La llegada del hombre a Marte y su posterior
colonización constituyen uno de los elementos comunes a los relatos que se
recogen en la obra. Los espejismos, las alucinaciones a los que los personajes
se ven constantemente expuestos, el otro. Las
pinceladas surrealistas que Bradbury utiliza en sus historias sumen al lector
en una atmósfera nebulosa y lejana, propia de un planeta distinto al de la
Tierra. De este modo, la sensación de
irrealidad termina expandiéndose a lo largo del libro hasta conseguir que la
frontera que delimita la realidad auténtica y la realidad soñada desaparezca.
Los personajes nunca pueden estar seguros de si realmente viven lo que
experimentan o de si esto es sólo producto de su imaginación. Por otra parte,
esta atmósfera ilusoria no constituye simplemente un recurso literario. Ray
Bradbury la considera como el único medio en el que es posible la supervivencia
del ser humano como tal. El hombre moderno se siente perdido en un mundo en el
que la ciencia, según Bradbury, ha despojado a la literatura de su importancia
y ha encerrado bajo siete candados a los cuentos y a los relatos. El planeta de
los sueños se convierte así, en el último refugio que le queda al hombre para
sobrevivir en un entorno caracterizado por
la deshumanización y la soledad. Gracias a la fuerza de las visiones,
los muertos no mueren y los vivos no existen.
El ejercicio de la
fantasía se revela, de este modo, como el método más eficaz para luchar contra
la tiranía del deber impuesto de tener que ser aquí y ahora. Gracias a ella, el
individuo consigue replegarse en sí mismo, convirtiéndose en el creador de su
propio mundo. ¿Quiénes son los locos? La línea que demarcaba la frontera entre
los mentalmente sanos y los enfermos ya no existe, ha desaparecido. Ray
Bradbury manifiesta su desprecio por los psicólogos tanto como por los
intelectuales: Su injustificada pretensión de establecer los códigos de
comportamiento que los demás han de seguir y su empeño por determinan qué
conductas son las permitidas y cuáles no, tiranizan al individuo porque las
pautas de actuación uniformizadas a las que lo someten hacen inviable el
ejercicio de su libertad.
La venganza del autor americano no se hace
esperar. En una de las historias Bradbury impone el suicidio al psiquiatra
porque su ineptitud para distinguir lo real y lo irreal le lleva a confundir
ambas esferas. El segundo grupo al que el autor americano dirige sus ataques
son, como ya hemos dicho, los intelectuales. Sin embargo los intelectuales de
Bradbury no tienen nada que ver con los intelectuales contra los que Brecht y
gran parte de los autores alemanes dirigieron su pluma.
Brecht se oponía férreamente a aquellos
eruditos que centraban sus conocimientos en un saber idealizado al cual debía
ajustarse la realidad tanto intelectual como moral y clamaba por la
construcción de una sociedad capaz de concentrarse en el aquí y el ahora.
Bradbury, en cambio, se queja justamente de lo contrario: de la falta de
ideales de que adolece la civilización occidental moderna, del desprecio que
los intelectuales muestran hacia los sueños, hasta el punto de recluirlos en
salas privadas de las que no les es posible salir. La suerte que corren los
intelectuales en la obra de Bradbury es la
misma que la del psicólogo: la muerte. En una de sus historias, un personaje
llamado Stendhal hace erigir una mansión exactamente igual que la mansión Usher,
protagonista de uno de los relatos de Alan Poe. Stendhal invita a todos los
burócratas e “intelectuales” a visitarla antes de que deba ser demolida por orden de las autoridades. Una vez
que todos están dentro reunidos, los asesina y huye.
Bradbury no oculta su pesimismo. Pese a la
muerte de todos esos seres, responsables de la esclerotización de la vida, la
desaparición de la casa es irremisible. Igual que el mundo de la literatura.
