jueves, 25 de octubre de 2012

La leyenda del Santo bebedor (1939), Joseph Roth.


Más que de una novela, se trata de un relato largo que Roth escribió justo antes de morir, (falleció el 27 de Mayo de 1939) y fue publicado de forma póstuma.

Poco más de cincuenta páginas bastan a Roth para transportar al lector al mundo que describe. El grado de intensidad que alcanza la narración es tal, sin embargo, que al terminarlo, uno sigue imbuido por el mismo sentimiento con que el viajero regresa a casa después de un periplo por tierras exóticas: aunque nuevamente al abrigo del hogar, el espíritu todavía continúa anclado en las impresiones que se vienen de experimentar. Y es que el espíritu –aunque muchos se empeñen en afirmar lo contrario- no siempre se mueve más rápido que el cuerpo. A veces, siente una terrible pereza a marcharse del lugar donde se encuentra.

La historia comienza una tarde de primavera del año 1934. Un desconocido ofrece doscientos Francos al protagonista de nuestra historia: un alcohólico llamado Andreas, que se prepara a pasar la noche debajo del puente, como tantos otros indigentes. Su nombre completo es Andreas Kartak y ha llegado a Francia desde la Silesia de Polonia. El misterioso benefactor le indica que si alguna vez quiere devolverle el dinero lo entregue en la capilla de “Ste. Marie des Batignolles” por ser él devoto de la Santa Teresa que allí se encuentra. Andreas le da su palabra de que así lo hará.

A partir del día siguiente, su vida empieza a cambiar. Encuentra trabajo, tiene una relación amorosa y recupera amigos perdidos de la infancia. Andreas tiene la sensación de que los milagros no han dejado de sucederse desde su conversación con aquél extraño. Sólo una cosa se le resiste: entrar en “Ste. Marie des Batignolles”. Cada vez que  lo intenta, surge un imprevisto relacionado con su afición por el alcohol, que trunca sus buenos propósitos.

“La leyenda del Santo bebedor” es una historia llena de pequeños milagros, de promesas hechas a desconocidos, del deseo de cumplir esas promesas una y otra vez y de una y otra vez incumplirlas. Un libro dulce, amable, humano. Casi un relato de la vida misma. ¡Hay tantos momentos inesperados que parecen señales enviadas por el Absoluto para exhortarnos a cambiar nuestra existencia, símbolos de que un nuevo camino se abre ante nuestros pies….! ¡Indicios de que podemos ser distintos, significando con ello ser mejores! Y prometemos cambiar y nos lo prometemos a nosotros, al universo, a Dios.  Prometemos cumplir las nuevas metas que nos hemos trazado aunque por una razón u otra siempre terminemos diciendo “mañana”.

Es quizás también el relato de las luchas, de las miles de luchas que el propio Roth libró contra la bebida. ¿Pero quién no lucha contra sus propios e individuales demonios? ¿Qué más da que se llame bebida, pereza, avaricia o malhumor? ¿Y quiénes de los que lo intentan no son de alguna manera santos por seguir firmes en sus luchas y en el intento de cumplir sus promesas a pesar de que tales esfuerzos se revelen como inútiles?

La falta de triunfo no deshonra a Andreas. Lo que le convierte en santo es el intentarlo una y otra vez y no renunciar en su empeño. Lo que le santifica no es el llegar a la cima sino el empezar a subir, a escalar la montaña, con el deseo profundo y sincero de alcanzarla. La pobreza de espíritu que le caracteriza le impide cumplir sus objetivos; no obstante tiene un lugar asegurado en el Paraíso. Andreas no es un depravado, en su alma no existe ningún atisbo de maldad ni de deseo de hacer daño. Simplemente le falta la fuerza necesaria. Dios deja abierta la puerta de la santidad a aquellos a quienes les resulta imposible combatir en la lucha darwiniana por la vida. “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el Reino de los Cielos”, cantan los himnos celestiales.

Y sin embargo, hay que repetirlo, el alcoholismo no tiene nada de bello ni de romántico. La bebida destruye las neuronas, las relaciones humanas, las familias. Los borrachos de carne y hueso no son los borrachos amables de las novelas ni los héroes de las películas.

Los alcohólicos son hombres que no sólo sacrifican su vida sino la vida de los demás. En estos tiempos en los que se ha demonizado a los fumadores, no comprendo cómo no se hace lo mismo con los bebedores. Hasta el momento, yo no conozco ninguna familia destrozada por los cigarrillos pero en cambio si sé de muchas que se han visto afectadas por esta lastra transmitida de generación en generación.

