lunes, 6 de abril de 2015

En recuerdo al tiempo vivido en India (2013) Isabel Viñado Gascón

Llegamos al antiguo aeropuerto “Indira Gandhi International” de Nueva Delhi y después de atravesar el control de visados, nos dirigimos con paso rápido y decidido a la cinta transportadora de maletas para atrapar las nuestras y marcharnos a casa cuanto antes.  Sobre la cinta sólo viajaban bultos que eran recogidos casi instantáneamente por tres o cuatro empleados dejándolas agrupadas en el suelo sin que un posible dueño apareciera para recogerlas. Después de dos horas conseguimos, por fin, hacernos con nuestro equipaje, lo que supuso, a qué negarlo, una inmensa alegría: la misma que siempre se siente al recuperar lo que se creía irremediablemente perdido.

Sin más dilación, nos dirigimos a la taquilla de taxis de pago previo: “pre-paid cabs”. Allí, tras comunicar el destino y abonar la correspondiente tarifa nos proporcionaron un taxi. La ventaja de este servicio es que la posibilidad de que a uno le cobren precios desorbitados  disminuye considerablemente.

Al salir del aeropuerto donde el aire acondicionado funciona sin descanso diez meses al año,  una atmósfera irrespirable, pegajosa y dulzona, especialmente atractiva para las moscas, nos golpeó el rostro, los pulmones e incluso el alma. Gente, carros, perros, vacas, moscas, coches, turbantes, saris, vendedores ambulantes, soldados, policías, guardacoches, santos, vagabundos, pícaros… conformaban el escenario en el que acabábamos de entrar. El mismo que habíamos visto cientos de veces en los reportajes televisivos. El mismo, sólo que además de imagen y sonido, había cobrado, de repente, sabor y olor. Lo real se tornó irreal. Irreal no en el sentido de no-real sino de lejano. Tan lejano como cuando lo veíamos en la televisión sentados cómodamente en el sillón de nuestra casa. Sin embargo estábamos dentro. Dentro del reportaje televisivo, me refiero; no dentro de la India. La India hubiera debido ser para nosotros un lugar extraño, exótico, desconocido. Y el sitio en el que nos encontrábamos nos resultaba demasiado familiar, demasiado conocido. Con olor, con sabor - con mal olor y mal sabor si se quiere - , pero en ningún caso nuevo. De repente nos vimos dentro de un “Omni”: una furgoneta en miniatura. Sin comodidades europeas pero capaces de transportar a un taxista, cinco turistas y las toneladas de equipaje con las que normalmente acostumbran a viajar los europeos que sólo salen una vez al año de su pueblo. Da igual dónde esté el pueblo.

Nosotros no éramos  turistas. Al menos, no propiamente. Íbamos a ser habitantes de Delhi durante los siguientes cuatro años. Hay quienes tienen alma de jardín y hay quienes, como nosotros,  la tienen de nómadas. Siempre errantes. Condenados de alguna manera a lo nuevo, a lo distinto, a lo otro, a ser siempre extranjeros y extraños al mismo tiempo. Si en ello consiste la tortura, en ello radica también su seducción. No se trata sólo de conocer la historia y las costumbres del país. Eso se aprende en cualquier manual de geografía e historia. Lo que convierte al nomadismo en fascinante es el formar parte activa de ese país sin integrarse en él. Cuatro años en los que los sueños se entremezclan con las pesadumbres, conflictos y alegrías de la vida diaria. Esa vida diaria que es “diaria” en cualquier parte de este mundo. También en el pueblo de los turistas. Pero si para éstos, los viajes son la puerta por la que escapar de la rutina, para los nómadas el transcurrir monótono de la existencia está inevitablemente unido al mundo de los viajes y lo que ansían en realidad es encontrar ese pequeño pueblo en el que asentarse. Resulta difícil: hay demasiados pueblos.

Pero estábamos hablando de la India. Del sopor que envuelve una atmósfera cargada de respiraciones humanas. De un país donde los políticos se esfuerzan por conseguir infundir el sentimiento de solidaridad entre los ciudadanos de una nación que constantemente amenaza con desintegrarse mientras sus componentes luchan sólo y exclusivamente por la supervivencia: su propia supervivencia. Su individual supervivencia. ¿Quién dijo que entre los pobres, los verdaderos pobres, los llamados “pobres de solemnidad” de este mundo, la solidaridad era una práctica extendida o tan siquiera un ideal a conseguir? Un país donde la muerte cobra tintes dramáticos y espectaculares se mire como se mire. Grandes gestos, profundos llantos, interminables lamentos que expresan la tristeza inmensa, tan inmensa como  la India misma, tan intensa como para que los gritos de dolor de aquellos que tienen la suerte de pertenecer a una familia, a una casta, a un grupo, puedan llegar a los oídos no siempre atentos de los dioses. Olvido e indiferencia para los que no se sabe cuándo -  posiblemente desde su nacimiento -  han pertenecido al mundo y a nadie más, y regresan a “la Nada” tan solos como vinieron. Eso sí, protestando porque ellos, al fin y al cabo, también son hombres que se van.

