sábado, 18 de agosto de 2012

El Vizconde de Bragelonne, (Tomo I) (1847) Alexander Dumas, padre.


Esta es la tercera novela de la trilogía que componen las aventuras de D’Artagnan y sus amigos. La primera fue la archiconocida “Los tres mosqueteros”, la segunda, “Veinte años después” y finalmente apareció “El Vizconde de Bragelonne”, que narra los acontecimientos que transcurren once años más tarde desde los últimos sucesos conocidos. Hasta ahora solo he leído el tomo I de los tres que componen la narración. Sin embargo, su contenido me ha parecido tan interesante que no he podido resistir la tentación de comentarlo.

Al igual que sucedía en los anteriores volúmenes, la historia sirve de marco al desarrollo de la acción, por lo que muy bien podrían ser consideradas como “novelas históricas”. Sin embargo, el genio de Dumas trasciende este calificativo. No es simplemente que Dumas posea un dominio absoluto de la pluma y de los momentos históricos en que sitúa las aventuras. Es que además conoce el alma humana y sabe que en la vida no todo es violencia, sexo y amor y que la sociedad no se divide en los “muy buenos” y los “muy malos”, que son los recursos que en la actualidad utilizan las denominadas “novelas históricas” y que solo sirven para vender más ejemplares. Lo cierto es que la calificación de “best seller” no determina automáticamente la calidad literaria de una obra y para ser sinceros,  hay que admitir que la mayor parte de las novelas históricas de hoy en día están escritas a partir de esquemas que se repiten hasta el punto de que el lector tiene la impresión de que sólo lee variaciones sobre el mismo tema. Lo único que las diferencia es el marco histórico en que se desarrolla la acción. Los ingredientes son siempre los mismos: una serie interminable de acontecimientos que en vez de permitir la reflexión únicamente ofrecen diálogos basados en la sensiblería y el sentimentalismo del más vulgar estilo.

Por el contrario, los personajes de las novelas de Dumas hacen gala en sus conversaciones de la fina y aguda inteligencia que necesitan a fin de poder sobrevivir no sólo en el campo de batalla sino también en el terreno siempre movedizo de palacio. Al mismo tiempo, la pluma de Dumas se niega a caer en el historicismo romántico decidido a presentar cualquier tiempo pasado como la culminación de la humanidad, ya sea por su esplendor o por su barbarie. La intención del autor francés es bien distinta. Su objetivo es mostrar al lector que en todas las épocas los hombres están dominados por las mismas pasiones y los mismos intereses.

¿Cuál de ellos se superpone a todos los otros y sobrevive al tiempo?  Sin duda el económico. Este tema, en efecto, es el hilo conductor a lo largo de la obra.

El libro de Dumas pone de manifiesto que la falta de dinero no es una cuestión que únicamente preocupe al pueblo sino también a los más poderosos. Luis XIV, que desearía ayudar al destronado Carlos II, no tiene dinero para ayudarle y le falta poder para exigir a Mazarin que lo haga. Por su parte, Mazarin, en su lecho de muerte, está más preocupado por el destino de los cuarenta millones que quiere dejar en herencia a su familia, en vez de al rey, que por los últimos sacramentos. Ana de Austria ha de abandonar la habitación del moribundo -su mejor amigo durante décadas- para no estallar allí mismo de cólera al saber que su hijo ha sido víctima de su inexperiencia juvenil y al rechazar llevado del sentimiento del honor, la fortuna que Mazarin se había visto obligado a ofrecerle ha actuado exactamente cómo había previsto Colbert, consejero al servicio del cardenal. D’Artagnan deja su puesto al servicio del rey porque está harto de que treinta años de trabajo fiel no le hayan aportado ni fortuna ni honor y se embarca en la aventura de ayudar a Carlos II a recuperar su trono, no tanto movido por la simpatía personal como por el deseo de hacer de una vez por todas fortuna.

