Lucien Gavard es un muchacho un tanto
excéntrico que no se interesa ni por el colegio ni por la rentable
fábrica de sedas de su padre. En vez de eso, prefiere dedicarse a la
construcción de extraños artilugios mecánicos. No obstante, con veinte años ya
es millonario. La razón de su éxito se debe a que su afición le ha llevado a
desarrollar nuevos modelos de automóviles, hasta el punto de fundar una
industria de coches que le reporta enormes beneficios económicos.
Lucien se casa con la mujer más bella de su
pequeña ciudad, debido precisamente a su belleza. En realidad, esposa y marido son dos seres distintos cuyas vidas se
desarrollan en universos completamente opuestos. Mientras que la actividad de
Lucien se dirige hacia el mundo exterior y sus negocios le mantienen
constantemente ocupado, Claude, su mujer, vive para sí misma y para su
propio y cerrado mundo. Su naturaleza es
tan melancólica como inactiva. No hay nada que llene su existencia vacía. Todo
lo que carece a su alrededor carece de sentido. Los problemas laborales que
atosigan a su marido no le interesan ni le conmueven. Sin embargo, la vida
matrimonial discurre con tranquilidad. Son las formas de cortesía las que hacen
posible el contacto entre ambos.
Este esquema se rompe cuando un cantante de jazz
afroamericano, que se ha hecho a sí mismo – Ralph Putman- llega a la ciudad. Claude y Ralph se sienten
atraídos el uno por el otro. Mientras tanto, a Lucien se le plantean graves
problemas profesionales. Sus fábricas de coches deben enfrentarse a la competencia
que representa la industria automovilística americana; reto para el cual aún no
están preparadas. Él mismo se siente viejo y cansado y empieza a tomar en
consideración lo que no mucho antes le hubiera parecido imposible: abandonar
los negocios.
Putnam conduce su coche a gran velocidad.
Junto a él se encuentra una emocionada Claude que por vez primera en mucho
tiempo se siente viva. ¿Le ama?, se pregunta Claude. Ella misma no conoce la
respuesta. Quizás Ralph, debido al color de su piel, simboliza la noche, tan
importante para ella. Quizás se debe al hecho de que es simplemente distinto a
todo lo que hasta el momento ha
conocido. En cualquier caso nadie puede negar la gran personalidad del
cantante, hasta el punto de que el título del libro: “Un gran hombre”, conduce a veces a la confusión. Hay momentos en los
que resulta imposible determinar con precisión si Soupault se refiere a Lucien
Gavard o a Ralph Putman y el lector se pregunta entonces si no hubiera sido
mejor el título de “Grandes hombres.”
Claude, en cambio, parece jugar un papel
secundario. El amor que ella experimenta hacia la belleza por la belleza misma es
presentado como un amor estéril, incapaz de dotar a la vida de sentido y de significado.
La noche es el refugio de los individuos que no tienen ningún interés por la
vida, porque la vida es siempre activa, impredecible e imperfecta. La vida es
el día. Y sin embargo, de repente se ha presentado ese cantante negro. Negro
como la noche. Perfecto como la Nada. Y Claude se siente inexorablemente atraída
por él, sin ni siquiera estar segura de si ello es a favor o en contra de su
voluntad. La posibilidad de cometer adulterio se hace cada vez más cercana.
¿Qué salva a Claude de tal conflicto?
En primer lugar, su procedencia. Claude es
una mujer de provincias. La célebre frase
“La mujer del César no sólo tiene que ser virtuosa; también tiene que
parecerlo”, constituye un deber inquebrantable, aunque se trate de una norma no
escrita.
En segundo lugar, la confusión de los
sentimientos que Putnam mismo
experimenta: ¿Nacen del amor, de la atracción por la belleza de Claude, o
simplemente del deseo de dominar a la mujer blanca? Soupault autor se ve
incapaz de ofrecer una respuesta satisfactoria; de ahí que el lector no pueda
comprender los motivos que de repente llevan a Putnam a estallar en cólera. ¿Es
la voluntad de conquista o la reacción ante el miedo que súbitamente Claude
parece sentir por él?
