lunes, 29 de octubre de 2012

El islam, sus sueños de tolerancia y las miserias del laicismo (2012) Isabel Viñado Gascón



He borrado el artículo que aparecía en este lugar porque no quiero que la cólera que me impulsó a escribirlo cuando se produjeron las violaciones en masa a mujeres periodistas occidentales en Egipto, sea utilizada para apoyar movimientos autoritarios empeñados en "salvar al Occidente" de las "amenazas culturales y espirituales" llegadas  de afuera, en vez de preocuparse de mantener sus propios valores y virtudes desde dentro.

En mi opinión, en vez de "luchar contra" otras culturas, Occidente debería empezar a preocuparse en "esforzarse por" reflexionar acerca de sus propias virtudes. Como ya he explicado en mi blog "el comentario del día", me siento incapaz de sentir simpatía por cualquier grupo, sea el que sea, que  pretenda instaurar un Orden eterno e inmutable confeccionado a la propia medida de dicho grupo, de tal manera que todos los demás hayan de seguir sus dictámenes sopena de ser declarados herejes o traidores. Repito lo dicho: lo que más me asombra de los movimientos anti-Islam es que la mayoría de sus componentes no ha pisado una iglesia cristiana más de un par de veces en su vida. En este sentido bien podría decirse que son como el perro del hortelano: "que ni comen ni dejan comer".

Pero la tolerancia y pacifismo de la religión musulmana como tal es un imposible, por más que la gran mayoría de sus practicantes sean hombres de paz. Y esto porque en mi humilde opinión no existe ninguna religión que sea tolerante. Absolutamente ninguna. Su propio concepto, su propia esencia se lo impide. Hasta Montesquieu en “Las Cartas Persas” tuvo que distinguir entre religión y religiosidad, a fin de proteger a la Fe de la dominación de la casta eclesiástica. Algo parecido intentó Singer en su obra “Perdido en America” al contraponer religión y misticismo. Es por ello por lo que sigo pensando hoy como ayer que Religion y Política son dos aspectos de la vida que han de quedar absolutamente separados en una sociedad por más que, como la experiencia muestra, cualquier Religión tiende a inmiscuirse - o al menos no deja de intentarlo- en el gobierno. Es necesario, pues, que la sociedad se esfuerce en mantener a las creencias religiosas dentro de los límites que le corresponden.

Lo cierto es que cualquier religión que se precie ha de ser intolerante puesto que únicamente a ella le ha sido revelada la Verdad. Para la religión –cualquier religión- sólo hay una Verdad: la suya. Y todos los preceptos que ordenan la vida privada y social se constituyen a partir de ese Primer Axioma. Dos religiones juntas son dos Verdades Absolutas enfrentadas. La tan traída y llevada tolerancia occidental sólo ha sido posible a partir de la pérdida de significado del principio absoluto “Dios” dentro de la sociedad. Es decir, cuando debido a una suma de circunstancias los lazos religiosos se han debilitado. Alguien que está convencido de que su verdad es la Verdad no puede aceptar nada más. 
Es por eso que el término tolerancia está reservado para aquellos que aunque creen en Dios, son conscientes de que Dios no necesita defensores y de que la religión debe ser comprendida en su justa medida. Los primeros tolerantes de Occidente fueron casi con toda seguridad los templarios – de ahí su enfrentamiento final con la Iglesia Católica. Los templarios difícilmente podían aceptar, como inter pares que eran del Vaticano, la tiranía con la que éste ejercía el poder político-social y económico.

Dos razones al menos se lo impedían. La primera, que los templarios habían entrado en contacto con otros modos de pensar lo que sin duda condujo a una re-flexión acerca de sus propias creencias. Y la segunda que los templarios ya habían sido tolerantes con las finanzas antes que con la religión (no estoy hablando de la religiosidad). Prueba de ello es que se podía desembolsar el dinero en Europa y cobrarlo en Oriente. Eso sí que era ser tolerante.
En cualquier caso – e ironías aparte-  lo cierto es que la comunicación entre las distintas religiones sólo es posible  si  se obvia el tema sobre Axioma que las fundamenta. Si se tiene en cuenta que incluso dentro de sí mismas existen luchas encarnizadas generadas por interpretaciones teológicas, ¡imagínense ustedes qué no habrá cuando se trata de una religión completamente distinta!

Quizás sean situaciones concretas y superficiales las que permitan el diálogo, pero no más. La decisión de no matarse por el Axioma que las fundamenta no engendra ni la tolerancia ni la conversación. Engendra el silencio. Y esto, créanme, ya es mucho.

Admitámoslo: La tolerancia no es un valor que los Estados practiquen con gusto. Las luchas que los ciudadanos han tenido que librar para que tal derecho se reconociera, dan cuenta de ello. Pero desde luego una cosa es cierta: a lo largo de la historia ningún Estado ha sido tolerante durante todo el tiempo en el que la religión se ha mantenido unida al ejercicio de la política y eso alcanza desde los tiempos de Egipto (e incluso antes) hasta los tiempos más recientes. La unidad de Estado y religión arrastra inevitablemente a la constitución de dictaduras. Al Estado le fascina creerse en posesión del derecho absoluto de gobernar en virtud de “la gracia de Dios”. Y la religión en el Poder dispone de más recursos para educar a los ciudadanos en “la Verdad”. El tándem es perfecto.


Europa tuvo que luchar primero contra las invasiones islámicas y luego contra el catolicismo para deshacerse del yugo de tales tiranías. A fines del medievo el inglés Guillermo de Ockham fue declarado hereje al proponer la separación entre Estado e Iglesia. Los luteranos al igual que los ilustrados siguieron intentando alcanzar las pretensiones de Ockham, aunque los unos desde dentro de la religión y los otros desde fuera. Ambos se constituyeron en los grandes impulsores de la separación entre Iglesia y Estado y en los mayores defensores del individualismo. ¿Cómo, si no, poder salvaguardar la libertad para pensar y para actuar? La Reforma implicaba la descentralización del Poder detentado por Roma. El hecho de anular el sacramento de la confesión da prueba de lo importante que para ellos era desvincular a la persona de la función mediadora que los eclesiásticos ejercían, para otorgar a la conciencia individual la importancia que se merecía y cuya actuación resultaba imposible si no iba acompañada de un incremento de la educación. Que muchos de ellos –como Calvino- cayeran posteriormente víctimas de los delirios de “Verdad”, procede de la naturaleza religiosa de los principios que defendían.

La religión empieza a ser tolerante cuando empieza a perder su hegemonía en la dirección política, cuando los príncipes empiezan a interesarse por la cultura y sobre todo cuando la clase media se constituye en burguesía y ve en los libros (y en la guillotina) el modo de arrollar la dictadura de los apellidos ilustres que se mantienen “por la gracia de Dios” y que gozaban de una gran representación, todo hay que decirlo, dentro de las altas jerarquías de la Iglesia Católica.
 De igual modo y mal que me pese, estoy convencida de que que el hedonismo y el individualismo improductivo que muchos han querido confundir con libertad y pluralidad han provocado un debilitamiento de la virtud en Occidente. No cabe duda de que un dulce puede elaborarse de muchas formas y maneras pero para que pueda seguir llamándose "dulce" es necesario que contenga al menos un ingrediente: el azúcar. Lo mismo pasa con una sociedad. Una sociedad admite muchos ingredientes y modos de agir, pero para que una sociedad pueda seguir calificándose de esta manera, resulta imprescindible que contenga un elemento: la virtud.