Hasta las últimas advertencias de Mazarin al joven rey tienen que ver con la economía. A juicio del moribundo, estos consejos son más valiosos que la fortuna en litigio. El primero es  que prescinda de la figura del Primer Ministro y el segundo, que tome a Colbert como ministro de finanzas.  Luis XIV no duda en seguir las recomendaciones del cardenal. En cuanto se hace con las riendas del gobierno, lo primero que hace es ocuparse de sus arcas vacías, al mismo tiempo que intenta deshacerse del todopoderoso superintendente Fouquet, que es el que se ha hecho con el erario público y que está construyendo una fortaleza capaz de resistir cualquier embate.

¿Es que el libro de Dumas defiende el mercantilismo? No, no lo defiende pero sí pone de relieve la importancia que el dinero tiene en los asuntos humanos y consiguientemente históricos. Sin embargo, Dumas también deja entrever que las riquezas sin inteligencia no sirven de gran cosa. Los jugadores pendencieros y descerebrados como Malicorne terminan con lo puesto.

Tres son los requisitos que una fortuna exige: hacerla, mantenerla y acrecentarla. A través de los acontecimientos, el escritor francés remarca una y otra vez los esfuerzos que ello conlleva. Sobre todo en lo que a su conservación se refiere. D’Artagnan no ignora este hecho y en cuanto obtiene la recompensa del rey Carlos II por haberle ayudado a recuperar el trono, su primera preocupación consiste en evitar que alguien se la robe.  Fouquet, por su parte, no duda en utilizar todos los recursos a su alcance para mantener su fortuna y su posición, amenazada por el rey. El deseo casi desesperado del superintendente Fouquet por salvar a sus amigos es porque no ignora la importancia de dichos amigos – enriquecidos a su vez con su ayuda- para proteger sus intereses.

Los pobres roban el dinero, los ricos lo exigen. El primer tomo de "El Vizconde de Bragelonne" expone el relato de un juego donde no hay una sino muchas pelotas en movimiento. Cada una de ellas está llena de riquezas y es el jugador el que tiene que decidir detrás de cual de ellas corre mientras trata de impedir que otros se la quiten.
 
Pero si bien es cierto que el campo de juego está repleto de pelotas de dinero que todos persiguen, no es menos cierto que cada una de esas pelotas ha sido lanzada por principios e intereses distintos. Por tanto, antes de empezar a correr como un loco detrás de alguna de ellas, es necesario detenerse a pensar quién la ha disparado y por qué, a fin de poder determinar qué pelotas pueden constituir nuestro objetivo y cuáles hemos de ignorar aunque pase delante de nuestras mismísimas narices. Así por ejemplo, cuando D’Artagnan le dice a uno de sus “mercenarios”: que sea un buen hombre durante un año y que luego vaya a verle porque le ayudará, lo que le está diciendo en realidad es que se aparte de los intereses mafiosos que proporcionan grandes beneficios pero que terminan conduciendo inexorablemente a la ruina y al deshonor.

Gana el que al final del juego más pelotas tiene en su haber. Lamentablemente, el final del partido para un jugador llega con la muerte. Es el fin de la vida de cada uno de los participantes lo que pone fin a su propio juego; no al de los otros jugadores..
El juego como tal no termina nunca.

