sábado, 21 de abril de 2012

EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS (1940), de Dino Buzzati.


¿Por qué un hombre joven se queda en una fortaleza que se alza en mitad de un desierto toda su vida? ¿Cuál es la razón para que los otros también se queden? ¿Cómo puede explicarse que “los otros” sean siempre “los otros”? ¿Cómo a pesar de vivir juntos y jugar todos los días a las cartas reina entre ellos la desconfianza y el silencio?

Preguntas y más preguntas sin respuestas.

La historia comienza cuando a un joven, que acaba de terminar sus estudios en el ejército, le asignan como primer destino una fortaleza enclavada en un puesto de frontera, aislada de todos y de todo. El reglamento se cumple allí a rajatabla aunque Drogo, el protagonista, no sabe muy bien para qué tanta exactitud si al fin y al cabo, nadie ataca ni parece que vaya a atacar. Lo que al principio es extrañamiento se convierte más tarde en costumbre.

De este modo transcurren veinticinco años. Rodeado de soledad y acompañado únicamente de las estrellas, del viento y de algún otro soldado, que desaparece con las nubes.

El tan anhelado combate llega justo al final del libro, cuando Drogo, cansado y envejecido, yace enfermo en su lecho. A pesar de sus esfuerzos por mantenerse en pie para asistir a la batalla, el comandante Simeoni decide trasladarlo a la ciudad – no tanto por compasión sino para tener más espacio para los refuerzos que llegan.

Drogo, que ha aguardado toda su vida a ese momento se ve obligado a abandonar la Fortaleza en la que su vida quedó en suspenso. Al llegar a una posada se detienen a hacer noche. Es en el silencio de la habitación donde Drogo comprende que ha llegado su momento y que tiene que hacer frente a una batalla que es sólo suya: la de la muerte.

Ahí concluye el libro.

Se trata de una buena narración. Éste es el único motivo  por el cual el lector prosigue su lectura a pesar de intuir que la obra de Buzzati no va a dejar espacio para aventuras ni momentos espectaculares. Lo que en ella se refleja es, sobre todo, el extrañamiento y distanciamiento del yo en el mundo que le rodea. No es que Drogo no entienda al mundo, es que tampoco lo pretende. El mundo, simplemente, no le interesa.

Entre Drogo y la fortaleza no existe ninguna relación emocional especial. Él simplemente está ahí.  Él “está” en la fortaleza pero él “no es” en la fortaleza.  Y este “no ser” hay que entenderlo no como una oposición sino simplemente como mera vaciedad. Es verdad que dicho lugar no brinda en principio ninguna oportunidad de desarrollo a Drogo, ni como persona ni como soldado. Sin embargo tampoco  puede considerarse una prisión. O sea, un lugar donde se está pero en vez de un no ser lo que hay en un anti-ser. Esto es, un sitio que niega la posibilidad del ser.
Del mismo modo, es cierto que Drogo no ha elegido ir allí, pero no lo es menos el hecho de que, pudiendo haberse marchado, ha preferido quedarse en la fortaleza, lo cual revela la imagen de un hombre acomodaticio y tranquilo cuya única posesión es la del “estar en la vida” sin grandes emociones y sobresaltos.

Entre él y sus compañeros tampoco existe ningún tipo de comunicación. No es que no exista la amistad considerada en su más alto grado, es que ni siquiera existe la conversación.  Los únicos diálogos  que aparecen en el libro tratan temas banales. En cuanto a las relaciones con los que están en la ciudad, a pesar de que hay una chica con la que podría haberse comprometido en matrimonio, se abre un abismo insalvable. La posibilidad de un puente con el mundo exterior está rota, no tanto por ese mundo exterior como por él mismo.

La ausencia de comunicación se extiende hasta dentro de la propia persona. En Drogo no existe la reflexión individual El silencio espiritual envuelve su alma sin dejar espacio para nada más. Por eso, cuando llega a la fortaleza, simplemente la describe sin que sus observaciones vayan acompañadas de ninguna valoración de carácter moral o político. No hay preguntas ni deseos de saber. Sus dos intentos de marcharse fracasan, entre otras cosas, por su falta de decisión.

La irrupción del enemigo supone un acontecimiento y a Drogo los acontecimientos no le llaman la atención. Esto se pone de manifiesto cuando se niega a tomar parte en la expedición, a la que sí va, en cambio, Angustina: un oficial parecido a él pero sólo parecido. Angustina sí sufre, sí tiene razones, sí tiene voluntad. Sin embargo muere y con ello Diego se sume aún más si cabe en el “estar”. Es ahí: en el “estar” donde se asienta la radicalidad de Diego.

El libro termina como sólo podría terminar: con la única guerra en la que Drogo podría tomar parte. En efecto, la batalla que libra es la del estar vivo contra la del no estar vivo. No es que le inquiete demasiado. De alguna manera cabría entender su situación como el paso del estar vivo al estar muerto. En cierto sentido el “estar” permanece.