Junto a la lucha emocional que Claude y
Putnam mantienen con ellos mismos y entre sí y que no conlleva más que a la
autodestrucción porque es tan vacía y carente de objetivos como los
protagonistas que la conforman, se agudizan los problemas de Lucien Gavard. En
su viaje a los Estados Unidos ha comprendido qué pequeñas y anticuadas son sus
fábricas. En realidad no sólo las suyas, también el resto de las empresas
francesas y europeas se han quedado obsoletas en comparación con la industria
americana. Europa debe remodelar sus estructuras. Pero ni Francia ni Europa son
hombres. Los encargados de construirlas somos los individuos que en ella
habitamos. La pregunta que se plantea a sí mismo Lucien es si dispone de fuerza
suficiente para pertenecer a ese “nosotros”. Quizás es demasiado viejo para
ello. Quizás fuera mejor jubilarse. Al fin y al cabo dispone de suficiente
capital para vivir bien hasta su muerte. ¿No sería esto lo más razonable?
Quizás. Pero ¿sería feliz? ¿No resultaría mejor intentar establecer nuevas
fábricas con nuevos ingenieros y nuevas estructuras capaces de perpetuarse más
allá de su propia existencia?
Esa es la primera pregunta que mantiene en
tensión a Lucien Gavard. La segunda cuestión que le preocupa es si dispone
todavía de bastante fuerza para planes que exigen de tanta valentía y coraje.
De esta manera el gran empresario deviene ser
humano. Y como ser humano debe enfrentarse a las incertidumbres que asaltan a
cualquiera. Unida a la desconfianza hacia sus fuerzas aparece la necesidad de
aceptar sus propias limitaciones y necesidades. Lucien Gavard comprende que si
quiere seguir adelante necesita un centro capaz de dotar a su viejo cuerpo y su
cansada alma de la energía suficiente para superar los obstáculos a los que
habrá de enfrentarse para reestructurar el mundo empresarial.
El nombre de ese centro de energía es Claude.
Claude es el motor inmóvil, que como el de
Aristóteles, mueve sin ser movido. Aquí se encuentra el punto en el que la
belleza adquiere una importancia esencial.
Si la belleza, que
es un motor inmóvil, se une a otro motor tan inmóvil como ella misma (Claude/Putnam),
el fracaso resulta inevitable. La inactividad termina destruyéndolos y ambos
caen en la Nada sin que exista modo alguno de liberarlos. En cambio, cuando la
belleza consigue poner en movimiento a otro motor, dotar de sentido a su acción,
se produce una interrelación entre la pasividad y la acción. La belleza es el
origen que pone en marcha el motor y
éste, a su vez, dota a la belleza de sentido y la libera de su esterilidad.
Por este motivo Lucien y Claude se salvan
mutuamente. Lucien porque ha comprendido que incluso los grandes hombres desesperan
y necesitan de otros. Claude porque comprende que ella es el centro de energía
del que su marido precisa para enfrentarse a los desafíos que los nuevos
tiempos plantean. A su marido le hace falta su belleza y su serena presencia
tanto como ella precisa de la fuerza y de la fe en la vida que posee Lucien.
Esta recíproca necesidad es la crisis existencial por la que ambos atraviesan
les lleva a descubrir: emocional, en el caso de Claude; profesional, en el de
Lucien.
Así visto, el libro es un canto a esas
parejas cuyas relaciones observadas desde el exterior aparecen meramente
asentadas en los rituales y en la costumbre diaria. Pero justamente son estos
elementos los que posibilitan una
pacífica convivencia basada en el respeto y en el reconocimiento hacia el otro
y los que, igualmente, permiten la existencia de la libertad y de la tolerancia
en la relación de pareja.
Por otra parte, el gran hombre no es el
hombre que triunfa y que hace ondear su bandera en lo alto de la cumbre, sino
el hombre que no se deja derrotar por los problemas y que se enfrenta a ellos
sin ni siquiera estar seguro de su éxito. Tal vez fracase, pero en cualquier
caso, encontrará una y otra nuevos motivos y razones por los que levantarse y
seguir intentándolo. El gran hombre de Soupault encuentra siempre una nueva
esperanza para luchar. Su vida mira hacia el futuro y se eleva por encima de
él. Lo que convierte a Lucien en un gran hombre es que él, a diferencia de Ralp Putnam, no está
dispuesto a perderse en mitad de la noche, en la inmensidad de lo inmensurable.
Lucien simplemente quiere “ser” y quiere “ser acción" dirigida a la consecución
de un fin. Claude es su motor.
