domingo, 29 de diciembre de 2013

LA BROMA INFINITA (1996) David Foster Wallace - COMENTARIO


Lo que me parece digno de consideración en la obra de David Foster Wallace no es tanto la trama, difícil y a veces confusa, como los temas de que se ocupa y el ambiente y la atmósfera en que transcurren. Es esto, en definitiva, lo que conforma el espíritu de “La broma infinita”.

Hay novelas en las que el autor expresa sus ideas a través de la acción. En ellas el argumento resulta de vital importancia para comprender el pensamiento subyacente. Así, por ejemplo, “Enemigos, una historia de amor”, de Isaac B. Singer. En cambio, las llamadas “novelas de ideas” exponen directamente la propia ideología del escritor y el argumento queda supeditado a las convicciones e inseguridades que el autor pretende formular sin tener que recurrir al género de ensayo para hacerlo. Los personajes son meros transmisores de sus ideas. De este modo el ritmo puede ser más ligero y menos sistemático.  Lo importante no es tanto lo que se  hace como lo que se dice. La acción, aparece así, subordinada al concepto. La novela de Huxley “Contrapunto” y la de Morris West, “Eminencia”, constituyen dos buenos ejemplos. En ellos, la reflexión a la que es inducido el lector proviene de lo que se afirma más que de lo que sucede. Éste es también el caso de “La broma infinita”. Si nos atenemos al argumento y nos concentramos en las relaciones que mantienen cada uno de los personajes con el resto, nos introducimos en un laberinto sin salida. Los personajes aparecen aislados incluso en lo que a ellos mismos se refiere. No existe una comunicación real. La acción además es considerada inútil. La muerte, de una u otra manera, inunda toda la obra.

Una última consideración: he leído que se ha publicado una guía para ayudar a entender “La broma infinita”. Realmente esto me parece exagerado. Es cierto que las mil quinientas cuarenta y cinco páginas de la edición alemana que he manejado (de las cuales casi ciento cincuenta son notas a pie de página) son muchas páginas y dan cabida a introducir un gran número de personajes y de historias. Sin embargo me veo obligada a recordar que “La Broma Infinita” es, al fin y al cabo, una novela. Muy larga, eso sí, pero novela al fin y al cabo. Nada que ver, por tanto, con obras como “La crítica de la Razón Pura” de Kant, que sí requieren de manuales que ayuden a su comprensión.

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A la hora de realizar el análisis de "La obra infinita" la honestidad me ha obligado a contestar a tres preguntas:

¿Es un buen escritor David Foster Wallace? Sí

¿Es “La broma infinita” un buen libro? Hm… Sí…

¿Me ha gustado? No.

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¿Es un buen escritor David Foster Wallace? Sí

 En primer lugar, su dominio del lenguaje es innegable. En segundo, la facultad que posee para conseguir que en los tiempos que corren, el lector apure las más de mil páginas de que consta la novela, es digna de elogio.

¿Es “La broma infinita” un buen libro? Hm… Sí…

Por lo que a “La broma infinita” se refiere, contiene por igual rasgos negativos y positivos. De ahí que sea tan difícil determinar su calidad. La estructura es enormemente confusa. Los saltos del tiempo complican innecesariamente la lectura. El hilo narrativo de la novela no sigue ningún esquema lineal, ya sea hacia el futuro o hacia el pasado, y tampoco es circular. Sencillamente es desordenado. Del mismo modo, los personajes aparecen y desaparecen sin motivo aparente. Los cambios de tema y de escena dentro incluso de los propios capítulos son en realidad cortes sin sentido. Todo ello impide – o al menos obstaculiza enormemente- tanto el disfrute de la lectura como una reflexión sobre el texto. Tales cesuras no sólo consiguen rompen el trayecto de la narración sino también la concentración. Por si fuera poco, algunos personajes desconocidos son introducidos sin previo aviso y es al lector al que corresponde la tarea de deducir su identidad y de situarlos en la trama cuando reaparecen, a veces mucho después.

