miércoles, 9 de octubre de 2013

El TERCER HOMBRE (1949) Graham Greene


El libro pertenece al género de novela negra o policiaca. El antihéroe Rollo Martin (que pasó más tarde, por decisión del propio Greene, a llamarse “Hally Martin”) vuela desde Londres invitado por su amigo Harry Lime a una Viena helada por el tiempo, destrozada por la guerra y ocupada por los aliados. A su llegada no hay nadie que acuda a recibirle. Martin no tarda en descubrir la razón: Harry acaba de fallecer atropellado.  A Martin sólo le resta ir al cementerio a despedirlo. Allí conoce a un tal Calloway, un policía inglés ocupado en investigar las actividades criminales de Lime. Su súbita muerte supone el fin de sus inquisiciones. El empeño casi infantil de Rollo Martin de conocer las verdaderas circunstancias de la muerte de su amigo inicia la trama de la novela. Martin aparece como un hombre que bebe demasiado, un mujeriego,  un escritor de segunda categoría que se dedica a escribir novelas del Oeste bajo el pseudónimo de Buck Dexter, pero sobre todo, Greene lo describe como un hombre que cree profundamente en la amistad. De ahí su resolución a no marcharse hasta que a su juicio, el caso haya quedado aclarado satisfactoriamente. Sus pesquisas le conducirán a un sorprendente desenlace.

 Comentario
A diferencia de lo acostumbrado, el libro – como el mismo Greene aclara- fue escrito para ser convertido en película. Green publicó una narración de lo que tenía que ser un guion de cine en vistas a facilitar el desarrollo de la trama. El autor inglés afirma que la filmación, en tanto que termina de darle la forma final, supera al trabajo literario. De ahí, también, su advertencia de que las modificaciones que la obra escrita hubiera podido sufrir durante el rodaje, no habían sido hechas en ningún modo en contra de su voluntad.

El Tercer Hombre nos introduce así en un tema sumamente complejo: la relación entre la literatura y el cine que es, al mismo tiempo, la pregunta por la delimitación entre ambas disciplinas artísticas y la pregunta por la crisis en la que hoy en día ambas parecen estar irremediablemente sumidas.

Es cierto que en los inicios del cine el instrumento del que éste se servía: la imagen, no invitaba a pensar que algún día podría llegar a colisionar con la literatura, que utilizaba la palabra como medio de expresión. Por otra parte, mientras que el propósito de la imagen era el de excitar las emociones, (dirigidas o no a generar posteriores reflexiones), el objetivo de  la literatura se encaminaba sobre todo a incitar a la meditación (aunque ésta fuera conducida a través de las emociones). Incluso el género del folletín en el siglo XIX, los cuentos renacentistas y los romances populares de la Edad Media entrañaban un contenido didáctico que empleaba la superficialidad como recurso estilístico para conseguir  alcanzar una mayor repercusión. Con ello no estoy negando ni mucho menos la calidad artística que entrañan obras como “El acorazado Potemkin”, (1925) de Sergei Eisenstein. Lo que estoy diciendo es que el cine, incluso el de ensayo, se vale fundamentalmente de  las emociones.

Esa intención primera del cine: la de estimular emociones se refleja especialmente en el apoyo que ha necesitado de la música. No es exagerado en ningún modo afirmar que hoy en día los mejores músicos se dedican a la composición de bandas sonoras para la filmografía sobrepasando muchas de ellas  en calidad y fama a las películas para las que han sido escritas. En efecto, desde los comienzos del cine ha sido la música la que ha proporcionado a la imagen la intensidad que ésta requiere para implantarse en las almas de los espectadores y la que permite inducir en sus espíritus los sentimientos que los guionistas y el director desean provocar en ellos. Un ejemplo representativo es la música dodecafónica. Es cierto que las composiciones dodecafónicas pusieron de manifiesto lo que las melodías armoniosas y fáciles ocultaban: la ruptura que existía entre la realidad que se quería mostrar y la auténtica realidad, que no tardaría en convertirse en sangrienta. Pero posiblemente tales composiciones hubieran seguido el mismo destino del arte pictórico expresionista de no haber servido de apoyo acústico a las películas de terror y de violencia.

Así pues, la frase “una imagen vale más que mil palabras” sólo es verdaderamente cierta si dicha imagen va acompañada de sonido.

Fue precisamente el desarrollo de la técnica, lo que permitió pensar en un acercamiento entre literatura y cine. En efecto, la aparición del cine sonoro, con la posibilidad de introducir diálogos, impulsó a muchos directores a utilizar sus trabajos como crítica a la realidad socio-económica o simplemente como propaganda de sus propias y ajenas convicciones políticas. Dos razones, sin embargo, provocaron su reclusión en un determinado género: el llamado “de ensayo”, reservado a un público minoritario. La primera, es que el cine, a diferencia de la literatura, nació como “arte de  masas”. Esto significa que su objetivo prioritario consistía y consiste en llegar al mayor número de personas no para educarlas (al menos, no necesariamente) sino para (y esto era necesario) ganar dinero. No es que los autores literarios no tengan tales pretensiones al publicar sus obras, pero la literatura constituye en sí misma un placer solitario; incluso en las bibliotecas, cada lector maneja un título diferente y  en lo que a  las tertulias literarias respecta, éstas no suelen superar los diez o doce participantes.