¿Es que todos los seres humanos son así? ¿No hay al menos alguno cuyo comportamiento esté determinado por ideales más nobles como la amistad o el honor? Por supuesto que sí. Athos es uno de los representantes de este tipo de individuo. Es uno de los pocos que en sus acciones no está movido por el interés económico sino sobre todo por el honor. Pero Dumas no deja lugar para el enternecimiento. Athos reúne dos elementos para que pueda darse tal comportamiento desinteresado: Por un lado, dispone de un título nobiliario y bienes económicos que le permiten vivir holgadamente. Por otro, su fortuna no está amenazada.  El segundo representante es Planchet, el antiguo escudero de D’Artagnan. La amistad que siente por el que otrora fuera su señor es tal que acepta con resignación la noticia de que éste ha perdido todo su dinero e incluso se ofrece para ayudarle en su desgracia. D’Artagnan, que le había gastado una broma, no sale de su asombro. La reacción de Planchet le deja atónito y no es capaz de comprender la generosidad de su amigo.
La amistad, como revela el ejemplo de Planchet, sí existe, pero no es lo habitual. En general, en la amistad lo que prima –como se observa en el encuentro entre Aramis y D’Artagnan- son los intereses de cada uno de ellos.
En cuanto al amor puro y romántico, Dumas lo deja reservado a los jóvenes ingenuos y sin experiencia en la vida. El consejo de Athos al joven Raúl es que en vez de concentrarse en su amada, dedique sus energías al trabajo, esto es, a la vida militar.

A decir del autor del "Vizconde de Bragelonne", todos estamos, de un modo u otro, guiados por los intereses económicos. En la medida en que esos intereses representan diferentes corrientes de pensamiento, diferentes ideas y diferentes concepciones políticas, se hace necesario el juicio crítico a la hora de determinar cuál de ellas vamos a seguir. La honestidad al menos con nosotros mismos resulta imprescindible para desenmascarar sensiblerías baratas que únicamente aspiran a la consecución de la fortuna, del poder o de ambos.

Como se observa, la grandeza de Dumas no descansa simplemente en saber narrar aventuras que divierten al lector. Esto constituye sin duda uno de sus grandes logros pero la principal herencia que ha dejado a sus lectores es su consejo acerca de la desconfianza que hay que mantener constantemente hacia el romanticismo en sus diversas expresiones. El amor es algo en lo que los jóvenes creen y han de creer hasta una cierta edad. Pasado ese tiempo tal creencia los arrastra a la muerte o los lleva a adoptar comportamientos hipócritas y mezquinos ocultos bajo una sensiblería que cada vez convence menos.

Digo esto porque nunca el amor, la amistad y la solidaridad ocuparon tantas páginas. De hecho, son los temas centrales que conforman los argumentos de las actuales novelas históricas, las películas, y los documentales de la televisión. Los malos siempre quieren dinero, los buenos siempre luchan desinteresadamente llevados únicamente por altos y nobles principios.

Sin embargo, si  por un lado se predica la solidaridad universal, por otro el individualismo alcanza cotas alarmantes incluso en el trabajo. Se exhorta a la amistad y a la fraternidad entre todos los hombres y la sociedad aparece tan dividida o más que antes. El matrimonio por amor, relaciones prematrimoniales incluidas, aparece como una de las grandes conquistas de la modernidad mientras sigue aumentando el número de divorcios. Los padres no-divorciados dejan a sus hijos al cuidado de niñeras mientras se ven "obligados" a hacer vida social recordando durante toda la velada su profundo “amor a los hijos” esgrimiendo la tan trillada frase de que “la calidad es mejor que la cantidad”.
Con ello olvidan que no se puede hablar de “cantidad o calidad” como si de elementos excluyentes se tratara. Seria preferible que discutieran el término “educación”, siempre problemático en vez de introducir vocablos que hacen alusión al consumo. Porque el consumo, ya lo sabemos, es uno de los factores a los que más fácilmenten puede manipular las emociones.
De este modo, se hace descansar al amor paterno en una cuestión emocional: “cantidad/calidad” convirtiéndose en un "consumo de amor”, que se extiende al resto del mundo infantil.
En efecto, resulta desolador ver en las películas americanas al clásico niño rico llorando porque a pesar de la bicicleta último modelo que con motivo de su cumpleaños le ha regalado su padre, éste debido a su trabajo no ha estado en su maravillosa y costosa fiesta, para a continuación ver otras películas donde aparece otro niño acompañado esta vez de su padre, pero sumido igualmente en la depresión infantil porque el trabajo de su padre no le permite adquirir la flamante bicicleta que se expone en el escaparate.
 