Uno de los objetivos más importantes que la Ilustración se marcó fue el del laicismo. Esto es: separar la Virtud de la Religion. No se trataba de construir una sociedad sin Dios. Lo que pretendían era apartar a la jerarquía eclesiástica de los asuntos del Estado para de este modo liberar a los ciudadanos y a los gobernantes tanto de supersticiones irracionales como de escolasticismos que únicamente paralizaban el dinamismo de los nuevos tiempos. Por todo esto, la Ilustración no dudó en distinguir entre Religion y religiosidad. Quería convertir el sentimiento religioso en algo meramente privado, sin ningún tipo de repercusión en los asuntos gubernamentales.

Más tarde, las feministas intentarían sacar a la mujer de sus aposentos y hacerla parte activa e integrante de la sociedad.

Al día de hoy ambos movimientos han fracasado.

Las grandes perdedoras: 

1. De una parte, la ya muerta Ilustración;
(¿No habrá nada ni nadie que la resucite?) (¿Tal vez el Dios de Kant?)
 
 
Parece que en Occidente nos hemos deshecho de la tiranía de las religiones para convertirnos en carne sin cerebro. Y no lo digo en un sentido religioso. Lo digo desde el más puro sentido laicista. El laicismo se ha traicionado a sí mismo. Ha ido asesinando a cada uno de los ilustrados que pretendía una reforma interior del hombre por el hecho de ser un ser humano. Ha destruido a la Razón. En vez de estructurar la concretización de los valores absolutos ha decidido que el único valor absoluto es el Relativismo y a eso le ha llamado Tolerancia.

Se ha deshecho de la religión, no para constituir una moral humanista sino para caer en brazos del hedonismo más salvaje. Ha encerrado en prisión a las religiones para a continuación matar a la moral y a cada uno de los hombres razonables con la excusa de que eran moralistas. No sólo ha exterminado los poderes del clero, también ha aniquilado lo único que podía sostener una sociedad de hombres: la virtud. Ha matado a la religión y a la Ilustración y nos ha arrastrado a un precipicio del que no nos librará la “moral cívica” que pretenden implantar en los colegios. La moral cívica no nace de una educación en la virtud y en la responsabilidad moral sino de la necesidad de cumplir lo que cada gobierno electo considere “cívico”.
El laicismo no surgió para enfrentar a Dios y a los hombres, ni para despojar a los hombres de su cerebro. Justamente premisas contrarias fueron las que le hicieron nacer. Se trataba de liberar a los hombres del yugo de las religiones y de la incultura y de acercarles a la religiosidad y al saber. Se trataba de hacerles valientes. No de cegarles con la ignorancia. Se trataba de construir una sociedad de hombres con una proyección hacia el futuro. La tolerancia no fue pensada para asegurar la vuelta triunfante del poder de las religiones, sino para que su debilidad permitiera la comunicación entre los hombres. No se trataba de matar a Dios. Se pretendía que llevada al ámbito privado la religiosidad ganara en espiritualidad lo que la religión perdía en poder político.

Por lo visto, tenía razón Pascal. La religión es imprescindible para mantener la religiosidad.

2. La otra gran perdedora ha sido la mujer.
En lo que al tema de la mujer se refiere, no es sólo el Islam, todas las religiones son hipócritas. Por un lado hay que honrarlas y respetarlas porque son madres y esposas. Por otro lado, hay que tenerlas atadas y bien atadas porque su naturaleza es débil y mudable. Al final, de un modo u otro terminan distinguiendo entre dos tipos de mujer: la virtuosa y la que no es virtuosa. La virtuosa es la que respeta las leyes de esa religión (sea cual sea). La no virtuosa, la que no lo hace. A partir de esta distinción, los islamistas consideran que aquellas mujeres que no siguen los preceptos del islam no son virtuosas. Ello las convierte  –permítanme la expresión- en “putas”: tontas ellas si no cobran.


Digan lo que digan y lo justifiquen como lo justifiquen lo cierto es que el consentimiento voluntario de la mujer musulmana en llevar el “velo” nace del deseo de indicar al hombre la postura que mantiene ante el tema de la sexualidad y la familia. Que tal actitud genere asombro al resto de las mujeres no musulmanas me parece inadmisible e hipocrita. Parece que en Europa ya se han olvidado de cómo tenían que comportarse nuestras madres y abuelas hace no tanto tiempo, sobre todo en las zonas rurales. ¡Ah, sí! Se me olvidaba: eso son cosas del pasado y el pasado se olvida porque ya no lo necesitamos. Hemos pasado de salvaguardar en formol hasta límites histriónicos las tradiciones más obsoletas a despreciar todo lo que tiene más de una semana de antigüedad.


Lo peor, lo realmente trágico, es que no sólo las religiones sino también el laicismo han contribuído al estado terrible en el que se encuentra la mujer. Al laicismo no le basta con haber asesinado a la Razón. No le basta con haber asesinado a la moral humanista. Tiene que asesinar también a la mujer. Y todo en función de una tolerancia que nace del relativismo. O sea, del "todo da igual".


Esta situación empieza a constituir una letanía: los productores occidentales se empeñan en hacer aparecer a las mujeres occidentales tal y como el islam se las imagina: como seres  que sólo piensan en su próxima captura: cada semana un hombre distinto. Se las presenta más preocupadas por sus uñas que por conseguir llegar a fin de mes con un pequeño salario y más interesadas en ser modelos y diseñadoras que en ejercer profesiones tan aburridas como la de maestra de pueblo. En las series de más audiencia, las enfermeras sólo resultan interesantes si tienen un romance con el médico casado de turno. ¿Cómo puede ser   “Madame Curie” un modelo a seguir por las chicas jóvenes si éstas sólo la ven en los documentales “aburridos” y no en las series “cool”? (El término “in” está ya “out”)

Todo esto lo escribí en su día y lo reitero ahora. Dos razones, sin embargo, me han obligado a reformar mi blog. En primer lugar porque, como ya he explicado, me niego a poder ser utilizada por ningún movimiento autoritario que lucha contra unos principios fundamentalistas para poder implantar los suyos propios, igualmente fundamentalistas. En segundo lugar porque los acontecimientos han demostrado que las vejaciones a las mujeres no están determinadas por ninguna religión ni ninguna nación. Yo estaba en India cuando violaron en masa a esa estudiante de Delhi; también estaba allí cuando violaron a una turista europea en presencia de su marido y también escuché contar que la pederastia es habitual dentro de las familias. India. La espiritual India hindú, en la que se sigue asesinando a las mujeres a causa de la dote y en la que está prohibido revelar a las embarazadas el sexo del feto para evitar que aborten si saben que es niña. El acoso laboral, la pederastia y las gotas k.o que se dejan caer en las bebidas para que las víctimas no puedan defenderse, la violencia de género, el maltrato infantil, han sido una constante preocupación en nuestros países occidentales y no han estado practicadas únicamente por un determinado grupo religioso o una determinada nacionalidad. Y si nos referimos a las organizaciones internacionales de trata de mujeres, nos adentramos en terrenos sumamente pantanosos. Hay que detener a los culpables y hay que aplicarles la ley, al tiempo que es necesario educarles a canalizar sus energías negativas de otras maneras. 

Admitámoslo: la violencia sexual es la expresión primitiva y necia del miedo e inseguridad que sienten algunos hombres. Únicamente se creen fuertes cuando someten por la fuerza al débil. Las violaciones en grupo no indican más que el grado de extrema debilidad e inseguridad de dichos individuos que sólo pueden actuar en compañía de otros. Unos se dedican a violar mujeres. Otros a linchar a hombres. Las razones son siempre parecidas. Lo distintivo es que mientras que el linchado es siempre tratado como víctima, la mujer violada es culpada en muchas sociedades, incluso dentro de determinados sectores de la sociedad europea, como la provocadora de que tal hecho se haya producido.

Han pasado más de dos años desde que escribí el artículo que hoy he borrado en su mayor parte no porque no fuera verdad lo que allí escribí sino porque no era toda la verdad. Mi opinión al día de hoy es que la suerte del pensamiento ilustrado y la suerte de la mujer no dejan de empeorar día a día.

