martes, 29 de mayo de 2012

LAS BRUJAS DE SALEM (1953) de Arthur Miller


En tan sólo dos actos, (en la traducción alemana), Arthur Miller consigue mostrar de forma magistral la naturaleza de la bestia que es la locura colectiva: cómo nace este monstruo, cómo se expande y cómo, únicamente tras haberse saciado de sangre de víctimas inocentes, desaparece. Fíjese bien que hemos escrito “desaparece” y no “muere”. En efecto, la bestia abandona el lugar una vez que este ha quedado desolado sin que se sepa ni cuándo ni dónde, ni siquiera con qué virulencia volverá a aparecer.

En la obra de Miller, Abigail –la sobrina del reverendo Parris-  es la mujer capaz de sugestionar a un pueblo y  a un tribunal afirmando que ha visto a unas cuentas decenas de mujeres del pueblo bailar con el diablo.

La pretensión de Abigail es, por un lado, evitar que la sospecha recaiga sobre ella y sus amigas ya que son ellas las que, en realidad han  bailado en el bosque, y por otro, la de casarse con el doctor Proctor al que ya una vez sedujo. La pasión que siente por él es producto no tanto del amor como del deseo de formar parte del grupo de mujeres respetables del pueblo que no le acepta por su comportamiento libertino. El miedo a ser descubiertas y el rechazo de Procton a sus requerimientos, les lleva a ella y a sus amigas a acusar de brujas a las mujeres más piadosas y buenas de la comunidad, entre las que se encuentra Elizabeth: la esposa de Procton. 
La mentira generará, teniendo en cuenta el tiempo en el que viven, la destrucción de innumerables familias.

La situación para las acusadas es complicada. Si confiesan que son brujas y que han bailado con el diablo serán puestas en libertad aunque expulsadas de la iglesia. Si mantienen su inocencia, serán colgadas.

Para los hombres que han sido inculpados, el tema adquiere una dimensión económica. Tanto si se confiesan inocentes como culpables, les serán confiscados los bienes. Así que uno de ellos –Giles Corey- muere sin decir ni sí ni no, asfixiado por el peso de las piedras pero habiendo salvado el patrimonio para sus hijos.

La locura se adueña de la situación. El juez Danforth no modifica su sentencia a pesar de reconocer que las acusaciones se han basado en  la mentira y el engaño. Teme que si deroga su veredicto de culpabilidad le consideren un juez débil.

Su empeño en aparecer fuerte le lleva a sacrificar a la verdad y con ello a muchos inocentes. En cambio, la auténtica culpable: Abigail, huye en compañía de un hombre, llevándose consigo todos los ahorros de su tío, el pastor Parris, que siempre la había defendido aun sabiendo la verdad del engaño y todo porque él tampoco había sido admitido en la comunidad de respetables. Tal actitud se había debido a que a dicho grupo le interesaba sobre todo el aspecto religioso y no tanto el económico, mientras que al pastor Parris lo que le obsesionaba era una iglesia con ornamentos de oro y un mayor sueldo.

Los inocentes mueren con honor. Los culpables viven sin él. La verdad se descubre antes del sacrificio y se acepta sólo después de que el sacrificio haya tenido lugar.



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En cualquier caso, la locura colectiva se compone siempre de los mismos actores: el que sugestiona, los sugestionados y las personas sobre las cuales recaen la culpa de los problemas y daños que sufre el mundo.

De igual modo, la dinámica se repite una y otra vez: los que sugestionan aparecen gobernados por las bajas pasiones: ya sea por motivos de venganza, de envidia o de miedo.

Dos notas comunes caracterizan a este tipo de individuos: por un lado, poseen el instinto necesario para presentir las inquietudes más profundas e irracionales que una sociedad, por muy abierta y liberal que sea,  alberga en su interior. Por otra, están dotados de la suficiente inteligencia para conseguir sus objetivos haciendo aflorar tales temores a la superficie. En ocasiones, es el miedo a la pobreza, al desempleo y a las enfermedades; en otras –como es el caso que nos ocupa- el terror a lo sobrenatural. Así pues, lo único que varía en función del tiempo y del lugar en que se encuentran son los argumentos que esgrimen para para alcanzar sus propósitos.

Los sugestionados son personas débiles a las cuales no les interesa encontrar la verdad. La verdad exige esfuerzo mental, independencia de juicio y vigor moral para aceptar que a veces nos equivocamos durante la búsqueda de nuestro camino.