En esto, sobre todo, consiste la dificultad de la que todos hablan. El lector, sencillamente, no sabe dónde está y le resulta enormemente difícil recordar lo que ha leído debido a la enorme cantidad de información, en ocasiones insustancial, que junto con la esencial aparece. Ello dificulta la comprensión más que si de un libro de ensayo se tratara. Al fin y al cabo, el ensayo, por complejo que sea el tema que trate, sigue un orden preciso en la exposición. Por el contrario en “La broma infinita”, el hilo de la trama se pierde una y otra vez. El hilo es tan fino y está tan enredado que es difícil discernir el argumento. A esto hay que unir la cantidad de abreviaturas que utiliza y cuyo significado no siempre resulta fácil de recordar, así como la ingente terminología química destinada a nombrar los numerosos tipos de droga que hay. No cabe duda que esto último sí es necesario, pero cuando un lector se encuentra enterrado en un alud de palabras en medio de semejante caos estructural, ello sólo contribuye a introducir un nuevo factor de estrés. Estos, y no la profundidad intelectual, son los motivos por los que el lector se siente constantemente tentado de abandonar el libro. Llega un momento en el que cualquier persona sensata se dice que lo que hay allí escrito no merece tanto la pena como para que se pierdan horas y horas en su lectura. Al lector le invade la impresión –que más que una impresión es una sospecha- de que la estructura de “La broma infinita” podría denominarse “de zapeo”. El lector asiste a los saltos en el tiempo, en el tema y en la escena como si estuviera delante de la televisión y zapeara de un canal a otro. Sólo que en este caso es el autor el que tiene el control del mando y el que decide a qué programa salta. Y el buen lector termina no sólo enervado sino bastante enfadado. Porque él, que ha dejado apagada la televisión para sumirse en un mundo distinto, se ve de repente inmerso en un mundo muy parecido al que justamente se proponía evitar.

En cuanto al carácter humorístico de la obra, si consideramos “macabro” sinónimo de “divertido”, entonces, en efecto, “La broma infinita’ es una obra sumamente divertida. Pero si consideramos que lo macabro, por muy cómico que resulte , es siempre trágico porque conlleva aparejado el dolor y la muerte, entonces –lo siento, mucho- lo macabro  no me hace reír. Ni aunque a lo macabro, de repente, ya no se le denomine "macabro" sino "realismo histérico".  Lo único que sí me ha hecho gracia es que David Foster Wallace se atreva todavía a enredar más la estructura, escribiendo unas notas a pie de página –en la versión alemana aparecen al final- y que (dicen)  hace falta leer obligatoriamente. Esto claro, es la crítica despiadada que David Foster Wallace hace a todos aquellos ensayos y publicaciones científicas cuyas notas a pie de página ocupan un tercio del contenido, notas que nadie lee y que no sirven más que para indicar la fuente de la información a fin de evitar la calificación de plagio y a veces ni eso: simplemente para dar cuenta de la erudición del autor.

Sin embargo, hay que reconocer igualmente, que ‘La broma Infinita” es capaz de dar cuenta del estado angustioso y problemático en el que una gran parte de la sociedad se encuentra. Es cierto que no pretende convertirse en una advertencia escrita contra los peligros de la sociedad moderna, al estilo del español Martín Vigil en los años 70, ni recrearse con la suciedad, que es lo que hace Buckowski – al menos en “Factotum”, la única novela de este autor que he leído y que leeré en toda mi vida. David Foster Wallace expone el asombro silencioso que subyace bajo los diferentes acontecimientos. Es la sensibilidad de un hombre que no se atreve a confesar su perplejidad ante la sociedad que le rodea y cuenta los hechos más bizarros “como si” de lo más normal del mundo se tratara. No pretende reírse de ellos ni criticarlos. Sólo los muestra y bajo ese mostrar sin prejuicios, sin tapujos, es donde el lector intuye –sólo intuye- el extrañamiento ante ellos. Pero es un extrañamiento sin estridencias. Es ese asombro que involuntariamente nos lleva a abrir mucho los ojos sin decir nada. Ni un suspiro. Incapaces de determinar si somos nosotros o los otros los distintos. Lo que David Foster Wallace busca es describir su sociedad, pero no cabe duda que hay un momento en el que da un salto cualitativo en virtud del cual su sociedad se transforma de repente en la sociedad. A partir de ahí todo está perdido. Uno puede salir de “su” mundo si existe otro. Pero cuando el propio mundo invade cualquier resquicio hasta el punto de que el nuevo sólo puede construirse con individuos del anterior, ¿adónde poder dirigirse en busca de un refugio que signifique al mismo tiempo la entrada en un mundo completamente distinto de aquél del que se pretende huir? Peor aún: ¿qué pasa cuando no hay otro mundo más que el mundo que nos rodea y no existe la posibilidad de construir otro distinto?