Me gustaría ser optimista.

Pido disculpas por no poder serlo.

Isabel Viñado Gascón.


Hasta la semana que viene.



   


jueves, 25 de octubre de 2012

La leyenda del Santo bebedor (1939), Joseph Roth.


Más que de una novela, se trata de un relato largo que Roth escribió justo antes de morir, (falleció el 27 de Mayo de 1939) y fue publicado de forma póstuma.

Poco más de cincuenta páginas bastan a Roth para transportar al lector al mundo que describe. El grado de intensidad que alcanza la narración es tal, sin embargo, que al terminarlo, uno sigue imbuido por el mismo sentimiento con que el viajero regresa a casa después de un periplo por tierras exóticas: aunque nuevamente al abrigo del hogar, el espíritu todavía continúa anclado en las impresiones que se vienen de experimentar. Y es que el espíritu –aunque muchos se empeñen en afirmar lo contrario- no siempre se mueve más rápido que el cuerpo. A veces, siente una terrible pereza a marcharse del lugar donde se encuentra.

La historia comienza una tarde de primavera del año 1934. Un desconocido ofrece doscientos Francos al protagonista de nuestra historia: un alcohólico llamado Andreas, que se prepara a pasar la noche debajo del puente, como tantos otros indigentes. Su nombre completo es Andreas Kartak y ha llegado a Francia desde la Silesia de Polonia. El misterioso benefactor le indica que si alguna vez quiere devolverle el dinero lo entregue en la capilla de “Ste. Marie des Batignolles” por ser él devoto de la Santa Teresa que allí se encuentra. Andreas le da su palabra de que así lo hará.

A partir del día siguiente, su vida empieza a cambiar. Encuentra trabajo, tiene una relación amorosa y recupera amigos perdidos de la infancia. Andreas tiene la sensación de que los milagros no han dejado de sucederse desde su conversación con aquél extraño. Sólo una cosa se le resiste: entrar en “Ste. Marie des Batignolles”. Cada vez que  lo intenta, surge un imprevisto relacionado con su afición por el alcohol, que trunca sus buenos propósitos.

“La leyenda del Santo bebedor” es una historia llena de pequeños milagros, de promesas hechas a desconocidos, del deseo de cumplir esas promesas una y otra vez y de una y otra vez incumplirlas. Un libro dulce, amable, humano. Casi un relato de la vida misma. ¡Hay tantos momentos inesperados que parecen señales enviadas por el Absoluto para exhortarnos a cambiar nuestra existencia, símbolos de que un nuevo camino se abre ante nuestros pies….! ¡Indicios de que podemos ser distintos, significando con ello ser mejores! Y prometemos cambiar y nos lo prometemos a nosotros, al universo, a Dios.  Prometemos cumplir las nuevas metas que nos hemos trazado aunque por una razón u otra siempre terminemos diciendo “mañana”.

Es quizás también el relato de las luchas, de las miles de luchas que el propio Roth libró contra la bebida. ¿Pero quién no lucha contra sus propios e individuales demonios? ¿Qué más da que se llame bebida, pereza, avaricia o malhumor? ¿Y quiénes de los que lo intentan no son de alguna manera santos por seguir firmes en sus luchas y en el intento de cumplir sus promesas a pesar de que tales esfuerzos se revelen como inútiles?

La falta de triunfo no deshonra a Andreas. Lo que le convierte en santo es el intentarlo una y otra vez y no renunciar en su empeño. Lo que le santifica no es el llegar a la cima sino el empezar a subir, a escalar la montaña, con el deseo profundo y sincero de alcanzarla. La pobreza de espíritu que le caracteriza le impide cumplir sus objetivos; no obstante tiene un lugar asegurado en el Paraíso. Andreas no es un depravado, en su alma no existe ningún atisbo de maldad ni de deseo de hacer daño. Simplemente le falta la fuerza necesaria. Dios deja abierta la puerta de la santidad a aquellos a quienes les resulta imposible combatir en la lucha darwiniana por la vida. “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el Reino de los Cielos”, cantan los himnos celestiales.

Y sin embargo, hay que repetirlo, el alcoholismo no tiene nada de bello ni de romántico. La bebida destruye las neuronas, las relaciones humanas, las familias. Los borrachos de carne y hueso no son los borrachos amables de las novelas ni los héroes de las películas.

Los alcohólicos son hombres que no sólo sacrifican su vida sino la vida de los demás. En estos tiempos en los que se ha demonizado a los fumadores, no comprendo cómo no se hace lo mismo con los bebedores. Hasta el momento, yo no conozco ninguna familia destrozada por los cigarrillos pero en cambio si sé de muchas que se han visto afectadas por esta lastra transmitida de generación en generación.

Lo curioso es que muchos de los borrachos y borrachas pretenden convencer – y muchas veces la propia convicción es la mejor arma de persuasión - de que el alcohol no es nocivo y forma parte de la diversión y del saber estar en sociedad. Aquéllos que no beben son considerados aburridos cuando no espíritus estrechos y mojigatos. Así pues, no dudan, en convertir al whisky y a otras bebidas en parte indispensable del éxito. Y lo peor es que mal que nos pese tienen razón. Cuando los alemanes, disciplinados protestantes y empresarios, se refugiaron en Zaragoza después de haber perdido Camerún allá por 1916, lo primero que hicieron para introducirse en la tan católica sociedad española no fue ir a misa sino visitar los locales nocturnos de fiesta, libres de la censura únicamente para las fuertes economías y los cargos influyentes. Tales contactos les proporcionaron las relaciones imprescindibles para triunfar en los negocios. (A este respecto recomiendo la lectura del libro “Soldados en el jardín de la paz” del escritor Sergio del Molino)

Parece como si en las altas esferas el alcohol proporcionara ganancias y sólo en las clases bajas  tuviera efectos perniciosos para la salud y la sociedad. Por eso tal vez no es de extrañar que personas sumamente cultas y con grandes responsabilidades a sus espaldas caigan víctimas del veneno etílico desde sus años de universidad –incluso antes. No hay muchos que sean conscientes de que es su propia inteligencia no utilizada adecuadamente la que los destruye. Un amigo mío, sumamente lúcido y sumamente trabajador, cuando se le acercaba  alguno que le decía que con tal cerebro no tenía necesidad de esforzarse tanto y que ya era hora de que les acompañara en sus noches ebrias, replicaba consternado ante la ingenuidad de su interlocutor que justamente lo contrario era el caso: A la inteligencia había que echarle de comer para que no nos devorara.  “Es como un perro” – explicaba -  “cuánto más grande más cantidad de alimento hay que proporcionarle”.

Muchos, sobre todo los jóvenes, encuentran en el alcohol la excusa perfecta para no tener que alimentar su inteligencia y son engullidos lenta pero inexorablemente por ella.