Lo que tales sujetos desean es encontrar una explicación a las dificultades que atraviesan. Tal pretensión resultaría comprensible si exigieran que dicha explicación se asentara en la verdad o, al menos, en el sentido común. Pero la naturaleza de la explicación que el monstruo de la locura colectiva requiere es de carácter concreto y humano. De lo que se trata es de encontrar lo antes posible y sin grandes esfuerzos a los culpables. La verdad ocupa un puesto secundario.

Las víctimas son personas inocentes que se han cruzado  por casualidad en la senda del que sugestiona y han sido por una razón u otra presa de su más profundo odio. En general, las víctimas son individuos que sobresalen entre la masa, bien por ser de diferente raza, religión o cultura, bien porque su fuerza de carácter y convicciones independientes les lleva a adoptar comportamientos que no coinciden con los de la mayoría o simplemente, como en la obra que nos ocupa, debido a la posición  que ocupan en la sociedad.

Las posturas que las víctimas suelen adoptar son básicamente tres. Algunas terminan identificándose con las tesis del grupo, aceptan su culpabilidad  y se acogen al sacrificio como modo de expiación de sus culpas. Otras, firman cualquier cosa con tal de conservar la vida. Sólo unas pocas tienen la posibilidad de conseguir huir.



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Cuando la locura colectiva se apropia de un lugar lo único que varían son los argumentos que se aportan para destruir a una persona o a un grupo y las proporciones que tales comportamientos anormales puedan alcanzar: Su mayor expresión es una guerra mundial, la menor: el acoso de un grupo a un solo individuo.



En general, esta última manifestación es la más habitual. El asedio se circunscribe a una o a varias personas de la comunidad en las que sus vidas se desarrollan. Puede aparecer en un colegio, en un barrio o en un pueblo entero. Cuando sus llamas se apagan, deja una sociedad completamente deteriorada. Sin embargo, nadie puede aclarar bien lo sucedido. Las gentes que la han padecido hablan de una fiebre. Muchos no recuerdan bien lo qué ha pasado o qué es lo que ha llevado a desencadenar tal grado de violencia.

Lo mismo sucede con los motivos que se esgrimen cuando se intenta ofrecer una explicación. La furia que se ha desencadenado es totalmente desproporcionada a las razones que se aducen: la(s) víctima(s) tenía(n) un perro, vestía(n) de una determinada manera, recibía(n) demasiadas visitas, era(n) demasiado simpática(s), era(n) demasiado seria(s)...

Tal tipo de violencia colectiva ha seguido conservando sus antiguos rasgos al mismo tiempo que adoptaba otros nuevos. En efecto,  durante la última década ha aparecido un  fenómeno de comportamiento que ha obligado a buscar  un vocablo que lo definiera, ya que  la terminología de las diferentes lenguas no lo contemplaba. En alemán es “mobbing”, en India se le denomina “ragging”, y en España “bullying” y “acoso”, que antes hacía alusión al hostigamiento sexual y ahora incluye el moral.

Este hecho manifiesta la adaptación de la bestia a las nuevas circunstancias. Se ha vuelto más sutil. Ha aprendido que para destruir a una víctima no siempre hace falta derramar sangre. Basta con destruir su alma y ello en épocas que se llaman a sí mismas “laicas”. Como si por no ir a misa los domingos y declararse agnóstico pudiera destruirse la religiosidad, que es inherente al ser humano como tal. Como si unos dioses, axiomas, principios primeros o como se les quiera llamar no pudieran ser sustituidos por otros.

Lo que diferencia este proceder y lo convierte en nuevo es la virulencia  del acoso psicológico y moral al que la víctima es sometida. Se invierte el sentido de sus palabras, se deforman sus pensamientos y sus ideas, se alteran los hechos, las virtudes se convierten en defectos, se obvian sus éxitos, se inventan errores. En definitiva: se transforma y se desfigura el sustrato básico que constituye a dicha persona hasta convertirla en otra completamente distinta, de modo que ni ella misma es capaz de reconocer ni comprender la nueva imagen que de ella le llega del exterior. La persona ha sido vaciada de su propia esencia y lo que queda es un cadáver andante: un zombi.

Y sin embargo, no se ha derramado una sola gota de sangre.