¿Es Drogo un ser kafkiano o un hombre sin atributos? ¿Es víctima de las circunstancias o de su falta de fuerza moral? ¿Se arrastra él mismo hacia el abismo o es arrastrado?

Lo que Buzzati denuncia en el libro es la indolencia de Drogo, la estupidez de una vida sin sentido y sin reflexión. ¿Cómo puede haberla si ni siquiera existe la comunicación consigo mismo?  No existe la intención, ni siquiera el deseo, de cambiar la realidad. La vida se toma tal como es y ello, justamente, imposibilita la comunicación. Preguntarse por la vida genera el diálogo aunque sea con uno mismo. Todo diálogo supone un ir más allá de los hechos. Determina traspasarlos, valorarlos e incluso –hasta cierto punto- transformarlos. Es en la conversación donde aparecen los distintos puntos de vista desde los que un hecho puede ser considerado.

La inactividad exige como requisito sine qua non el silencio, la falta de diálogo, para así impedir una reflexión que pueda originar un cambio de estado. Justamente por esto, la soledad de Drogo no es una soledad creadora sino aburrida y mediocre que sólo espera, en realidad, a la muerte. Por tanto, es lógico que sean otros: los activos, los que recojan los laureles del éxito. Son otros, los Simeoni, los que salen de sí mismos, los que con sus anteojos observan pequeños puntitos negros y los que toman la decisión de que hay que prepararse para el combate. Simeoni observa, pero no se queda en la simple constatación de los hechos. Intenta entenderlos, darles un sentido, reflexionar sobre ellos y finalmente, actuar en consecuencia.

El libro de Buzzati es un manifiesto contra todos aquellos que conciben la vida como un absurdo para refugiarse en la apatía. Al contraponer las figuras de Drogo y Simeoni, el autor demuestra que no se debe exigir al sitio donde estamos que sea él el que nos motive o nos ofrezca posibilidades espectaculares. No es el sitio el que nos determina. Somos nosotros los que determinamos el carácter del lugar. Y para conseguirlo lo primero que se necesita es la curiosidad, el deseo de saber.

Drogo es vago, inactivo, pasivo. Primero, se refugia en las circunstancias para explicar su situación y luego utiliza los hábitos y las costumbres para que estas le hagan olvidar el paso del tiempo.

Excusas para no hacer nada se encuentran siempre. Ahora más que nunca. La televisión y el ordenador se han convertido en fortalezas casi inexpugnables. La información a la que se tiene acceso no lleva necesariamente a un incremento de la reflexión sino simplemente a un aumento del número de hechos conocidos. Del mismo modo que para la mayoría de los soldados aquellos puntitos negros en el horizonte no eran nada más que eso: puntitos negros.

El absurdo no está en nuestras vidas a priori. Somos nosotros los que convertimos nuestras vidas en absurdas si le negamos la actividad necesaria para construirlas. Sin embargo, antes de poder empezar a construir, o sea a hacer, han de darse tres elementos previos: la curiosidad,la observacion y sobre todo, la reflexion.
En efecto, el juicio crítico y la valoración de los hechos constituyen en nuestros días instrumentos imprescindibles para transformar la sociedad que nos rodea y destruir las fortalezas que nos aprisionan. Hoy más que nunca hay que atreverse a ser y ese "atreverse" ha de ser radical. Con ello no estoy haciendo referencia a posturas políticas sino morales. Concretamente a Kant.

En un mundo dominado por la información, el famoso “Sapere Aude”, con su llamada al juicio crítico y a la reflexión, es de vital importancia  para poder determinar nuestra toma de decisiones.

Pero es que, además, se impone la necesidad de radicalidad. Radicalidad en dos aspectos: para determinar nuestra propia concepción existencial y para hacer frente tanto a las imposiciones externas como al relativismo moral que, en contra de lo que muchos creen, no se apoya en la tolerancia sino en la moda pasajera de diferentes opiniones.

Así visto, la interrelación entre juicio crítico y determinación en la actuación son innegables: Hay que atreverse a saber para arriesgarse a ser radical y esta radicalidad exige adentrarse nuevamente en la búsqueda de conocimiento. Sin embargo, se trata de una radicalidad de carácter interno, no para imponerla a los demás sino a nosotros mismos.

La grandeza del libro de Buzzati radica en que llama a la acción. El autor muestra cómo la inactividad y la pereza mental convierten una vida en absurda. No tanto porque la vida carezca de sentido sino porque ellos no le dan ninguno. De alguna manera, la vida podría compararse con los ingredientes necesarios para hacer un pastel. De entrada, esos ingredientes aparecen dispersos y separados. Es imprescindible querer lanzarse a la aventura de su fabricación. Ello requiere información sobre cómo se elabora un pastel; determinar el tipo de pastel y la decisión inquebrantable –radical- de prepararlo.

Pongámonos, pues, a hacer el pastel de la vida. No sé cómo nos saldrá pero no cabe duda de que nos habremos divertido más de lo que se divirtió Drogo.

¡Hasta la semana que viene!

  Isabel Viñado Gascón.












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