Los perjuicios que causa en la sociedad  no pasaron desapercibidos al nunca suficientemente alabado Bertold Brecht. El autor alemán comprendió que si los efectos resultaban más nocivos en las clases trabajadoras eso se debía sólo y exclusivamente a la precariedad de sus recursos materiales. Si en su primera fase el joven Brecht canta su descenso a los infiernos, cuando compruebe qué es lo que enciende y mantiene el fuego que consume a tantos infelices dará un giro en su pensamiento. La intención didáctica de la obra: “El señor Puntila  y su criado Matti” (“Herr Puntila und seine Knecht Matti”), del año 1940,  es indudable. Mientras que el capitalista Puntila es un medio hombre que sólo gracias al alcohol puede ser un hombre completo, su criado no necesita de la ayuda etílica para serlo

La cantidad de chicos y chicas afectados por este problema no debería dejar impasible a nadie. La frase “hay que aprender a beber” me resulta tan cínica como improductiva. Me gustaría saber qué significa tal expresión. A los jóvenes no hay que enseñarles a beber. A los jóvenes hay que enseñarles a no beber. El carnet de conducir que tienen que aprobar no es el de la bebida sino el de la vida. Y de lo que se trata, entre otras cosas, no es aprender a infligir normas de tráfico. Más bien a todo lo contrario: a no infligirlas. La frase de “hay que enseñar a beber” resulta tan nefasta como aquélla de “hay que enseñarles a practicar sexo”. Lo que determinaba que muchos padres fieles cumplidores de su deber, se llevaran a sus jóvenes adolescentes a los prostíbulos. De la cantidad de daños psicológicos y físicos que a muchos les produjeron tales “enseñanzas”, da fe Tolstoi en su “Sonata a Kreutzer” escrita en 1889.

Hay cosas que no hay que enseñar a hacer. No sé de nadie en su sano juicio que enseñe a sus hijos a robar, a menos que quiera convertirlo en un delincuente. Tampoco creo que la diversión de una fiesta descanse en la cantidad de copas que se han bebido, ni creo que haya que hacer de las mujeres que beben champán seres más elegantes que de las que no lo hacen. Eso sí: la belleza de la copa es siempre importante. Si el recipiente está hecho con un cristal delicadamente tallado ¿qué importa que dentro sólo haya agua? ¿No han visto ustedes la película de Woody Allen “La rosa púrpura de El Cairo”? Lo importante en la representación no es la autenticidad sino el efecto. ¡Sinceramente, no entiendo por qué a los abstemios les dan siempre los vasos más feos!

Lamento si algunos de ustedes confunden un buen consejo con un sermón. No era tal mi intención. Como las obras de Roth, Brecht y Tolstoi muestran, el cuidado del cuerpo no es algo que importe ni afecte a Dios sino a los hombres.

La vida es un recorrido al final del cual nos espera la muerte. “La leyenda del Santo bebedor” termina con una oración: „Dios nos de a todos nosotros, los borrachos, una muerte tan fácil y bella”.

Su deseo no se vio cumplido. Roth murió sumido en el delirium tremens víctima de una neumonía causada por el alcoholismo.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado-Gascón.

miércoles, 17 de octubre de 2012

“CARTAS PERSAS” (1721) Charles Louis de Secondat, Baron de Montesquieu


Las “Cartas Persas” de Montesquieu es un libro escrito en forma epistolar cuyas ideas lejos de haber perdido vigor con el transcurso del tiempo siguen siendo una referencia fundamental para encontrar soluciones a una época que, como la nuestra, está marcada por la desorientación moral y la crisis económica – aunque aludir a la “moral” esté hoy en día mal visto y la crisis económica sea además ideológica y social. En cualquier caso espero que mi blog sirva de estímulo a leer la obra original tal y como recomienda Montesquieu en  la carta LXVI donde  asimismo critica las compilaciones por considerar que no aportan nada nuevo.

La obra comienza cuando el político persa Usbek huye de su país escudándose en un viaje de carácter científico. Como  escribe en la Carta VIII a su amigo Rustan, la verdad trae enemigos. Es importante, pues, saber librarse de ellos y en último extremo emprender la huida.

Aunque durante el itinerario se muestran las diferencias que existen entre las costumbres europeas y las costumbres orientales, ello sólo sirve de pretexto a Montesquieu para responder a las dos preguntas que verdaderamente le preocupan: cómo nacen las sociedades y cuáles han de ser las bases en la que han de asentarse a fin de mantenerse y prosperar.

En lo que se refiere al origen de la sociedad, ésta existe, al menos desde el punto de vista físico, a partir del momento en que una familia ve aumentar el número de miembros que la compone. En este sentido, Montesquieu se manifiesta en completo desacuerdo con la teoría de Hobbes que considera el derecho público como origen de la sociedad. (Carta LXCIV).

En cuanto a los fundamentos que la sostienen, el autor francés demuestra a partir de su fábula sobre los trogloditas que todas las formas políticas de gobierno, ya sea la democracia, la monarquía o la tiranía adolecen de defectos  que con el tiempo llevan a las sociedades a la ruina. Montesquieu hace depender la supervivencia de las sociedades del ejercicio de la virtud.

La intención de Montesquieu no es la de establecer rasgos eternos e inamovibles para la virtud y  los valores que la conforman: la tolerancia, la justicia, la libertad y la educación.  Tales principios aparecen, en efecto, desprovistos de cualquier connotación religiosa. Su relevancia hay que considerarla desde un punto de vista esencialmente práctico y político. La virtud juega un papel esencial en tanto en cuanto que sin ella la sociedad se corrompe y desaparece. Gracias a ella, la sociedad se mantiene y progresa al permitir que los ciudadanos desarrollen el comercio y la industria en un ambiente de paz y comunicación. Así pues, la obra de Montesquieu no se interroga por definiciones eternas y absolutas sino por las condiciones de posibilidad necesarias para la construcción de una sociedad constituida por hombres para hombres.

La virtud más necesaria es la natural. (Carta L). O sea, la que no supone ningún esfuerzo al que la ejerce porque nace de su interior. Los príncipes y las leyes se hacen necesarios cuando la fuerza moral interior y natural de los ciudadanos que sustentaban la virtud ha decaído y consiguientemente se hacen necesarios mecanismos exteriores que la protejan. Si la virtud es ejercida por todos los ciudadanos, no se necesitan los príncipes. Los príncipes son útiles a partir del momento en que los ciudadanos prefieren estar sometidos a un príncipe y obedecer sus leyes, menos rígidas que sus costumbres (Carta XIV). La motivación interior es siempre más inflexible y, por tanto, más eficaz que la presión externa  justamente por ser voluntaria.

En la Carta XII, Montesquieu asegura que la virtud es anterior a las leyes y en la carta CXXIX, que la virtud es superior a la ley. La justificación a esta afirmación, aparte de lo ya dicho, se encuentra según él en el hecho de que los legisladores ocupan en muchas ocasiones su puesto no por su valía sino por el azar y que las leyes que aprueban están inspiradas por sus prejuicios y fantasías; crean instituciones pueriles, apropiadas para los pequeños espíritus pero desacreditadas ante las gentes sensatas. Montesquieu reconoce, sin embargo, que algunas leyes son apropiadas: las que otorgan una gran autoridad a los padres sobre los hijos porque ellos son los que transmiten los valores en una sociedad y estos valores son los que la mantienen y defienden de la ruina.

En cualquier caso, la extravagancia humana a la hora de elegir a sus gobernantes, por un lado,   (Carta XL) y la posibilidad siempre abierta de que los príncipes y sobre todo los ministros caigan en la tentación de enriquecerse indebidamente hacen necesario el control del ejercicio de sus funciones por parte de los ciudadanos. Los súbditos dejan de estar sometidos a la obligación de obediencia y recuperan su libertad natural cuando el príncipe en vez de procurar su felicidad, intenta destruirlos. Montesquieu pone al pueblo inglés como ejemplo por ser uno de los más proclives a ejercer este derecho. (Carta CIV)

Cuando Montesquieu habla de virtud está considerando tres valores: la caridad, la humanidad y el respeto a las leyes del lugar donde se vive, (Carta CXXXIV) aunque con los límites a la obligación de la obediencia, que hemos visto. En principio no se trata más que de determinar qué conductas son necesarias para construir una sociedad que tienda a la prosperidad. Como se observa, el concepto de virtud en el pensador francés está provisto de un carácter más político que moral.

Es por ello que la tolerancia, la libertad, la igualdad, la justicia y la educación conforman los distintos aspectos de la virtud a la que Montesquieu se refiere.

