar el Gólem. Siempre sospecho que lo han escondido debajo de la alfombra.

Una vez explicados en que consistían mis prejuicios, he de admitir, sin embargo, que en lo más profundo de mi alma deseaba que se tratara de una novela basada en la educación del espíritu y en la armonía que la belleza proporciona. A veces me invade la angustia por saberme en un mundo donde el materialismo ahoga el alma en pozos de cemento y acero y donde la cultura ha sido desplazada por la anticultura.

Una fina taza de porcelana conteniendo un aromático té servido en una elegante bandeja que una delicada dama porta dentro de una habitación decorada con flores de las que emanan suaves fragancias, constituye hoy en día un extraño placer al que no estamos acostumbrados. La espiritualidad y la fuerza de los pequeños gestos y la reflexión del silencio y de las palabras medidas era, ciertamente, lo que yo anhelaba encontrar.

Así pues: dos prejuicios, un deseo y un libro japonés “Best-Seller”.

Estuve sufriendo, literalmente sufriendo, al ver cómo se consumía mi vista leyendo semejante bazofia. Es peor, mucho peor, que cualquiera de las novelas históricas que he leído. Es, sencillamente, un pésimo libro. Ignoro cómo es posible que medio mundo –incluido el sancta sanctorum de la cultura que es Francia – reclame el premio Nobel para el autor. A lo mejor Murakami tiene razón después de todo y yo – al igual que su protagonista- estoy en otro planeta gemelo del mío. Desde luego una explicación mejor no encuentro.

Porque lo cierto es que no se han leído ni las primeras cien páginas y  uno ya entiende por qué es un best-seller. Las prácticas sexuales que allí aparecen satisfacen las fantasías eróticas de todo tipo: desde el lesbianismo hasta la pederastia pasando por el sexo en grupo sin olvidar el incesto. A ello se suma la violencia, que incluye el asesinato, el maltrato a la mujer y la justicia por cuenta propia. Todo ello envuelto en una atmósfera de ciencia ficción: duendes, mundos paralelos. Adornado con las extravagancias  del mundo pseudo religioso que dejan la puerta abierta a las sectas y a la maternidad virginal en un libro – recordémoslo- en el que el sexo ocupa un lugar destacado.

En resumen: Mi miedo a que hubieran escondido al Gólem debajo de la alfombra era totalmente infundado. En realidad, es justamente todo lo contrario. El Gólem se ha escapado y se ha alzado con la victoria en una guerra donde decir “bueno” equivale a decir “buen asesino”. O sea, el bueno es alguien que consigue liquidar al enemigo antes de que el enemigo le liquide a él. Después de asistir a una suma de insensateces a lo largo de mil páginas, los lectores como yo sentimos la necesidad imperiosa de suplicar a los dioses del Olimpo que manden algún héroe capaz de acabar con el Gólem, la anti cultura y los análisis de marketing.

Soy consciente que mis palabras provocaran grandes indignaciones y consternaciones. Lo más seguro, sin embargo, es que ello haga aumentar las ventas y que el representante de Murakami se sienta contento al saber que se habla de su cliente. Eso siempre significa publicidad gratuita. No obstante, créanme: no pierdan su tiempo y su dinero leyendo historias de sexo, violencia y extraños seres. A mí me avergüenza tanto tener un ejemplar del libro en casa que lo he puesto en el extremo más alto de la biblioteca para que no se vea. Delante hay un buda gordo sentado que se ríe jocosamente de mí cada vez que lo miro.

“1Q84” está traducido a 42 idiomas.

Y luego hablan del Fin del Mundo…

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado Gascón.

 

 

 

 

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