Uno a uno, han ido desapareciendo los “lugares” en los que los hombres inteligentes y sensibles podían refugiarse: los conventos han desaparecido, los alquimistas se han transformado en tecnócratas de la ciencia, el Arte ha muerto. El individuo ha dado lugar al Individuo que consume entretenimientos especialmente concebidos para una masa uniformizada. En el libro de David Foster Wallace hasta los asesinos van en grupo.

A pesar de sus críticas a las religiones convencionales, Huxley buscó una extraña forma de salvación en el misticismo cuyas puertas, según él, se abrían a través de las drogas. Bradbury “quemó” las ilusiones de Huxley cuando le descubrió que la sociedad iba por decisión propia camino de ser una sociedad sin libros y  por tanto sin ideales, ya fueran éstos de la clase que fueran: políticos, místicos o científicos. Las visiones de Bradbury tienen muy poco de arrebato espiritual y mucho de lunático –mejor dicho- de marciano. Pese a todo, el autor de “Crónicas Marcianas” y “Fahrenheit 451” no se da por vencido y así termina concediendo a la familia, en la primera de las novelas citadas y al grupo de los “distintos”, en el caso de la segunda, la puerta de acceso a la esperanza. La sociedad está perdida pero tal vez en la pequeña comunidad esté el origen de una renovación. Bradbury sigue a Huxley en tanto que busca un refugio en el interior. Se aleja de él, sin embargo, al despojar a la interioridad de toda posibilidad de éxtasis contemplativo. El refugio de Bradbury es un refugio artificial. No es el lugar espiritual ideal al que aspiraba Huxley y al que  el individuo podía acceder a través de la meditación y de las drogas  sino un lugar que él mismo se ha visto obligado a crear para protegerse de un exterior que le resulta cada vez más  incomprensible y hostil.

David Foster Wallace deja al descubierto que ni el mundo místico de Huxley ni el mundo marciano alucinatorio de Bradbury ofrecen no digo ya cobijo, ni tan siquiera consuelo. La búsqueda de la salvación en cualquiera de sus formas es –por imposible- absurda. El asfixiante “aquí y ahora” que pretendía trascender Bradbury es lo único que en realidad existe. El grupo de los “distintos” que se dedicaban a memorizar los contenidos de los libros y que representaban, por tanto, la esperanza en una nueva sociedad han sido transformados por Foster Wallace en un grupo de Alcohólicos Anónimos. La familia está compuesta por seres deformes (ya sea espiritual o físicamente) y cada miembro sigue su propio camino, que más que un camino es un vericueto. El yo interior se ha convertido en un zarzal estéril en el que sólo pueden encontrarse espinas agudas, ninguna rosa. Ni siquiera el éxito es capaz de proporcionar un sentido, o tan siquiera un refugio, a la desolación existencial y para demostrarlo realiza un somero análisis sobre los  efectos perjudiciales del triunfo en los individuos que lo alcanzan; especialmente en los más jóvenes.
Lo único que en su opinión puede hacer más soportable tanto vacío, tanta suciedad y tanta locura, son las drogas y el alcohol. Todos son conscientes de los efectos nocivos que producen y saben que el fin que les espera es la muerte pero ¿hay algún motivo por el que seguir vivos? Ni siquiera el dejar las drogas proporciona una solución. A los individuos que consiguen abandonar su consumo les invade un terrible sentimiento de vacío y  soledad del que les resulta imposible deshacerse, lo que  les lleva a buscar la propia muerte. Así pues, ni el éxito, ni  las drogas, ni la desintoxicación de las mismas pueden nada contra las tendencias autodestructivas. La idea del suicidio está constantemente presente a lo largo de todo el libro.