Ellos: los moribundos que nunca pertenecieron a nadie sino al mundo, se sienten, por esta misma razón, con el derecho a ser llorados por el mundo entero. Y así, no es de extrañar, encontrar a seres que parecen bultos de tan raquíticos que están, tendidos en medio de las más grandes avenidas de Delhi; rodeados, pero evitados, por los conductores que impasibles ante lo inevitable, prosiguen su camino. No hay indignación en los que nacieron solos. Acaso alivio al escuchar las bocinas de los coches, las llamadas a la oración a los musulmanes, las voces de los niños que van o vienen del colegio, el pasear tranquilo de las vacas sumergidas en su propia gloria de ser diosas. Ignorantes (¿o tal vez no?) que no muy lejos de donde están, las vacas no solo no son diosas sino que ni siquiera son vacas: son ganado embrutecido y apiñado en cuadras malolientes donde se las alimenta con proteína animal para que sean más productivas. Y uno, al verlas aquí tan majestuosas, tan ajenas a los problemas de los hombres, tan solitarias a veces pero siempre dignas, uno –digo- se pregunta si acaso no han  sido ellas las que han decretado la venganza de las vacas, de las otras vacas, permitiéndoles transmitir enfermedades de difícil curación a aquéllos que ya no las respetan. Quizás. Quizás después de todo sean diosas capaces de comprender y hacer comprender que la muerte sigue a la vida y que no merece la pena detenerse ante un hombre que vino solo y se va solo, porque su casa fue el mundo y su tumba también y así, ellas, como nosotros, continúan impertérritas su camino eterno, sin detenerse.

Silencio en el alma. El mundo seguía girando. El tráfico de Delhi era tan ruidoso como de costumbre. Un coche de lujo nos adelantó a toda velocidad. Nuestro chófer nos lo señaló alborozado.

India, un país inaudito, inexplicable, donde los millonarios no tienen el más mínimo remordimiento en mostrar su riqueza y los pobres se sienten menos pobres al contemplarla. Como si uno apagara su sed, viendo salir agua de la fuente. Para muchos, los millonarios son sin duda la prueba más evidente de que se puede salir de esa miseria.


 Algunos europeos creen que sería mejor emplear el modelo chino, el que asegura la repartición de la riqueza, pero entonces el pueblo indio abre sus ojos azabache: grandes, profundos, unidos a lo divino, conocedores de los misterios de la vida, la muerte y, por qué no decirlo, de la picaresca que envuelve todo lo existente y responde concisa y lacónicamente para no gastar energías inútilmente: “No”. Y los otros mueven la cabeza con resignación y suspiran. “Mira que son tercos estos indios”, farfullan. Lo que no saben es que no es una cuestión de terquedad sino una cuestión de principios. Ellos no son  mil millones de hombres. Ellos son mil millones de individuos. Y cada uno de ellos es tan importante como para detentar el derecho de dormir donde le dé la gana, incluso en la acera; pasear por donde le dé la gana, incluso por la carretera; y mear donde le dé la gana, aunque sea en plena calle y a la luz del sol.

¿Quién dijo que el Paraíso era limpio?

La suciedad se amontona por las calles y constituye un elemento distintivo de éste país ¿O es que acaso la calle no es de todos?

 Pues eso.


Hay una profunda, ancestral, constitucional casi, oposición del indio a ser el tornillo de una pieza de engranaje que funciona muy bien pero que lo convierte justamente en eso: en una pieza de engranaje. La libertad de ser yo frente a la seguridad de ser. No siempre fácil pero siempre reconfortante. ¿Por qué “yo” no voy a obtener el apoyo de los dioses? ¿Por qué “yo” no voy a poder subir al Everest? ¿Por qué “yo” no voy a convertirme en millonario? Y ese “yo” destroza en mil pedazos el mecanismo hegeliano. El indio no quiere llegar a la Idea. Él ya está en la Idea misma. Lo que ansía es su reconocimiento como ser único, porque aun en el supuesto caso de que él sea un tornillo, es un tornillo único. Distinto. Y en ese anhelo es donde la corrupción obtiene su sentido y su razón de ser. Cada policía, cada funcionario que exige dinero que no debería exigir al ciudadano de turno, le está demostrando que él no es una pieza más del sistema, sino “el” tornillo que decide el funcionamiento del sistema y el desarrollo posterior de la vida de ese que tiene delante.


