jueves, 26 de diciembre de 2013

“EL HORLA” (1887) de Maupassant


Uno de mis escritores favoritos es, sin duda, Maupassant. A pesar de que él afirma que la brillantez literaria de un escritor se basa fundamentalmente en el trabajo, a mí me resulta difícil creer que su estilo –verdaderamente extraordinario – y la humanidad inherente en toda su obra puedan ser únicamente fruto del trabajo y no de la genialidad.

Muchos consideran a Alan Poe como el maestro de la novela breve de terror. Por mi parte, yo había preferido siempre a E.T.A Hoffmann hasta que leí esta obra de Maupassant. En efecto, “La Horla” es una magnífica e incomparable narración de terror. Una reflexión profunda sobre lo siniestro hasta el punto de que en ocasiones al lector le embarga la sensación de que lo que tiene entre sus manos es más un ensayo que un relato. Las palabras, colocadas exactamente en el sitio que les corresponde, dejan de ser meros signos para erigirse en las portadoras de la fuerza mágica del lenguaje que consigue derribar las fronteras del tiempo, del espacio e incluso de la conciencia individual. El lector siente en su alma y en su cuerpo lo que Maupassant describe: el horror al descubrir su vaso de leche vacío sin que él recuerde habérselo bebido; el poder sobrenatural por el que se siente observado, perseguido; el deseo de “olvidar” su presencia, de ignorarlo o incluso de racionalizarlo sin que, sin embargo, pueda hacer nada. Mucho menos destruirlo. Pero la desesperación de Maupassant, su sufrimiento, su angustia, su locura, no se quedan en él y logran traspasar a nosotros. De repente, no es Maupassant el que siente miedo. Su “yo” ha invadido y ha aprisionado a nuestro “yo”. Soy “yo” el que siente el terror y la agonía y el que una noche se despierta, enciende una vela y se descubre solo en la habitación.

Y esta frase: “Enciendo una vela y estoy solo”, es tan fuerte como el mismo Poder que le persigue, tan profunda como la frase de Nietzsche “Dios ha muerto”, porque es entonces cuando comprendemos la soledad radical y escatológica que acompaña al hombre desde su nacimiento. Y no acertamos a determinar qué es más terrible: el ser fantasmal que nos vigila o la soledad de nuestra habitación. La presencia extraña que nos intimida es algo horrible, sin duda, pero ella es, aceptémoslo,  la única compañía de un yo que se siente solo, irremediablemente solo, porque ni tan siquiera Dios está allí.

Como Maupassant muestra a través de la anécdota en casa de su prima, la pseudo-ciencia ha reemplazado a Dios. Lo único que ha subsistido a su muerte ha sido lo monstruoso y lo terrorífico.

Hasta la semana que viene.

Isabel Viñado Gascón.

 

 

 

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