De este modo, “La broma infinita” parece ser la conclusión definitiva a los problemas que la tradición anglosajona venía planteando desde años atrás. No hay solución posible. La acción del hombre es inútil y ello porque el teatro de la vida, el único lugar donde su actuación podría cobrar sentido, no es un drama sino una tragedia. La tragedia del hombre moderno se aleja de la tragedia a la manera griega. Los dioses que señalaban el destino a los hombres-héroes sin que éstos pudieran oponerse a tales designios han desaparecido. La tragedia del hombre actual es que no hay dioses que controlen su existencia; que esta viene marcada irremediablemente por la vaciedad, la angustia y la muerte; que la acción se hace inútil porque los escenarios en los que ha de desarrollarse son de cartón piedra y no pueden servir de apoyo a ningún tipo de representación auténtica. La tragedia, pues, no radica tanto en la ausencia de refugios, como pensaban los autores anteriores, sino sobre todo en la inexistencia de escenarios donde actuar.

Dicho todo esto ¿cómo es posible entonces que no me haya gustado?

Pues bien. No. No me ha gustado.

Reconozco que su capacidad para llegar a los lectores es tan innegable como extraordinaria. La mayoría de ellos después de haber sido sumergidos en ambientes de los que yo quisiera escapar antes de haber entrado – y esto, lo repito siempre, no por cuestiones religiosas, ni tan siquiera morales, sino por simple amor a la tranquilidad, a la comodidad, a la belleza y al natural deseo de auto-conservación- califican la obra de magistral y más de una lectora confiesa abiertamente que no sólo se ha enamorado del autor como autor sino incluso de David Foster Wallace como persona, de esa persona con la que ni han hablado y a la que jamás en su vida –salvo en foto- han visto y a la que ellas mismas califican de patológicamente depresiva, neurótica y no sé cuántas cosas más. Al escucharlas tiendo a pensar que, o bien ellas mismas sufren tales alteraciones y creen haber encontrado un hermano del alma, o bien no han tratado nunca con un enfermo de tales características y no saben los sufrimientos que tales tipos acarrean a las familias.

He de admitir que incluso ha conseguido atraerme a mí. Ya ven. Aquí estoy. Escribiendo un blog sobre un libro que me desagrada profundamente, escrito por un escritor majadero ahogado en problemas que – considerando sus condiciones de vida - me parecen una idiotez. Sinceramente: problemas de “chicos” mimados e inmaduros que posiblemente porque todo les ha llegado tan rápido, tan fácil, no saben qué más les queda por hacer. No se les ocurre nada. Sienten el aburrimiento y en vez de pensar que es su aburrimiento el que les da asco prefieren creer – y hacer creer- que es la vida la que les asquea, la sociedad la que les asquea. Escriben sobre locuras que ni me van ni me vienen pero que posiblemente son las locuras de otros muchos “chicos” mimados  e inmaduros como ellos. Mundos asfixiantes poblados por asfixiados. Cada vez que tenía que enfrentarme al libro sentía ganas de vomitar. Francamente, me siento feliz de haber terminado un libro cuya principal virtud radica en que es capaz de describir fiel y exactamente la locura de una parte – posiblemente una gran parte; leyendo a David parece que sea la totalidad - de nuestra sociedad. Y lo consigue, claro, utilizando los mismos instrumentos neuróticos, claustrofóbicos, desordenados, caóticos hasta un punto en el que incluso el término “irracional” carece de sentido porque al concepto de “irracional” se le puede oponer el de “racional” y aquí no hay racionalidad que valga y por tanto hablar de “irracionalidad” está de más. Ni siquiera se puede introducir el concepto de “instinto animal” porque eso significaría la posibilidad de introducir como contrario al “instinto humano”. Así que la única forma de definir tales conductas es como eso: conductas. Conductas individuales, momentáneas, sin ninguna conexión entre ellas aunque se repitan una y otra vez. Cada abuso es un abuso y no tiene nada que ver con el de ayer. Cada asesinato, cada vez que uno se droga o cada vez que uno bebe, es un acto único que no tiene nada que ver con el anterior. En mi opinión esto es justamente lo que ha sabido comprender el grupo de Alcohólicos Anónimos y lo que ha intentado utilizar para rehabilitar a los enfermos. Cada minuto cuenta. Cada minuto irrepetible y desconectado de los otros minutos cuenta. Pero los Alcohólicos Anónimos, y esto es lo que yo creo que en el fondo desagrada a David Foster Wallace, consiguen elaborar, a base de constancia y auto-disciplina- una cadena que al final logra unir estos minutos sin relación inicial.  Sólo a partir del momento en que el enfermo es capaz de descubrir la existencia de esa cadena, de esa interconexión, es cuando la curación se hace posible. Es entonces  cuando se puede volver a hablar de “irracional” e “racional”, ‘instinto animal” e “instinto humano”, “borracho” y “sobrio”.