La obra de Dumas en tanto que previene contra los dudosos fines que las sensiblerias ocultan y aconseja saber distinguir entre las apariencias y los verdaderos intereses, sigue estando de actualidad; sobre todo en un mundo como el nuestro tan plural como cambiante donde el individuo apenas dispone de plataformas donde encontrar apoyo. 

Una vez más se hace necesario hacer una llamada -si no al retorno- sí al estudio de los valores que preconizó el Siglo de las Luces. Sus esfuerzos y logros, al contrario de lo que algunos se empeñen en hacernos creer, no fracasaron por culpa de la identificación de la Razón con la Razón Práctica. El siglo de las Luces y con él toda una concepción de la vida se desmoronó víctima de un romanticismo lunático que se apropió de los éxitos de la Razón y los utilizó para su propio provecho. Las grandes Guerras Mundiales y los horrores que generaron no muestran la ineficacia de la Razón sino la energía destructora del romanticismo. Los grandes pensadores y literatos de la época, como Nietzsche, Marx y Brecht lejos de dirigir sus reproches a la Ilustración lanzan sus más duras críticas al Romanticismo, en cualquiera de sus acepciones.

Sin embargo, a la mayoría le resulta más fácil atacar los estragos que una Razón Práctica (instrumental) mal utilizada ha provocado antes que preguntarse quién y por qué la ha utilizado de forma tan perniciosa. Recoger algunos nombres en los libros de Historia y aludir a un par de causas políticas no contesta en absoluto a la cuestión.

Porque lo cierto es que fue el Romanticismo el que se apropió de los valores ilustrados y abusó de ellos. Fue el Romanticismo el que creó los regímenes políticos que asolaron el continente europeo. Es el romanticismo el que ha transformado el ideal ilustrado de la igualdad de oportunidades a la hora de participar en una sociedad basada en el hedonismo y el ocio. ¡Si Brecht levantara la cabeza!

Lo que Dumas y en general los grandes literatos franceses muestran es que no son las grandes palabras ni los sentimentalismos los que mueven el mundo. Todos ellos tratan de prevenir a lector de que al mundo lo mueven diferentes intereses que a fin de conseguir sus objetivos no dudan en  crear y manipular las emociones: la mas importante la ambicion desmesurada, que no tiene ningun reparo en emplear cualquir tipo de demagogia que sea necesaria para triunfar: ya sea utilizando el miedo o la compasion.

Tal embestida de emociones,  no sólo precipitan a la ruina a los individuos sino incluso a los reinos. En cuanto toma posesión de su cargo, Colbert se apresura a hacerle ver a Luis XIV que las sensiblerías a la hora de gobernar sirven de bien poco. En realidad, el consejo del economista resultaba innecesario: Luis XIV acababa de rechazar al amor de su juventud en aras de su deseo de regir Francia. No creo que Dumas hubiera calificado tal aspiración  de ambición  desmesurada. Mas bien habría estado de acuerdo en que dicha tarea formaba parte de sus derechos tanto como de sus obligaciones.
Es hora, pues, de salir de la minoría de edad y de enfrentarnos a la tarea de gobernar (-nos). Tanto los sentimentalismos como las actitudes cínicas carecen de sentido. Todas ellas se apoyan no en la razón reflexiva sino en la frustración, el resentimiento y sobre todo en la pérdida de fe en la Humanidad, que no es ni más ni menos que la pérdida de gusto por el juego de la vida. Tales actitudes abocan en la pasividad mental.

Como muestra el escritor galo, solo hay dos elementos que pueden hacer frente a esta situacion: el desarrollo de la inteligencia y el desarrollo de la estrategia basada en el raciocinio. Dumas, no tiene nada en contra de que la Razon controle las emociones. Lo que le molesta es que suceda al contrario.

¡Hasta la semana que viene!

Isabel Viñado Gascón








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