1.      Puede ser que la libertad no parezca muy virtuosa a primera vista, sin embargo es más honesta que la tiranía. La tiranía que ante el exterior aparece revestida de virtud, decencia y humildad, esconde en su interior la perversión y el engaño. La revolución está asegurada porque los esclavos tarde o temprano se sublevan. (En el caso de “Las Cartas Persas”, aprovechando la ausencia del tirano.) El uso de la fuerza se hace cada vez más necesario y al mismo tiempo es cada vez más ineficaz. Los esclavos prefieren la muerte antes que seguir vivos. La falta de libertad conduce al engaño y a la rebelión. La sociedad termina sucumbiendo presa de las revueltas y los desórdenes sociales.

Al mismo tiempo advierte contra los peligros que entraña el ejercicio abusivo del poder y los perjuicios que origina la falsa virtud.


-          En la carta CXLVI, Montesquieu asegura que los ministros que engañan al príncipe y arruinan al pueblo  generan  consecuencias desastrosas para la sociedad no tanto por su ambición como por  el mal ejemplo que ofrecen y que termina contagiándose a otras esferas.

-          En cuanto a la falsa virtud, Montesquieu considera como tal la conducta que un individuo o grupo de individuos decretan arbitrariamente como virtud y que en realidad encubren sus deseos personales. En la última carta de “Las Cartas Persas”, la carta número CLXI, Roxane le incrimina a Usbek que aluda constantemente a la virtud cuando en realidad lo único que pretende es imponer sus propias convicciones, pasiones y deseos. Eso no tiene nada en común con la verdadera virtud  basada en la libertad, en la igualdad y en la tolerancia. La virtud no puede fundarse jamás en la tiranía, sea ésta del tipo que sea.


2.      Tolerancia religiosa y respeto a los que tienen ideas diferentes de las nuestras. La intolerancia, sea a nivel religioso, social o económico genera la desigualdad dentro de las sociedades y ello desencadena tarde o temprano amotinamientos y rebeliones. Así pues, la tolerancia cumple un papel igualmente práctico en la obra de Montesquieu. El hecho de que todo lo juzguemos según los modelos que tenemos del mundo (Carta LIX) y que cada cual tienda a ver y a quejarse de sus problemas, (Carta CXXXII), obliga a aceptar arquetipos y problemas distintos de los nuestros.

Lo que Montesquieu pone en boca de Usbek podría aplicarse a los protestantes franceses. « Las persecuciones que nuestros mahometanos han hecho a los guebres les han obligado a pasar en masa a la India y han privado a Persia de esta nación tan laboriosa que sólo por su trabajo era capaz de vencer la esterilidad de nuestras tierras.”


Él – al igual que Voltaire hará unos 30 años más tarde, allá por 1751, en su obra “El siglo de Luis XIV” – denuncia las nefastas consecuencias que produjo en la economía francesa la expulsión de los protestantes decretada por “el rey Sol”, al tratarse de minorías trabajadoras y bien formadas capaces de soportar las duras condiciones de las tierras en las que se alojaban y que quedaron desiertas tras su marcha.

Montesquieu afirma que las guerras de religión no vienen dadas por la multiplicidad de religiones sino por la intolerancia. La intolerancia nace del deseo de dominio de unas sobre otras ayudándose del proselitismo. Cada una de ellas se considera en posesión de la verdad. Lo importante según Montesquieu  no son las religiones sino la religiosidad. Por tanto lo primordial no son las ceremonias sino el esforzarse en complacer a Dios. En la carta CXXXIV Montesquieu cuestiona la utilidad de las interpretaciones de las Sagradas Escrituras ya que en realidad sólo albergan las opiniones de aquellos que las han escrito y como hay tantas terminan nublando y enredando el entendimiento.

La defensa que tanto él como Voltaire hacen de la tolerancia religiosa sigue siendo fundamental para todos aquellos que decidan profundizar en dicho tema. Su posición puede resumirse en dos ideas: Dios no necesita defensores y la intolerancia parte de la arrogancia de pretender creerse en posesión de la verdad. Por otra parte, ambos resaltan la influencia beneficiosa que las minorías religiosas desempeñan dentro de una sociedad, ya que se afanan en la práctica de la virtud y del trabajo para conseguir escalar en el nivel social.

En cuanto a los límites de la tolerancia siguen siendo los establecidos por Voltaire: la tolerancia acaba allí donde empieza la intolerancia.

La Libertad y la tolerancia tienen gran trascendencia práctica en cualquier sociedad.

a)      Mantienen la paz.

b)      Posibilitan la comunicación.

c)      Desarrollan el comercio.

La paz permite el comercio. Por el contrario, los regímenes violentos lo imposibilitan y empobrecen a las sociedades, como señala en la Carta XIX.

El comercio exige comunicación y sociabilidad, puesto que la falta de comunicación obliga a intensificar las ceremonias y a hacer más complejos los ritos de encuentro y el protocolo. (Carta XXXIV). El comercio nace de la producción ya sea industrial, agrícola o intelectual. Lo que Montesquieu deplora es la cantidad de vidas humanas que son sacrificadas para obtener oro y plata de las minas a pesar que el valor de estos metales no reposa en su valor inherente, que es nulo, sino en la convención humana que así lo ha decidido. (Carta CV)

d)     Promueven el desarrollo de las Artes. La importancia de las artes en una sociedad. (Carta CVI)

El desarrollo de las Artes a su vez es importante por ser:

-          Nace del amor a la gloria.

-          Evita la ociosidad. No hay nadie interesado en las Artes y en el estudio que permanezca ocioso. En la Carta XLVIII, Montesquieu afirma que los que aman el estudio nunca son vagos.

-          Favorece la educación, que Montesquieu ve –igual que todos los ilustrados- como una necesidad que parte de la propia naturaleza racional del hombre. Sin embargo, el pensador francés no es ajeno al esfuerzo que su consecución representa. Montesquieu incide en la eficacia de la amistad y en la conveniencia de demostrar los sentimientos para atemperar la severidad que exige la instrucción. Carta XV.

Así pues, el desarrollo de la sociedad parte inicialmente de su virtud inicial, es asegurada por las leyes, sostenida por la libertad, la tolerancia, la igualdad, e impulsada por el comercio y las artes.

Si la virtud trae prosperidad, la prosperidad trae enemigos. No tardarán en aparecer quienes confundan virtud con debilidad y  atacarán con la intención de conquistar esa sociedad. La virtud necesita ser defendida y para ello es preciso disponer de mecanismos de defensa. Montesquieu considera que la guerra es justa cuando una sociedad es atacada o cuando una sociedad amiga es víctima de una agresión. (Carta XCV). Sin embargo, denuncia igualmente los problemas que originan el armamento y la pólvora puesto que hacen que ningún lugar esté a salvo de la injusticia y la violencia. (Carta CV).

3.      En cuanto a la Justicia, Montesquieu expone sus criterios de vista en la carta LXXXIII. El autor francés reconoce la dificultad que tiene la Justicia para imponerse por encima de las pasiones y es consciente de que la injusticia no nace nunca de la maldad gratuita sino de una cuestión de interés. Lo más interesante de esta carta es que Montesquieu juega con la posibilidad de que Dios no existe y propone una ética humanista. Al contrario de las posiciones filosóficas futuras que afirmarán que “si Dios no existe todo está permitido” el escritor ilustrado defiende la necesidad de acatar las leyes de la equidad con o sin religión.

La ética del humanismo responde a una cuestión puramente práctica. La sociedad no puede convertirse en una cacería en la que los fuertes devoran a los débiles. El constante miedo a perder el honor y la vida haría imposible el funcionamiento de la sociedad. De este modo puede considerarse a la equidad como un requisito sine qua non para la supervivencia de una sociedad.