Debo confesar que para conseguir terminar "La Broma Infinita" no tuve más remedio que leer paralelamente una literatura que pudiera calificarse de “divertida”. O sea, “Los Principios de Matemáticas”, de Russell y “El espíritu de las leyes” de Montesquieu. Lo digo en serio. Muchos jóvenes consideran trasnochados a los lectores que leen a dichos escritores y sin embargo se consideran a sí mismos auténticos intelectuales de una profunda sensibilidad porque conocen  autores del tipo de David Foster Wallace. Autores norteamericanos que a mí únicamente me transmiten la sensación de que la literatura estadounidense no ha conseguido salir de los escenarios de los Salones del Lejano y Salvaje Oeste, por más que se empeñen en adaptar la decoración a los nuevos tiempos. Cambia la decoración, sí, pero el espíritu permanece invariable: chicas ligeras de ropa bailando el can-can, los hombres medio borrachos y dando tiros a diestro y siniestro, jugadores de póker intentando constantemente hacerse trampas los unos a los otros, un pianista que  nunca dice nada y que lo único que espera es que nadie venga a destrozarle el piano, lo cual, por otra parte, si sucede es sólo por accidente, primero porque nadie está interesado en un piano y segundo porque el pianista pertenece al mobiliario, no a la sociedad. Los autores americanos que han conseguido salir de esos salones son pocos; uno de ellos es Saúl Bellow, que tanto en sus novelas como en sus ensayos ha sabido plasmar la realidad que tiene lugar fuera de esos antros y que es, por otra parte, la única realidad capaz de mover y transformar las sociedades.

No me extraña, sin embargo, que en la literatura americana sea el tipo de “Salón del Salvaje Oeste” el que impere y el que se exporte. El lector que vive dentro de tales ambientes enrarecidos por el humo, el alcohol y la música histérica, se encuentra en semejante literatura “como en casa”. A los que sienten curiosidad por “vivir nuevas y excitantes emociones”  les embarga la agitación del que se introduce en tales atmósferas sin moverse del sillón. Finalmente los que estamos fuera y sabemos, por unas u otras causas, lo que allí dentro acontece, asistimos imperturbables al espectáculo que de una manera u otra consiste básicamente en puertas por las que salen y entran hombres y sillas volando, sheriffs más o menos corruptos, borrachos, jugadores, pistoleros a sueldo, atracadores de banco, tartas de nata estampadas a la cara y curiosos que no tienen otra cosa mejor que hacer. En definitiva: gentes de todo tipo y condición, empeñadas en creer y hacer creer que en eso consiste la vida: en el vacío absurdo de una actividad que desde sus inicios está corrupta. Y lo está por la falta de sentido de una vida que se define por tener o no tener un duro en el bolsillo para gastarlo da igual en qué porque la importancia del “qué” desaparece en el mismo instante en el que ese “qué” se ha obtenido.