Umberto Eco en su obra "Cementerio en Praga" (2010) advierte que la situación de malestar nace de nuestra propia
impotencia para superar nuestras limitaciones y por tanto no es algo que pueda
achacarse sólo a los otros. En este sentido, cita la obra de Dumas “El Conde de
Montecristo”. Eco reprocha a Dumas el presentar a nuestros congéneres como
los culpables de nuestra desgracia. A mi modo de ver, esta crítica al autor
francés no es del todo justa. Por lo menos, no en “El Conde de Montecristo”. Lo
que allí se refleja es más bien que la victoria del hombre bueno sobre los
malos sólo se consigue utilizando los mismos métodos de los malvados y al igual
que ellos, sin piedad y hasta las últimas consecuencias. La enseñanza de Dumas
es que si el hombre bueno quiere triunfar en este mundo, ha de olvidarse de las enseñanzas religiosas destinadas
a salvar el alma. En definitiva, el hombre –según Dumas- ha de decidir entre
salvar su existencia terrena o su vida futura. Dumas se decanta por la solución
materialista. Brevemente expresado: “Más vale pájaro en mano, que ciento
volando.”
En cualquier caso,
la cuestión planteada por Bradbury sigue en pie. ¿Se ha olvidado el hombre
moderno del mundo de los sueños y de la literatura? ¿Ha destruido la ciencia al
hombre?
Brecht
clamaba contra la hipocresía de los humanistas, capaces de venderse a
cualquiera por un trozo de pan. Huxley se quejaba de la inutilidad del
aprendizaje del latín. Nietzsche se lamentaba de la mercantilización de la
ciencia. No obstante, todos ellos seguían considerando al Arte y a su fuerza
creadora como la solución a un mundo dirigido por una ciencia que convertida en
técnica e industria había acabado por transformarse en el enemigo del mismo
hombre que la había desarrollado. Bradbury
se muestra aún más pesimista. En su obra "Fahrenheit 451" (1953) el autor americano no considera que la culpa de la muerte de la literatura la tengan solamente los dictadores, como hasta ahora ha ocurrido a lo largo de la historia. El deseo hedonista es suficiente para que la gente ya no dedique su tiempo a la lectura. La quema de libros es en realidad innecesaria y tiene simplemente un valor simbólico. La gente ha dejado de leer voluntariamente, sin ni siquiera tener que ser coaccionada. En este sentido Bradbury resuelve la disyuntiva planteada por Huxley y Orwell, de si la crisis intelectual era debida al hedonismo o a las dictaduras. En su opinión, la culpa la tienen ambos: la actuación de los tiranos es activa y la de los ciudadanos pasiva porque ocupados en disfrutar de las diversiones de masa no sienten la necesidad de leer ni de aprender y por tanto tampoco consideran que la censura de los
libros primero y su
prohibición
después, constituya una usurpación a su libertad. Al final la tesis de Bradbury y la de Eco coinciden. La culpa no siempre la tienen los otros. No siempre son los dictadores los
únicos culpables de nuestra incultura. En nosotros mismos existe la posibilidad de cambiar el estado de cosas, pero en vez de eso, preferimos disfrutar del tipo de ocio que se nos ofrece, que es un ocio para masas, y quedarnos sentados "felizmente"
en el sillón de nuestra casa, viendo la televisión o jugando con el internet antes que dedicarnos a tareas que exigen un mayor esfuerzo mental. Pensar siempre
representó una tarea ardua. Como
más
tarde expondrá en su obra "Fahrenheit 451", el pensar destruye el optimismo hedonista en el que el ciudadano de a pie quiere vivir inmerso.
En "Crónicas Marcianas" Bradbury denuncia un mundo preocupado únicamente por lo concreto
y lo tangible. Su intención es demostrar que la felicidad del hombre no es
posible en un mundo donde sólo los hechos demostrables revisten importancia. La felicidad de la que creen disfrutar es simplemente hedonismo y conduce a la vaciedad existencial. El problema no
es que Dios haya muerto. La posibilidad de un Arte extrovertido, comunicativo,
también ha muerto. Lo que le queda al individuo es la huida a través del
autoengaño y la autosugestión. Qué más da que los sueños -nuestros sueños – sean
sólo sueños- si ellos nos proporcionan el bienestar espiritual que no
encontramos en el espacio de lo llamado “real”. De alguna manera, Bradbury
amplía la frase calderoniana: “Que la vida es sólo sueño y los sueños, sueños
son”, al afirmar que éstos son los únicos que en estos momentos pueden aportar
la felicidad.