¿Quién dijo que el Paraíso era limpio?


Y el hombre judeo-cristiano que deseó saber tanto como Dios llega a la India buscando la espiritualidad, cansado de tantos esfuerzos y fatigas que su irrefrenable ansia de conocimiento unido a su aspiración de ser sólo existencia vacía le provocan contempla al hombre indio con asombro, con admiración incluso. Porque él, que se vio condenado a salir del Paraíso y anda desde entonces errante, vagabundo, fragmentado, acaba de descubrir que el indio sigue inmerso en él.


En la India resulta imposible ser sentenciado a salir del Paraíso. Hombres, dioses y demonios conviven juntos a todas horas y en cada rincón. Ni siquiera se está muy seguro de a quién se deben los conflictos de la vida diaria: si a un ser maligno o a una broma de alguno de los numerosos dioses. Por otra parte, el brillo del oro es tan importante como el brillo de la inteligencia, por lo menos la informática. El bien y el mal se diluyen en su concepción antagónica. Todo es Uno. El saber lleva al dinero. El dinero compra el saber. Los opuestos desaparecen.


India es la constatación de que todos pueden vivir juntos y en paz. ¿He escrito bien? ¿”En paz” en un país con tantos conflictos? En paz, sí. Porque guerra y paz es uno y lo mismo. Si no, que se lo pregunten a Shiva, la diosa del principio y del fin.


Y el hombre judeo-cristiano que llega aquí cansado de tantos esfuerzos inútiles contra él mismo, contra un Dios que tanto le exige, medita. Algunos encuentran una nueva forma de comunicación con  el Absoluto y desearían quedarse. Lo desearían tanto… Pero saben que es imposible. Vivir en un Paraíso en el que todo cabe, en el que todo vale pero en el que se habla más que se escribe, no es para ellos.


Ellos, los expulsados, no pueden volver. Lo desean, pero la lucha dialéctica, el enfrentamiento del ser y el no ser al que están abocados desde el principio de los tiempos, se ha convertido en parte de sí mismos y ya no pueden renunciar a ella. Necesitan de sus libros, de su desgarramiento interno, de la constante interrogación marcada en sus corazones y que les lleva a seguir caminando hacia delante, ¿o es hacia detrás?, ¿o en círculo, tal vez? En cualquier caso hacia Dios, un Dios que para muchos se disipa y se convierte en niebla, en humo casi, con el transcurso de los tiempos y que sólo los libros y “El Libro” le mantienen unido a Él.

Porque es verdad que, en general, el hombre indio escribe poco y lee menos. Acaso sobre la India (¿Hay algo más allá del Paraíso sobre lo que merezca la pena saberse?), sobre Marketing y sobre psicología para sentirse mejor con uno mismo y vender más.

 Por eso también, el hombre judeo-cristiano no puede quedarse allí. Porque a pesar de ser él el que destroza los becerros de oro para construir a continuación santos de madera y piedra a falta de metales preciosos, él el que expulsa a los mercaderes de las iglesias, para a continuación vender cirios, crucifijos, rosarios y entradas a los templos, no puede renunciar a su contradicción. Se aferra a ella como parte inherente de su ser. Porque si el hombre indio subraya una y otra vez “Dejadme hacer lo que me da la gana”, el hombre judeo-cristiano no puede dejar de gritar “Dejadme con mi dolor, con mi sufrimiento, con mi contradicción que más que hipocresía es desgarramiento y búsqueda”.

Habíamos llegado. Salimos del taxi cansados pero felices de estar en casa. A los dos días de nuestra llegada asistimos, como sucede en cualquier pueblo, (también en el pueblo de los turistas), a las sempiternas conversaciones diarias: esas que atiborran los periódicos, las tascas, las oficinas, los mercados, los colegios, los teatros… O sea, a las que giran en torno a las rupias.

¿Quién dijo que vivir en el Paraíso era gratis?


    Isabel Viñado Gascón

    Dedicado a la India que me salió al encuentro durante mi estancia allí.






  

No hay comentarios:

Publicar un comentario

window.setTimeout(function() { document.body.className = document.body.className.replace('loading', ''); }, 10);