“La broma infinita” es, en efecto, infinita, porque cuando estaba en la página 700 seguía pensando que ¡se trataba de una broma que no se iba a acabar nunca! El escritor: David Foster Wallace se suicidó a los 46 años teniéndolo todo: éxito literario, profesor en la universidad, casado con una pintora, padres que se preocupaban por él. Hace falta ser imbécil, vaya. Y la obra de ese imbécil me la he tragado yo por fiarme de uno de esos blogs de literatura moderna que te asegura con toda la seriedad del mundo que ese libro es el mejor que ha aparecido no ya en los últimos años sino incluso ¡en el siglo! y que superarla va a ser difícil; que ese escritor es un genio de cuya pérdida la sociedad no se recuperara nunca Y no me extraña. A mí, desde luego, me va a costar recuperarme de la lectura de su libro. Y ello, no tanto por la complejidad de la obra – a veces se llama complejo a lo confuso- como por mis estructuras mentales, que se niegan a admitir que el mundo sea tal y como lo presenta el autor americano. Sobre todo, porque el propio autor, en el fondo, tampoco quiere aceptar la realidad que él mismo presenta y busca como un desesperado una alternativa antes de terminar considerándola inexistente. Tal vez alguien debería haberle explicado que la vida no es capaz de saciar en cada uno de sus instantes nuestro hambre espiritual y uno ha de conformarse, por tanto, con lo que encuentra para llevarse a la boca y considerarse, además, feliz de haberlo encontrado. De alguna manera es lo mismo que sucede cuando uno tiene hambre y le dan un trozo de pan seco. Se lo come aunque simplemente sea para saciar el hambre porque en caso contrario, no hará falta que venga ningún adivino a predecirle el futuro que le aguarda  El autor, Wallace, termina afirmando “que tiene hambre” y “que no quiere comerse el pan seco que le dan” y se suicida. Y yo, que cuando tengo hambre sería capaz de comerme hasta las piedras, me pregunto cómo se puede ser tan tiquismiquis teniendo pan que comer y no piedras. Y no puedo por menos que pensar que o no tiene realmente hambre o no sabe que hay cosas peores que el pan seco, porque lo que es yo, incluso sin dientes sería capaz de comérmelo. Y al fin termino incluso por comprender a Foster Wallace.  Comprendo que se suicide porque es imposible vivir con “a” y “no a” al mismo tiempo y en el mismo lugar. Porque uno termina explotando o explotándose. Porque hasta un mosquetero gascón como D’Artagnan tiene que dilucidar claramente cuáles son los enemigos a batir y si –cómo suele suceder en la realidad – éstos no están claramente definidos tiene, al menos, que saber precisar cuál es la meta a alcanzar, el fin por el que luchar, el objetivo al que dedicar sus energías. Y para ello tiene que poder dilucidar entre “a” y “no a”. O sea, entre si quiere combatir el hambre con un trozo de pan seco, o quiere permanecer fiel a sus principios que consisten en la decisión de no comer nunca ningún pan seco, aunque ello conlleve perecer de hambre. Pero en un mundo caótico, desordenado, como el que presenta Foster Wallace, uno no se mata por sus principios sino justamente por la falta de los mismos. Uno se suicida pero entre el suicidio y el seguir vivo no existe una gran diferencia. Las personas y las metas aparecen desdibujadas y nada –salvo la autodestrucción individual y en masa, irracional y absurda- tiene sentido. No. “La broma infinita” no me ha gustado. Las historias que cuenta están bien escritas, no lo pongo en cuestión, pero no les veo la gracia. Ni siquiera el sarcasmo. Que el padre de Hal se suicide metiendo la cabeza en el microondas, o que un padre abuse de una hija enferma poniéndole una peluca de Raquel Welch mientras la hija sana adoptiva duerme en la cama de al lado, me parecen –aunque lingüísticamente consideradas estén magistralmente escritas- historias abominables, no divertidas. Ni siquiera tragicómicas. Para conseguir terminar de leerla me ha sido imprescindible no olvidar que “La broma infinita” saca a la luz las miserias de una determinada parte de la sociedad y que únicamente en eso, y no en el número de páginas ni en las historias, consiste su grandeza.

Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado Gascón
Nota
El 22 de Agosto del 2014 aparece publicado un segundo comentario que aunque no se centra exclusivamente en  la obra de Foster Wallace, sí la toma como punto de  referencia .

6 comentarios:

  1. Tengo por costumbre no publicar comentarios que en vez de comentar el contenido del artículo, se dedican a insultar y a denigrar al autor -como si ello otorgara más valor a sus críticas.

    Haré pues caso omiso de los insultos y pasaré a centrarme únicamente en los dos puntos que sí merecen ser tenidos en cuenta.

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  2. El comentarista, cuyo comentario no voy a publicar por las razones ya explicadas, considera que mi comentario final le resulta insoportable.

    En primer lugar opina que lo único que me importa son los aspectos materiales de la existencia.

    Lamento tener que corregir su interpretación.