Claude comprende finalmente para qué y por
qué ella es importante para su marido. Esa comprensión le proporciona la
serenidad y el equilibrio que su vida exige para salir de la desesperación en
la que ha caído al iniciar su relación con Putnam. La naturaleza de Claude
impide que su vida sea extrema en ningún sentido, ni en el positivo ni en el
negativo. A pesar de que las emociones extremas la atraen, y la fascinación que
siente por el cantante americano es buena muestra de ello, no es menos cierto
que las pasiones desbocadas le producen un miedo insuperable. Lo extremo la
deja enclaustrada en la Nada, en el vacío. Sólo su marido es capaz de
proporcionarle la suficiente seguridad emocional para que su existencia
continúe desarrollándose en su equilibrio natural: sin moverse pero al mismo
tiempo sin tampoco desesperarse.
¿Es esto en lo que consiste el amor? Soupault
está convencido de que en realidad esto es a lo único a lo que se puede
denominar amor. Por el contrario, la mera atracción sexual hunde la relación de
los amantes en una lucha por el poder y la dominación.
Como ya hemos dicho antes, el libro es un canto
al amor que deja suficiente espacio a la libertad y a la tolerancia. Libertad
no significa abandono. La confusión emocional de Claude aparece cuando cree que
su marido no la necesita y termina cuando presiente que su apoyo es importante
para él. Lo mismo le ocurre a Lucien.
Pero la obra de Soupault es también un canto
a la crisis en el matrimonio, que no siempre tiene que significar el fin de la
relación de la pareja, sino que puede representar un nuevo inicio; o mejor
dicho, una nueva manera de marchar juntos a través de la vida.
He comparado Tío Vania y Un gran
hombre porque ambos tratan el mismo tema, aunque sea desde perspectivas
diferentes. Para Chéjov, la inactividad es siempre peligrosa y destructiva.
Para Soupault es útil cuando la inactividad es un centro de fuerza y un refugio
para los otros, si son activos. La belleza se convierte así en la fuerza que da
origen a la vida, en el aliento que imprime nuevos estímulos al guerrero que acaba
llegar herido del frente. La belleza en su inmovilidad, en su marmórea
frialdad, es capaz, sin embargo, de inspirar los sentimientos, de hacer nacer
una rosa en un campo helado. La belleza dota de sentido la pura acción, que
muchas veces aparece inconexa y carente de finalidad. Y en tanto que lo
consigue, la acción ofrece a la Belleza su razón de ser y de existir, aunque el
fruto no dependa de ella, sino de la acción del otro. La Belleza es la
inspiración del poeta, pero no sus poemas. La Belleza es la musa del pintor,
pero no sus cuadros.
Vivimos en un mundo en el que el concepto de Belleza se ha ido
vulgarizando, en el sentido de que la Belleza ha bajado del Olimpo y se ha
convertido en moda, en vanguardia, en experimentación. La Belleza ya no es
equilibrio constante, ni motor inmóvil, ni diosa lejana e inconmovible. La
Belleza ha perdido su carácter divino y se ha hecho humana. Demasiado humana,
tal vez.
A mi amiga Carlota, gran admiradora de Chéjov,
la crisis de la Belleza no le preocupa demasiado. No niega que a ella le encantaría
ser el inmóvil centro de energía de su marido quien, por cierto, se parece
bastante al Lucien de Soupault y tampoco tendría nada en contra de ser su musa.
Pero un trabajo, una casa, cinco hijos,
dos gatos, un perro y un jardín, amén de una declaración anual de la renta, lo
hacen imposible, dice. En tal situación no hay lugar ni para la recíproca
destrucción de motores inmóviles ni para la mutua comprensión basada en
rituales y formalidades de las que habla Soupault. Como siempre nos explica, no
porque ella no lo desee fervientemente sino porque sencillamente la
cotidianeidad no existe en su matrimonio. Cada día es completamente distinto
del anterior. Su marido y ella son dos motores en movimiento constante, por eso
no es de extrañar que más de una vez – y mal que les pese- choquen el uno con
el otro. “Y lo peor no es que el otro te haga daño”, afirma convencida. “Lo
peor es que no tienes tiempo ni para quejarte.”
Tiene razón. Seguramente la tiene. Y sin
embargo…
Cómo anhelaría mi alma que la Belleza regresara
a la morada de los dioses y que desde allí en su inmaculado esplendor irradiara
la luz que consigue iluminar cada oscuro rincón. Cuántos falsos artistas no
sucumbirían entonces a su cólera. Mientras tanto, la humanizada diosa Belleza
deambula de aquí para allá, perdida en un mundo cada vez más sombrío y bárbaro en
el cual ya ni siquiera resulta divertido
cuidar las formas.
Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado Gascón.
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