¿Siempre? No siempre, responde el pesimista,
casi derrotista, Bradbury. A veces los sueños –como la vida real- se
tornan pesadillas mortales. A veces, las
alucinaciones se convierten –como le sucede a una de las expediciones que llega
a Marte – en un enemigo invencible. La ciencia, por su parte, conduce a la
Tierra a la autodestrucción, debido al uso de armas nucleares.
¿Estamos cayendo realmente en el salvajismo
civilizado que abocará al planeta Tierra a su fin? ¿Deriva tal
situación de la propia naturaleza limitada del individuo? El pesimista Bradbury no
termina de ponerse de acuerdo. Por eso, deja un pequeño resquicio a la
esperanza. La familia nuclear, la formada por padres e hijos, resta al final de
su obra, el único elemento salvador. La familia es sinónimo de fuerza y
esperanza en un mundo deshumanizado e inconexo. Ella es la que permite al
individuo vencer su soledad y su egoísmo, aunque a veces sus miembros también
pertenezcan al mundo de las alucinaciones.
“Crónicas Marcianas” es un buen libro que
además de entretener y conducir a la reflexión individual, invita a la
discusión sobre la deshumanización del arte, la destrucción de la cultura y la
validez de las bases en las que nuestra sociedad descansa. Tal vez, como
escribió Russel, haya que descender hasta el barbarismo extremo para que el
poder creador que toda gran cultura precisa renazca.
En cualquier caso, me parece que vamos a tener que esperar bastante hasta que
llegue ese momento. La realidad a la que
los nuevos tiempos nos abocan no es a la fuerza individual creadora, sino al
refugio edificado por los medios de comunicación de masas para las masas. Es un
mundo en el que la fantasía aparece tan uniformizada, tan homogénea, como el
mundo real del que pretende evadirse. Los juegos de ordenador, el cine, la
televisión, los programas de radio, están pensados para llegar al máximo número
de público posible. Lejos de introducir al individuo en un mundo distinto del
real, crean simplemente una realidad virtual en la que el sujeto sólo es
consumidor. Incluso en los juegos de ordenador, la individualidad se reduce a
la habilidad para conseguir los objetivos propuestos, no en la creación de
normas. El jugador sigue una estrategia que ha sido concebida por otros para
“engancharle” a él y a los demás.
Tales mundos fantásticos posibilitan la comunicación únicamente entre
los miembros que se encuentran dentro del mismo universo de ensoñación. La
familia deja de desempeñar su función como sostén moral, que aún detentaba en
la obra del escritor americano, porque se ha contagiado de la estructura inconexa que
asola al resto de la sociedad. “La vida de salón” ha desaparecido para en su
lugar dejar paso a “la vida de habitación”. Cada cual habita dentro de “su”
mundo que él no ha creado; a lo más, elegido.
Pero ni siquiera los componentes que
participan de ese mundo virtual se sienten realmente enlazados entre sí. La
comunicación entre los miembros que participan en las distracciones de masas
dura exactamente el tiempo que dura la visita de los participantes. En el
momento en que se acaba, vuelve a imperar la incomunicación. Ello repercute
incluso en temas como el de la tolerancia, que ha dejado de ser un deber para
convertirse, sobre todo, en un derecho.