En cualquier caso, Montesquieu afirma al final de la carta la existencia de Dios pero se declara en contra de la imagen tiránica que algunos doctores de la Iglesia ofrecen de Él, puesto que a su juicio la Justicia más elevada descansa en la equidad.

4.      Igualdad de posibilidades en la sociedad. Los esclavos a los cuales no se les deja prosperar y los criados a los cuales no se les ofrece la oportunidad de educarse, terminan empobreciendo a las sociedades. El reparto de la riqueza y de la cultura por el contrario promueven el desarrollo de una sociedad. (Carta CXV).

En este sentido, no estaría de más que algunas naciones empezaran a preocuparse de la educación intelectual de su población más que del dinero que entra en el país y que sólo sirve para comprar un costosísimo armamento que tarde o temprano deberán utilizar, - aunque sólo sea para justificar el precio que por él han pagado-; construir enormes “Torres de Babel”  y enriquecer aún más si cabe a los poderosos haciéndoles caer en los gustos insanos a los que todo lujo desmedido arrastra.

5.      Igualdad entre hombres y mujeres. Desde el punto de vista oriental, el motivo que se esgrime para mantener encerrada a la mujer es el de proteger su virtud de los vicios externos. (Carta XXVI) Montesquieu demostrará que esto no sólo no es posible, sino que además conlleva consecuencias nefastas. El uso de la fuerza exterior no puede mantener el ejercicio de la virtud. Montesquieu considera erróneo mantener a las mujeres encerradas en harenes, donde los vicios de la esclavitud sustituyen a los vicios de la libertad con la diferencia que mientras la libertad favorece la existencia de la virtud, la esclavitud la impide.

La desigualdad en Oriente entre hombres y mujeres es puesta de manifiesto en la Carta XXXVIII. En cualquier caso el sentido de la Justicia es algo que muy pocos espíritus poseen (carta LXXXVI) y la mayor parte de los hombres se dejan tiranizar por las costumbres que una mayoría ha impuesto, sobre todo en lo que a las normas de decencia sexual se refiere.

Decir ciudadanos significa decir hombres y mujeres. Su situación ha de ser de igualdad porque ambos conforman y estructuran la sociedad en la que viven así como la educación de los hijos. Montesquieu está convencido de que el dominio que ejerce el hombre sobre la mujer puede considerarse como una verdadera tiranía. Si las mujeres la han consentido es debido a su dulzura que las hace más humanas y racionales. En realidad esta declaración es superflua. Al autor francés no le pasa desapercibida la importancia que la mujer tiene en el gobierno de la sociedad francesa.

En la carta CVII Montesquieu escribe que en Persia se quejan de que el reino está gobernado por dos o tres  mujeres. Esto carece de importancia en Francia. Allí las mujeres gobiernan y se reparten toda la autoridad en detalle. Montesquieu no es el  único ni el primero  en percatarse de la fuerza que las mujeres ejercen en sociedad. Otros muchos autores como Marivaux, Molière y Corneille, dan cuenta de la independencia y libertad de la que gozan las mujeres y saben de las ventajas que ello acarrea a una sociedad.

La libertad de la mujer ha de alcanzar no sólo el terreno político sino también el privado. El autor francés defiende que las mujeres han de poder decidir por sí mismas tanto a la hora de tomar marido como a la hora de dejarlo. Los maridos celosos están mal vistos en Francia. Usbek cuenta que son incluso odiados y pocas veces se considera deshonrado el marido que soporta la infidelidad de la mujer. Al contrario: se alaba su prudencia. Por otra parte, si los hombres ven que la mujer no respeta las promesas de amor, tampoco ellos se consideran con el deber de respetar las suyas. (Carta LV)

Montesquieu advierte una y otra vez que la virtud más virtuosa no es la abstinencia sexual. La elección y el rechazo de pareja han de ser, como todo lo que afecta al resto de la existencia, libres y sin obstáculos ni trabas puesto que muchas veces se otorga el término de virtud a costumbres obsoletas y desfasadas que han de observarse por imposición de la mayoría o bien por la fuerza que un individuo ostenta en una sociedad. Cualquier convención social ha de ser vista como lo que es: una convención y no puede servir para negar la igualdad entre el hombre y la mujer ni para establecer conductas morales impuestas por la tiranía de la costumbre, de la religión o simplemente del más fuerte. Con ello Montesquieu distingue entre virtud privada y virtud pública al igual que hará más tarde en su obra “Del Espíritu de las Leyes” (1748). En ella Montesquieu advierte  que su concepto de virtud no es ni moral ni cristiana, sino pública.

6.      Fomento de la natalidad. Si Montesquieu acepta plenamente el divorcio: (Carta CXVI) no sucede sin embargo, lo mismo con el aborto: (Carta CXX)  y con el celibato: (Carta CXXVII) porque ambas impiden la propagación de la especie. Para el autor francés el aumento de la tasa de natalidad representa una de las necesidades más imperiosas dentro de una sociedad. Libertad e Igualdad favorecen, por su parte el aumento de población. (Carta CXXII). Seguramente el deseo de incrementar la natalidad, unido a los principios de igualdad entre hombres y mujeres es el que le lleva a considerar la virginidad de la mujer como un valor superfluo que la mayoría defiende sin razón. Es normal, dice el autor francés, hay muy pocos espíritus justos y una infinitud de falsos.


7.      Amor a la gloria –que no debe ser confundido con la lucha por el honor, que termina desembocando en duelos inútiles- Si Montesquieu resalta la importancia de desear la gloria (Carta LXXXIX) no oculta la ridiculez de exigir el honor. (Carta XC)


A pesar de exponer los valores que la construcción de una sociedad requiere, la obra de Montesquieu no oculta su profundo pesimismo en lo que a la naturaleza humana atañe. En su opinión, los hombres mediocres terminan triunfando en una sociedad, porque los hombres de espíritu resultan siempre incómodos. Éstos últimos no tienen un gran número de amistades y evitan las masas. Constantemente critican la sociedad en la que viven porque se percatan de lo que a otros les pasa desapercibido y no conceden importancia a los detalles que conducen al éxito en sociedad. Los mediocres, en cambio, se pierden en el detalle y están en todas partes, con lo cual conquistan la aprobación universal. Por lo que a los hombres sabios respecta, su situación es aún peor que la de los hombres de espíritu. Con frecuencia son despojados de todos sus bienes, desterrados de la sociedad y condenados por brujería. (Carta CXLV)

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Montesquieu podría ser calificado sin duda alguna como un pensador feminista. El tema de la igualdad de la mujer con respecto al varón es, en efecto, uno de los que más le interesan y al mismo tiempo, uno de los que más útiles le resultan para separarse de las posiciones orientales representadas por Usbek. Que haya que mantener a alguien encerrado para proteger su virtud le parece una soberana estupidez que no conduce más que a la práctica del engaño  por los sometidos. La mentira hace imposible cualquier forma válida de comunicación y por consiguiente, de supervivencia social.


Al mismo tiempo, Montesquieu está convencido de que la abstinencia sexual y la fidelidad son valores que pertenecen al ámbito de lo moral y de la religión y que por tanto son cuestiones meramente privadas que no afectan al transcurso de una sociedad. Que las mujeres (y los hombres) tengan relaciones extramatrimoniales son cuestiones en las que nadie – a juicio de Montesquieu- tiene derecho a interferir. Ni siquiera, como hemos visto anteriormente, los maridos (o las esposas)  engañados.

He de confesar que en este punto difiero absolutamente del pensador francés. La virtud no puede ramificarse en privada y pública. El mero hecho de acompañarla de apellidos no la hace distinta. Del mismo modo que ninguna mujer deja de ser ella misma aunque adopte el apellido de su marido cuando contrae matrimonio.