Y sin embargo, no se ha proferido ni un solo insulto.

Las nuevas armas que la bestia ha encontrado son básicamente dos: la primera es el humor, al que ha transformado en burla. En efecto, el instrumento que normalmente sirve para que los seres humanos olviden sus preocupaciones ha sido desfigurado y caricaturizado. El humor ya no muestra las paradojas de la vida de forma que podamos enfrentarnos a la cotidianidad con espíritu ligero. Las nuevas y nuevos “Abigail” lo utilizan para falsear el carácter de determinadas personas, normales a toda vista pero que han tenido la mala suerte de –no se sabe por qué causa- encender en ellos las más oscuras pasiones.

La otra nueva estrategia que la bestia de la locura colectiva ha elaborado es – en tiempos de burbujas-  la de crear una burbuja con un valor moral determinado. Yo conozco al menos cuatro posibilidades: la limpieza, el orden, el silencio y el trabajo. Se trata de tomar un valor cualquiera y convertirlo en “el valor”, de modo que pueda ser empleado como arma destinada a tiranizar al resto de la población.

Un ejemplo que podríamos traer a colación es el del “silencio”. Todos aceptamos, en mayor o menor medida, que el silencio es necesario para trabajar, para estudiar y para meditar y que el ruido es negativo tanto para los oídos como para el bienestar anímico. Pero entre el silencio que posibilita una actividad y el silencio mortecino del cementerio, que indica su absoluta ausencia,  hay una gran diferencia. Lo fundamental en el ejemplo que nos ocupa  es que los obsesos del silencio suelen amar el silencio por el silencio mismo y  en vez de usarlo para  desarrollar su espíritu, lo utilizan como excusa para ocultar la amargura de su corazón impidiendo que los hombres felices se relacionen con sus amigos, los niños jueguen por los jardines, y los enamorados se maten a gritos antes de comerse a besos. Lo mismo sucede con los otros valores que he enumerado anteriormente.

Las consecuencias que tal tipo de tiranía consentida originan son en la mayoría de las situaciones muy parecidas. En época de dificultades para encontrar un trabajo, muchos empleados se ven obligados a dejar el suyo a causa de la violencia psicológica y física que sus propios compañeros les causan. Más de un alumno ha de cambiar de colegio y muchos orgullosos propietarios se ven forzados a cambiar de vivienda e incluso de barrio, si quieren resguardar su paz y su tranquilidad. El malestar que tales personas experimentan no nace de la competencia. Ni siquiera de la rivalidad. Ambos comportamientos no serán, en efecto, dignos de ángeles pero sí de hombres. La sensación que los afectados experimentan es que en dicho lugar se ha abierto la veda de caza y ellos son la pieza a cobrar.

A diferencia de otros tiempos, en los que las víctimas eran torturadas, quemadas, guillotinadas o enviadas a campos de concentración, en nuestros días el monstruo de la locura colectiva ha aprendido a utilizar el humor y la burla para conseguir saciarse de la sangre de los inocentes sin tener que derramarla. De este modo, consigue pasar desapercibido, las víctimas desaparecen sin dejar rastro y caso de que se encuentre algún cadáver, lo más probable es que se trate de un suicidio consecuencia –según declara cada uno de sus “allegados”- del desequilibrio que tal persona sufría.

Contra tales comportamientos producto de mentes enfermizas y deformadas sólo cabe una actitud: el juicio crítico e independiente y la valentía si no para defender activamente al débil, sí al menos para ignorar las insidias dirigidas hacia él sin participar en el acoso. Cuando los que intentan iniciar una acción colectiva se quedan solos, desisten en sus pretensiones o acaban desvelando la locura malsana que les corroe por dentro.

Es fundamental recordar el “Sapere Aude” kantiano. Es importante regresar a la moral individual kantiana sin olvidar los peligros que Nietzsche vislumbró, empleando para superarlos  la medida aristotélica del término medio.

Se trata de elaborar valores que ayuden a construir nuestra propia existencia sabiendo que lo apolíneo y lo dionisiaco van de la mano y ayudándonos del principio del justo medio aristotélico para no caer ni en las dictaduras morales –aunque sean a nosotros mismos- ni en el salvajismo dionisiaco –aunque ello exprese una parte de nuestro ser.

Es hora de que los dioses sedientos de sangre mueran por falta de alimento.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado Gascón.












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