Lo curioso es que muchos de los borrachos y borrachas pretenden convencer – y muchas veces la propia convicción es la mejor arma de persuasión - de que el alcohol no es nocivo y forma parte de la diversión y del saber estar en sociedad. Aquéllos que no beben son considerados aburridos cuando no espíritus estrechos y mojigatos. Así pues, no dudan, en convertir al whisky y a otras bebidas en parte indispensable del éxito. Y lo peor es que mal que nos pese tienen razón. Cuando los alemanes, disciplinados protestantes y empresarios, se refugiaron en Zaragoza después de haber perdido Camerún allá por 1916, lo primero que hicieron para introducirse en la tan católica sociedad española no fue ir a misa sino visitar los locales nocturnos de fiesta, libres de la censura únicamente para las fuertes economías y los cargos influyentes. Tales contactos les proporcionaron las relaciones imprescindibles para triunfar en los negocios. (A este respecto recomiendo la lectura del libro “Soldados en el jardín de la paz” del escritor Sergio del Molino)

Parece como si en las altas esferas el alcohol proporcionara ganancias y sólo en las clases bajas  tuviera efectos perniciosos para la salud y la sociedad. Por eso tal vez no es de extrañar que personas sumamente cultas y con grandes responsabilidades a sus espaldas caigan víctimas del veneno etílico desde sus años de universidad –incluso antes. No hay muchos que sean conscientes de que es su propia inteligencia no utilizada adecuadamente la que los destruye. Un amigo mío, sumamente lúcido y sumamente trabajador, cuando se le acercaba  alguno que le decía que con tal cerebro no tenía necesidad de esforzarse tanto y que ya era hora de que les acompañara en sus noches ebrias, replicaba consternado ante la ingenuidad de su interlocutor que justamente lo contrario era el caso: A la inteligencia había que echarle de comer para que no nos devorara.  “Es como un perro” – explicaba -  “cuánto más grande más cantidad de alimento hay que proporcionarle”.

Muchos, sobre todo los jóvenes, encuentran en el alcohol la excusa perfecta para no tener que alimentar su inteligencia y son engullidos lenta pero inexorablemente por ella.

Los perjuicios que causa en la sociedad  no pasaron desapercibidos al nunca suficientemente alabado Bertold Brecht. El autor alemán comprendió que si los efectos resultaban más nocivos en las clases trabajadoras eso se debía sólo y exclusivamente a la precariedad de sus recursos materiales. Si en su primera fase el joven Brecht canta su descenso a los infiernos, cuando compruebe qué es lo que enciende y mantiene el fuego que consume a tantos infelices dará un giro en su pensamiento. La intención didáctica de la obra: “El señor Puntila  y su criado Matti” (“Herr Puntila und seine Knecht Matti”), del año 1940,  es indudable. Mientras que el capitalista Puntila es un medio hombre que sólo gracias al alcohol puede ser un hombre completo, su criado no necesita de la ayuda etílica para serlo

La cantidad de chicos y chicas afectados por este problema no debería dejar impasible a nadie. La frase “hay que aprender a beber” me resulta tan cínica como improductiva. Me gustaría saber qué significa tal expresión. A los jóvenes no hay que enseñarles a beber. A los jóvenes hay que enseñarles a no beber. El carnet de conducir que tienen que aprobar no es el de la bebida sino el de la vida. Y de lo que se trata, entre otras cosas, no es aprender a infligir normas de tráfico. Más bien a todo lo contrario: a no infligirlas. La frase de “hay que enseñar a beber” resulta tan nefasta como aquélla de “hay que enseñarles a practicar sexo”. Lo que determinaba que muchos padres fieles cumplidores de su deber, se llevaran a sus jóvenes adolescentes a los prostíbulos. De la cantidad de daños psicológicos y físicos que a muchos les produjeron tales “enseñanzas”, da fe Tolstoi en su “Sonata a Kreutzer” escrita en 1889.

Hay cosas que no hay que enseñar a hacer. No sé de nadie en su sano juicio que enseñe a sus hijos a robar, a menos que quiera convertirlo en un delincuente. Tampoco creo que la diversión de una fiesta descanse en la cantidad de copas que se han bebido, ni creo que haya que hacer de las mujeres que beben champán seres más elegantes que de las que no lo hacen. Eso sí: la belleza de la copa es siempre importante. Si el recipiente está hecho con un cristal delicadamente tallado ¿qué importa que dentro sólo haya agua? ¿No han visto ustedes la película de Woody Allen “La rosa púrpura de El Cairo”? Lo importante en la representación no es la autenticidad sino el efecto. ¡Sinceramente, no entiendo por qué a los abstemios les dan siempre los vasos más feos!

Lamento si algunos de ustedes confunden un buen consejo con un sermón. No era tal mi intención. Como las obras de Roth, Brecht y Tolstoi muestran, el cuidado del cuerpo no es algo que importe ni afecte a Dios sino a los hombres.

La vida es un recorrido al final del cual nos espera la muerte. “La leyenda del Santo bebedor” termina con una oración: „Dios nos de a todos nosotros, los borrachos, una muerte tan fácil y bella”.

Su deseo no se vio cumplido. Roth murió sumido en el delirium tremens víctima de una neumonía causada por el alcoholismo.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado-Gascón.

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