Distinguir entre virtudes públicas y virtudes morales significa rechazar que el comportamiento privado genera efectos y consecuencias en la sociedad. Lo cual, no es cierto. El propio Montesquieu lo reconoce en su obra “Del Espíritu de las Leyes” cuando escribe que “las virtudes morales y cristianas no están excluidas de la monarquía, como tampoco lo está la virtud política. En una palabra: aunque la virtud política sea el resorte de la República, el honor se encuentra también en ella. Y del mismo modo, aunque el honor sea el resorte de la Monarquía, en ella existe igualmente la virtud política.”  Sin embargo, retorna a su distinción inicial entre virtud privada y pública, al considerar que el hombre de bien no es el cristiano sino el público.

Del mismo modo acepta en “Las Cartas Persas” que lo privado y lo público no pueden ser separados tajantemente. Una vez, cuando recrimina la conducta depravada de los príncipes al considerar que ello ofrece un mal ejemplo al resto de los ciudadanos. La segunda, cuando proclama la autoridad de los padres como esencial a la hora de educar a los jóvenes. Teniendo en cuenta que la autoridad se ejerce fundamentalmente dentro de casa, es decir, en el terreno privado, habrá que admitir que es necesario que los padres posean unas determinadas virtudes globales, de modo que la transmitan sin ningún tipo de incongruencias a sus hijos. Empieza a ser sospechoso, el esfuerzo de la sociedad actual por hacer creer a las jóvenes generaciones que sus progenitores son sus mayores enemigos y que sólo si les permiten hacer lo que quieren –esto es, seguir las modas dictadas por la sociedad- son buenos. Al final, las conductas de los padres irresponsables  oscilan entre la permisividad y los malos tratos mientras los buenos se dejan atormentar por las dudas acerca de su capacidad para educar.

Esta diferencia entre virtud privada y pública que, en principio, quería servir de dique a los prejuicios sociales y a la tiranía religiosa, ha causado sin pretenderlo dos perniciosos efectos. El primero es la aparición de la doble moral. El segundo, la pueril convicción de que el  libertinaje privado no entorpece la virtud pública, lo cual me parece, cuando menos, asombroso.

Por mi parte he de confesar que no comprendo cómo un hombre (mujer), que no respeta el contrato matrimonial puede respetar cualquier otro contrato que se precie. Cómo un hombre (mujer) que no cuida sus costumbres privadas puede cuidar las públicas. Porque no es que Montesquieu defienda el divorcio, actitud que a todos nos parece sumamente sensata. Es que también considera admisibles las infidelidades. Dudo mucho, sinceramente, que las relaciones extramatrimoniales no afecten a la unión matrimonial –salvo en el caso de que ésta responda únicamente a cuestiones de interés.

No es que yo pretenda encerrar a las mujeres (hombres) en un convento de monjas (frailes) ni ponerles el velo en la cabeza, por muy dispuestas que estén a aceptar voluntariamente cualquiera de estas dos variantes pero una cosa es que se acepte que la mujer (hombre)se  pueda enamorar varias veces a lo largo de su vida y otra, muy distinta, que se frivolicen las relaciones amorosas hasta el punto de admitir que los cuerpos se unan antes que las almas. ¡Ah! Perdón. Se me olvidaba. No tenemos alma. Pero en cualquier caso lo que sí tenemos es cerebro y resulta difícil entender cómo muchas relaciones son carnales antes que cerebrales o incluso únicamente carnales, del mismo modo que es incomprensible que muchas personas hayan de emborracharse y drogarse para divertirse porque por lo visto su inteligencia no les alcanza a lograrlo sin ayuda externa. En el caso de las mujeres las consecuencias sociales que de esta actitud se derivan son todavía más graves puesto que ellas van a ser el día de mañana madres de los futuros ciudadanos y tienen que cuidar aún más si cabe su salud tanto física como mental. Que tal idea haya sido desprestigiada por los numerosos fascismos que las sociedades han sufrido a lo largo de la historia no le despoja de su validez. Tampoco el hecho de que las culturas griega y romana hayan sido profanadas por tales fascismos les priva de su valor en el mundo occidental.

Es cierto y nadie en su sano juicio se atrevería a negarlo que la situación que antiguamente tenía que sufrir la mujer resultaba inadmisible. Se veía arrojada sin piedad fuera de su familia y de su pueblo y abandonada a su suerte –y todos conocemos qué suerte le aguardaba- si llegaba sin ser virgen al matrimonio, había tenido otros novios antes de casarse, era madre soltera o se consideraba incapaz de seguir al lado de su marido simplemente porque no le soportaba. Pero aceptemos de una vez por todas que el modelo de mujer que nos están ofreciendo  genera un enorme desequilibrio social y familiar.  Se acepta con indiferencia que una mujer haga videos erótico-pornográficos de sí misma y los envíe a sus amistades  a pesar de estar casada y con hijos. Lo único que causa indignación es que tales videos alcancen una difusión mayor de la esperada.  Los participantes de “Gran Hermano” promueven la impresión de que besarse en la cama delante de las cámaras es lo más normal de este mundo. Poco importa que cada uno de ellos tenga una pareja estable fuera del plató. Lo fundamental es que a los que están acariciándose debajo de las sábanas tal comportamiento les reporta pingües beneficios económicos aunque sea por poco tiempo y las cadenas de televisión ven aumentar su audiencia. Se acepta que personas corrientes abran sus almas a desconocidos tele espectadores para contar sus más íntimos problemas. Al fin y al cabo el ser humano carece de alma y los sentimientos hoy son de una manera y mañana de otra y por tanto qué importa lo que diga hoy si mañana va a ser distinto.

Tengo el presentimiento que por el camino que vamos terminarán imponiéndose las ideas de las mujeres orientales o de los grupos ultraconservadores religiosos. Una cosa es que Montesquieu quisiera acabar con los prejuicios sociales que rechazaban a la mujer tanto si mantenía relaciones prematrimoniales como si intentaba divorciarse. Dudo mucho, sin embargo, que hubiera admitido lo que hoy en día sucede, sobre todo por las repercusiones sociales que ello genera. Por un lado, los ciudadanos participan cada vez menos en la vida política. Por otro, los ciudadanos sienten cada vez menos escrúpulos en mostrar su intimidad en la esfera pública. Las consecuencias no se han hecho esperar. La más importante de todas ellas es la destrucción de la familia. En el pensamiento de Montesquieu, base constitutiva de la sociedad.

Es hora de plantear varias premisas: a) Que la pertenencia del ser humano a la naturaleza no lo convierte en un simple animal. Del mismo modo que ningún tigre se comporta de la misma manera que un gusano. b) Que el ser humano es cuerpo y alma – o por lo menos cerebro. Ya lo dijeron los romanos: “Mens sana in corpore sano”. Muchos creen que por practicar deporte todos los días y alimentarse de verduras y frutas (a ser posible de cultura ecológica) han hecho lo correcto y olvidan el tema de las drogas y el alcohol con la excusa de que tampoco se trata de vivir como monjes. c) Es cierto que son las mujeres y los hombres los que sostienen las sociedades pero quienes educan ciudadanos virtuosos son, se diga lo que se diga, las mujeres. Por tanto, dependiendo de la educación que se dé a la mujer así será la dirección que una sociedad tomará.


Sinceramente no creo que los contenidos de las series que nos llegan de los Estados Unidos cumplan ninguno de los presupuestos anteriores ni ofrezcan de su lado modelos adecuados para los jóvenes cuyas naturalezas tiernas e inexpertas aún se están formando. Lejos de educar, corrompen. Los padres normales no pueden salvarlos porque han sido despojados de su autoridad y los ultra religiosos viven como de costumbre en sus propios guetos ideológicos. Al resto ni se le presta atención.