    En primer lugar porque yo me he criado en la tradición que conecta "el hombre es lo que come" con la que afirma "No sólo de pan vive el hombre."

    Así pues cuando en el texto aparece escrito la frase " un trozo de pan que llevarse a la boca", no me estoy en absoluto refiriendo al pan material y físico sino a los pequenos placeres espirituales que la vida pone en nuestro camino: sentir la brisa del aire que acaricia nuestro rostro, caminar de la mano junto a un amigo... Eso es a lo que me refiero. Y es importante saborear tales instantes, aunque no sean los grandes ideales a los que habíamos aspirado ni nos conviertan en los héroes que un día quisimos ser. En otro caso, -si no somos capaces de agradecer esos instantes - no tendremos ningún "alimento" que llevarnos al espíritu, al alma, y moriremos de hambre "espiritual".

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  3. En cuanto al segundo punto, mi falta de respeto a la depresión. No sé, francamente, en qué se apoya. En primer lugar, no creo que nadie en su sano juicio se burle de una enfermedad. Sin embargo, no es menos cierto que cuando alguien está enfermo, los allegados aún no siendo médicos, se apresuran a darle consejos acerca de lo que debe o no debe hacer. Y ello no porque se rían del enfermo sino justamente para que se recupere lo antes posible. Lo mismo les sucede a los enfermos depresivos; todos se lanzan a ofrecer mil "recetas" a fin de verlos otra vez en pie.
    Por otra parte, y a decir de Foster Wallace, no todas las depresiones presentan las mismas características. Según el autor hay quienes pretenden suicidarse para comprobar que los demás se preocupen de ellos. No es éste el tipo de depresión al que él dice referirse. La depresión de la que habla Foster Wallace con toda la angustia del alma es una depresión muy concreta: la que se produce cuando se abandona el consumo de droga y alcohol.

    En este sentido, la narración de Foster Wallace me parece un testimonio realmente importante. Es una llamada de atención al hecho de que salir de las drogas es terriblemente difícil, que su consumo produce una serie de consecuencias desastrosas no sólo para el cuerpo sino para el alma.

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  4. Por lo que he leido justamente este tipo de depresión fue la que se lo llevó a él, a pesar de todos los cuidados de la gente que le amaba.

    En vez de ver en mi comentario final rasgos tan negativos de mi persona, mejor hubieras debido ver rabia e impotencia ante la muerte de un magnífico escritor, que no pudo aferrarse a ningún clavo, ni siquiera ardiente, por la sencilla razón de que no lo encontró; o quizás lo encontró pero no le sirvió.
    A mí personalmente sigue pareciéndome trágico, realmente trágico, que estar rodeado de personas que le amaban, de personas intelectualmente desarrolladas,tener a su lado a un grupo social que le apoyaba emocional y cognitivamente no pudieran convertirse ni siquiera en ese trozo de pan seco, al que me refiero.
    Y sí, le llamo “imbécil”, por haberse ido antes de tiempo, por no haber podido agarrarse a ese trozo de pan seco, por no haber seguido escribiendo libros sobre los que mereciera la pena escribir, conversar, dialogar e incluso discutir.

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  5. Lo que sí en cambio le critico a Foster Wallace y por eso digo que el libro pese a estar magníficamente escrito, no me gusta, y no me gusta pese a quien lo diga y a pesar de conceder que está excepcionalmente bien escrito, es justamente eso a lo que no se alude en el comentario que he recibido: que haga de "su" sociedad, "la" sociedad; porque si Wallace tiene razón y esto es así, entonces no hay escapatoria ni salvación posible. Si eso es así "la sociedad", o sea, "nuestra sociedad" está condenada.

    Y tampoco me gusta, lo siento, pero es mi opinión personal, es que lo que a mí me parece "morbo" se considere sumamente humorístico por algunos lectores.

    Ambos aspectos, francamente, son los que me preocupan terriblemente.

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  6. En cualquier caso, y pese a los insultos recibidos, he de darte las gracias por tu comentario. Me ha permitido introducir un par de matizaciones que nunca pensé que fueran necesarias pero que quizás después de todo sí lo fueran. Siempre creí que se entendían mis palabras en su justa medida así como mis preocupaciones últimas.

    Un saludo.

    Isabel Viñado Gascón.

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