Si tuviera que desvelar el nombre del libro que
menos me ha gustado en toda mi vida, ese sería, sin duda, “1Q84”. ¡Y pensar que pagué por él mil rupias
indias! Me han dicho que en Europa esa cantidad se habría visto triplicada,
como mínimo. Ello no supone ningún consuelo. En Nueva Delhi las obras de los
grandes autores, desde Jane Austen hasta Ibsen pasando por Dickens sin olvidar
a Huxley no sobrepasan las doscientas rupias. Mil rupias en India son muchas
rupias. Teniendo en cuenta que la historia abarca unas mil páginas, ello supone
¡una rupia por página! No tendría nada en contra si se tratara de una obra
maestra, pero en este caso me siento absolutamente estafada. Y que conste que
habría tenido que haberlo sospechado cuando al cogerlo entre mis manos lo
primero que leí es que en un mes se habían vendido un millón de ejemplares y
que había alcanzado una repercusión de proporciones terráqueas. Es cierto que
yo ya había visto obras suyas expuestas en las librerías de Alemania y la idea de
adentrarme en la para mí absolutamente desconocida literatura japonesa me había
llevado a considerar la posibilidad de adquirir alguno de ellos. El
calificativo de “Best-Seller” me había detenido. He de reconocer que, en
general, siento una profunda aversión contra los libros que se compran en masa
por la masa. Convendrán conmigo que no es precisamente su capacidad intelectual
lo que la define.
En India, sin embargo, la cada vez más imperiosa
curiosidad por saber en qué consistía un “best-seller” japonés me llevó
finalmente a adquirirlo. Sí. Sin duda el interés en averiguar cómo se había
incorporado a la modernidad una cultura que muchos califican de “exótica”, jugó
un gran papel. He de confesar, no obstante, que mis sentimientos hacia el
“armonioso” mundo asiático son contrapuestos. He de confesarlo porque soy
consciente de que ningún consumado lector me creería si yo afirmara que un
libro se abre sin prejuicios. Todos sabemos que salvo raras excepciones los prejuicios
acompañan siempre el inicio de cualquier lectura. Bien sea por el tema, por el
título, por el sexo, la edad del autor o –como en este caso- por su
nacionalidad. He dicho “prejuicios”, lo cual no tiene nada que ver – está claro
– ni con “racismo” ni con “discriminación”. Sobre todo porque la lectura
constituye un acto individual mientras que los términos anteriores tienen
repercusiones de carácter social. En una isla solitaria un misántropo no
constituiría ningún problema. Éste surgiría, sin duda, en el momento en que a
la misma arribase otro ser humano.
Mi primer prejuicio, pues, era que se trataba de un
best-seller. Mi segundo, que se trataba de un japonés. Los que hablan de la
cultura japonesa suelen referirse a ella como si de una cultura superior se
tratara. A mí las culturas superiores me dan miedo. Sobre todo las que basan su
superioridad en la elevación de la espiritualidad. “¿Dónde está el Gólem?”, me pregunto. Porque no hay que olvidar que el
hombre está constituido, tanto si le gusta como si no, de cuerpo y alma y yo
–que vengo de la cultura helena y que además me siento sumamente cómoda en
ella- recuerdo que en la Ilíada el primer conflicto que aparece no es el de la
guerra entre troyanos y griegos sino el surgido entre Aquiles y Agamenón por
culpa de un botín en forma de mujer. Esa actitud me parece más sincera y más
sana que pretender centrar el comportamiento en una armonía digna de dioses
pero no de gentes que tienen que comer todos los días, además de procurar un
patrimonio a sus descendientes.
En algún sitio, pues, - suelo decirme cuando la
espiritualidad se me antoja excesiva- tiene que estar el Gólem. Siempre
sospecho que lo han escondido debajo de la alfombra.
Una vez
explicados en que consistían mis prejuicios, he de admitir, sin embargo, que en
lo más profundo de mi alma deseaba que se tratara de una novela basada en la
educación del espíritu y en la armonía que la belleza proporciona. A veces me
invade la angustia por saberme en un mundo donde el materialismo ahoga el alma
en pozos de cemento y acero y donde la cultura ha sido desplazada por la
anticultura.
Una fina taza de porcelana conteniendo un aromático
té servido en una elegante bandeja que una delicada dama porta dentro de una
habitación decorada con flores de las que emanan suaves fragancias, constituye
hoy en día un extraño placer al que no estamos acostumbrados. La espiritualidad
y la fuerza de los pequeños gestos y la reflexión del silencio y de las
palabras medidas era, ciertamente, lo que yo anhelaba encontrar.
Así pues: dos prejuicios, un deseo y un libro
japonés “Best-Seller”.
Estuve sufriendo, literalmente sufriendo, al ver
cómo se consumía mi vista leyendo semejante bazofia. Es peor, mucho peor, que
cualquiera de las novelas históricas que he leído. Es, sencillamente, un pésimo
libro. Ignoro cómo es posible que medio mundo –incluido el sancta sanctorum de
la cultura que es Francia – reclame el premio Nobel para el autor. A lo mejor
Murakami tiene razón después de todo y yo – al igual que su protagonista- estoy
en otro planeta gemelo del mío. Desde luego una explicación mejor no encuentro.
Porque lo cierto es que no se han leído ni las
primeras cien páginas y uno ya entiende
por qué es un best-seller. Las prácticas sexuales que allí aparecen satisfacen
las fantasías eróticas de todo tipo: desde el lesbianismo hasta la pederastia pasando
por el sexo en grupo sin olvidar el incesto. A ello se suma la violencia, que
incluye el asesinato, el maltrato a la mujer y la justicia por cuenta propia. Todo
ello envuelto en una atmósfera de ciencia ficción: duendes, mundos paralelos. Adornado
con las extravagancias del mundo pseudo religioso
que dejan la puerta abierta a las sectas y a la maternidad virginal en un libro
– recordémoslo- en el que el sexo ocupa un lugar destacado.
En resumen: Mi miedo a que hubieran escondido al Gólem
debajo de la alfombra era totalmente infundado. En realidad, es justamente todo
lo contrario. El Gólem se ha escapado y se ha alzado con la victoria en una
guerra donde decir “bueno” equivale a decir “buen asesino”. O sea, el bueno es
alguien que consigue liquidar al enemigo antes de que el enemigo le liquide a
él. Después de asistir a una suma de insensateces a lo largo de mil páginas,
los lectores como yo sentimos la necesidad imperiosa de suplicar a los dioses
del Olimpo que manden algún héroe capaz de acabar con el Gólem, la anti cultura
y los análisis de marketing.
Soy consciente que mis palabras provocaran grandes
indignaciones y consternaciones. Lo más seguro, sin embargo, es que ello haga
aumentar las ventas y que el representante de Murakami se sienta contento al
saber que se habla de su cliente. Eso siempre significa publicidad gratuita. No
obstante, créanme: no pierdan su tiempo y su dinero leyendo historias de sexo,
violencia y extraños seres. A mí me avergüenza tanto tener un ejemplar del libro en casa que lo he
puesto en el extremo más alto de la biblioteca para que no se vea. Delante hay
un buda gordo sentado que se ríe jocosamente de mí cada vez que lo miro.
“1Q84” está traducido a 42 idiomas.
Y luego hablan del Fin del Mundo…
Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado Gascón.
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