La realidad es dolorosa. Salvo en “La Casa de la Pradera” y en “Remington Steele”, (para los jóvenes de hoy series ambas consideradas anti diluvianas), no he descubierto  ni una sola serie de televisión (americana) en la que la mujer pueda encontrar un modelo a seguir. Teniendo en cuenta que “La Casa de la Pradera se centra en la vida de un pueblo de hace ciento cincuenta años y en “Remington Steele”, la jefe de la agencia de detectives ha de contratar a un hombre que la represente porque si no nadie le encarga ningún trabajo, hay que reconocer que ninguna de la dos series ofrece un panorama muy halagüeño a sus espectadoras. O han de refugiarse en tiempos pasados o han de ocultar su inteligencia detrás de las espaldas de un hombre.

Las otras series exponen una perspectiva más desoladora aún, si cabe. En general, muestran dulces y comprensivas mujercitas que cocinan pasteles a sus maridos con una leve pizca de humor, (En los años sesenta “Hechizada”) o hay un regreso al viejo maniqueísmo: “chicas buenas”/ “las otras”, que en la actualidad se ha transformado en la división entre “chicas sensatas” / “party girls”.

La diferencia con los tiempos pasados es que antiguamente las chicas buenas estaban “bien vistas” y hoy son consideradas aburridas e ingenuas. En las series americanas están condenadas a llorar y a soportar las mayores desgracias hasta caer en la depresión o ser víctima de la soledad.Sus buenos principios las arrastran a la infelicidad absoluta. ¡Pobres!

Ciertamente hay que admitir que hubo un par de intentos encaminados a lograr que las chicas sensatas se convirtieran en las protagonistas del colegio. Tales series ofrecían un par de trucos para derrotar a las presuntuosas cabezas de chorlito que sólo pensaban en su imagen. No obstante, lo tristemente cierto es que el imperio del marketing aseguró la supremacía de las “party girls”. Éstas únicamente utilizaban su cerebro para determinar cómo podían brillar aun más en sociedad. Actualmente, las “party-girls” han sido desbancadas por las todavía más radicales “It-girls” que no sienten ningún reparo en presentarse a sí mismas como objetos, como maniquíes de escaparate que aparecen  genialmente (des) vestidas, como en las series “Gossip girl”, y otras veces ni eso, como en “Jersey Shore” y “Gandía Shore” o “Gran Hermano”.

La imagen que ofrecen es la de trozos díe carne envuelto en papel de celofán que en vez de llamar a sus instintos carnales instintos carnales, les denominan “su propio concepto de la vida”. Clones que se mueven de la misma manera, se maquillan con los mismos colores, van a las mismas tiendas de moda, dicen las mismas frases de forma distinta y aún son capaces de afirmar sin mover una pestaña, -no vaya a ser que se les caiga- que tienen un concepto propio, sobre todo, propio, - olvidemos el “concepto”- , de vida.

Soy consciente de que en las circunstancias en las que nos encontramos en la actualidad resulta inútil apelar a la responsabilidad debida hacia uno mismo, al “Sapere Aude”, a la necesidad de disfrutar de placeres que no se agoten en el mero consumo, mostrar al matrimonio como una sociedad de gananciales basada en el amor carnal que se apoya en la afinidad de caracteres y de intereses que permita el desarrollo de un proyecto en común hasta donde dicho “común” alcance y no únicamente en sentimientos caprichosos y volubles que con el viento vienen y con el viento se van. Pero que encima se afirme que tales comportamientos privados –con o sin trascendencia pública- carecen de consecuencias prácticas para el desarrollo y prosperidad de una sociedad por pertenecer al terreno de lo privado me parece tan cínico como falso. No entiendo por qué la deslealtad es un delito  contemplado para los empleados que traicionen los intereses de sus empresas y no para los matrimonios. ¡Como si el matrimonio no generara intereses económicos!

Si queda alguien todavía que se atreva a defender esta idea en público, sus ideas provocan la hilaridad entre sus oyentes y no se sabe si declararlos extremadamente religiosos o simplemente extravagantes.

Y sin embargo, Montesquieu - tan poco sospechoso de lo uno como de lo otro- y uno de los padres de la Revolución Francesa no dudó – pese a todas sus afirmaciones-  en considerar a la familia como la base que sostiene y sobre la que se constituye toda sociedad.

Si el gran asombro de Occidente es que muchas mujeres que pertenecen al Islam quieran seguir cubriendo su cuerpo voluntariamente, incluso cuando trabajan y ejercen funciones de responsabilidad, el gran asombro del Oriente es que muchas mujeres occidentales dediquen gran parte de sus energías al tratamiento de las resacas que sus borracheras nocturnas les producen y a la conquista de los hombres en vez de a la conquista del poder.

La destrucción de la mujer/madre ¿Es producto de la decadencia o de la libertad?  No se les ocurra afirmar en mi presencia que la libertad lleva aparejada consigo la corrupción. Si algo ha mostrado y demostrado Montesquieu en “Las Cartas Persas” es la insensatez de esta premisa.

¿Es la mujer actual igual que la mujer romana, que dejó de tener hijos en cuanto alcanzó la independencia económica? ¿Se trata quizás de uno más de los muchos complots de los que hablaba mi amiga Carlota, dirigido a la esterilización de la sociedad? ¿Hay que tener encerrada a la mujer en casa para que aprenda ser madre y  persona en vez de una  “party girl”, preocupada por el caviar, el champán y sus uñas, como se muestra en los cada vez más numerosos “reality shows” acerca de este tema? ¿Es que es esa la verdadera naturaleza de la mujer?

¿Alguien sabe dónde están las viejas brujas? ¿Esas que se reían de la estupidez de los varones, se negaban a ser sumisas y madres, se dedicaban al estudio y utilizaban sus encantos, única y exclusivamente, para conquistar el poder y no para entretener a las masas o para llegar a ser la “famosa” del colegio?

Espero que este descalabro emocional por el que atraviesa la mujer actual no sirva de excusa a unos cuantos para volver a encadenarla a la incultura y a la superstición religiosa. Amén.

Y sí ya sé que algunos dirán que “Las Cartas Persas” encierran temas de carácter político y jurídico de más relevancia que el tema de la mujer. Pero ¿qué quieren? La cabra tira al monte. Al fin y al cabo estoy luchando con todas mis fuerzas para que ni las otras mujeres ni yo terminemos nuestras vidas en un harén, por muy virtuoso (lujoso) que éste sea. A veces me asalta la sospecha de que han llevado a las mujeres a la misma isla de burros a la que se llevaron a Pinocho. Primero los dulces y luego…

Lo que me molesta es que Montesquieu considere como virtud privada únicamente lo que acontece en la alcoba. ¿No se han dado cuenta? Los hombres de Iglesia hablan como si la represión de los instintos carnales constituyera la única virtud y los filósofos los reprimen igualmente, en la medida en que afirman sin ningún tipo de pudor que tales instintos no generan (o no debieran generar) ningún tipo de consecuencias en la vida pública y  por tanto, se empeñan en dejarlos encerrados en la alcoba.

¿A qué se debe tal actitud? – me pregunto. Sea porque los unos no deben y los otros porque quieren practicarlos sin remordimientos de conciencia, mucho me temo que tal vez obedezca al hecho de que en ambos casos se trata de “hombres”.

“Intentando instruir a los hombres es como se puede practicar la virtud general de amor a la humanidad. El hombre, ser flexible que en la sociedad se amolda a los pensamientos y a las impresiones de los demás, es capaz de conocer su propia naturaleza cuando alguien se la muestra, pero también es capaz de perder el sentido de ella cuando se la ocultan” . “Del Espíritu de las leyes”, Montesquieu.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado-Gascón.



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