Los diferentes
grupos y formas de vida exigen el derecho a ser tolerados. Sin embargo, no se
sienten obligados a “tolerar” a los diferentes. Es decir, a intercambiar de forma tranquila y sensata sus diferentes puntos de vista sobre la realidad. Y ello porque la tolerancia en la actualidad se
ha transformado en un contrato de “no agresión”,
no en una forma de comunicación En los institutos, es posible que los
góticos no se enfrenten a los punkies y estos, a su vez, no dirijan sus ataques
contra los frikies y los hipstars. Pero difícilmente veremos a los grupos
conversar entre ellos. Más bien lo contrario: cada grupo permanece encerrado
consigo mismo y en sí mismo.
La familia, el último consuelo que le quedaba
a Bradbury, está en peligro de extinción. Su destrucción está siendo
provocada porque los medios de masa
están empeñados en despojar a los progenitores del papel de educador y
transmisor de valores hacia sus retoños. La publicidad presenta una y otra vez
a los padres como pobres y simpáticos tontos que no tienen ni idea del mundo en
que viven y que lejos de salvar a su descendencia como sucede en la obra de
Bradbury, son ellos mismos los necesitados de auxilio por sus retoños, los
cuales a pesar de no tener todavía quince años y no disponer ni tan siquiera de
una mediocre formación intelectual, consiguen (gracias a su “inteligencia
natural” y a su dominio de la técnica –
esto es: del uso del ordenador) dilucidar perfectamente dónde está escondido
el peligro/problema y resolverlo brillante y eficazmente. Los medios de masas presentan a hijos que saben en qué consiste el
mundo desde su tierna niñez: en un mundo de masas para masas.
De este modo, una generación de padres que se
ha visto obligada por esa misma publicidad a proporcionar el bienestar material
de sus hijos, se ve vapuleada al ser presentada como un grupo formado por
personas indecisas, inmaduras, incapaces de manejar, no ya un ordenador,
¡ni tan siquiera su propia realidad!
A mi modo de ver, la familia es el único lugar
en el que el hombre puede encontrar los valores que la sociedad le roba. Ello
exige una gran responsabilidad a los padres. La salvación de la humanidad
depende de su juicio crítico, de su desconfianza hacia aquello que los medios
señalan como objetivo, hacia la ciencia hedonista empaquetada en elegantes cajas de regalo
destinada a explotarle en el cerebro a todos aquellos que las abran. Su amor más
que nunca ha de ser un amor activo en el que la moral kantiana suavizada por la
moral de Brecht y reposando en la moral de Nietzsche ha de desempeñar un papel
importante. Esto es: seguir lo que en su fuero interno uno considera como digno
de ser considerado siempre justo /en función del momento y situación concreta/ haciendo
uso de la sinceridad radical y sin tener en cuenta ni a la masa ni a los
vecinos.
Existe un pequeño
número de progenitores preocupados por dar a sus hijos sus valores. Poco
importa cuáles: conservadores, progresistas, religiosos, ateos. Pero sus
propios valores y están decididos a acompañar a sus hijos como padres y no como
colegas, ni amigos, ni tontos simpáticos. La mayoría de ellos no se siente en
posesión de la verdad pero actúan siguiendo la regla de ‘Más sabe el diablo por
viejo, que por sabio”.
Los medios de masas les (des) califican despectivamente como “Padres
helicóptero”.
¿No podríamos formar una flota de tales padres?
Quizás sus hijos se opongan a sus enseñanzas.
Al menos tendrán algo concreto a lo que oponerse.
Quizás ello genere individualidades fuertes
preocupadas por saber y no por innovar.
Tal vez haya que reflexionar sobre
pensamientos ya pensados antes de empeñarnos en buscar lo no pensado.
El Renacimiento bebió de la
Antigüedad antes de emerger él mismo en todo su esplendor.
Quizás incluso la Fe, la
verdadera Fe, no la religiosa y mojigata, no la sectaria y fanática, sino esa que mueve montañas, vuelva a aparecer.
Quizás incluso Dios lo haga.
Como ya escribí en mi blog sobre el libro
“Hotel Savoy”: El pesimismo nos salva…
Cuando somos más fuertes que él.
Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado-Gascón.
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