El segundo motivo partía de la propia naturaleza del cine. Un libro admite que el desarrollo del argumento contenga un alto grado de reflexión y que ello prime sobre la acción. De hecho, es lo que mucho lectores esperan de su lectura.  De ahí que, como el mismo Greene muestra en su relato, las novelas del Oeste (y yo añadiría, las novelitas de amor) en las que la acción y las emociones juegan un papel relevante, se encuadren dentro un subgénero denominado por muchos, no entro en si justa o injustamente, “mala literatura.” En cambio, la esencia del cine se basa en el estudio de las emociones. El espectador cinematográfico común espera ser conducido a momentos culmen de excitación, con independencia de que éstos sean provocados por niños abandonados, soldados heridos, dráculas siniestros o criminales desalmados.

 Es cierto que los folletines del siglo XIX se basaban en esta misma pretensión, pero aparte de incluir una innegable crítica social, su consumo exigía la fidelidad del lector al autor en tanto en cuanto  que los capítulos iban apareciendo publicados progresivamente en revistas y periódicos. En el cine,  en cambio, el consumo de tales  emociones ha de agotarse en un tiempo que, en general, no debe superar las dos horas. Ello no era difícil de obtener de los primeros espectadores, para los cuales el mero hecho de ir a una sala en la que aparecían imágenes en movimiento además de poder encontrarse con su jefe y su mujer, constituía ya de por sí suficiente motivo de exaltación.  No obstante, la costumbre se reveló desde el principio como la gran enemiga de la pantalla, de modo y manera que los géneros cinematográficos han tenido que renovarse constantemente si querían seguir emocionando al gran público al mismo tiempo que ganar dinero con tales sentimientos. El insaciable deseo de novedad del consumidor de cine les ha obligado a cambiar constantemente de escenario hasta el punto de no quedarles más recurso que el de la violencia –da igual dónde, cómo y de qué manera- que junto con el amor- da igual cómo, dónde y con quién-   constituye parte de la esencia del ser humano.

Así pues, la esencia de la industria del cine es la de ganar dinero a través de las emociones y las emociones sólo pueden ser provocadas, en el sentido de excitadas,  a través de la acción.  Una película en la que dos amantes estén dos horas confesando su amor sería absolutamente tediosa salvo si tienen que luchar contra los obstáculos que les salen al encuentro; lo mismo ocurre en las películas de guerra, de detectives o de zombis. La acción requiere de efectos especiales; fomentar emociones exige el estudio de los gestos y la participación de la música pero además exige algo más: conocer la psicología del espectador.  Si encima se quiere ganar dinero, el estudio de la mente resulta esencial. Pero cuando se trata de cine estamos ante una mente que trasciende la mente individual para convertirse en una mente colectiva. No se trata de saber qué piensa un individuo sino de qué piensa “la gente”. “La gente” adquiere así una entidad propia. La figura del  “consumidor” no alude a un determinado y concreto “consumidor”, sino a una generalidad.  Así pues si “el consumidor de cine” es una masa con carácter propio, se hace necesaria una psicología de masas. Y esto es justamente lo que ha impulsado desde sus inicios la industria cada vez más compleja del cine. Que su efectividad haya sido sobre todo a nivel social más que político, se debe al prosaico hecho de que, como ya hemos dicho, la última intención de sus componentes es vender la mercancía que producen, no cambiar la sociedad. Y si la cambian, únicamente  para ganar más dinero con ello. Salvo contadas excepciones, las llamadas "peliculas de propaganda" fueron creadas para ser vendidas, no para aleccionar. En cuanto descendió el número de asistentes a las salas, dejaron de rodarse tales filmes.

Para algunos, el factor mercantilista constituye el germen de su desdén por el cine. A mí , en cambio,  no solo me parece bien sino honesto. Como honesto resulta que lo primero que se analice tras el estreno de una pelicula sea el  beneficio que reportan dos horas que han exigido una ingente inversión económica y decidir si el asunto tratado "funciona" o no.

En este sentido, la última sensación no son las grandes producciones sino los denominados “docudramas”. Ello  viene explicado, de un lado, por la crisis económica y de otro, por la terrible dificultad para encontrar temas que realmente consigan conmover al espectador. De repente, la antiguamente llamada “fábrica de sueños” ha de enfrentarse al terrible hecho de que “el espectador” ya no sueña. Por no tener, no tiene ni pesadillas. Más aún, ni siquiera desea que le saquen de la realidad cotidiana. Los docudramas sumen al espectador (que es un espectador colectivo) en su vida diaria porque tal espectador quiere sumirse, ahogarse sería la palabra adecuada, en ella. Es cierto, que el cine “dirige” las emociones, las "excita", las "estimula" pero – en contra de lo que muchos creen- no las crean.

Por eso, cuando se exige un cine de calidad o una televisión de calidad, habría primero que formar a un espectador de calidad, de modo que sintiera interés por tales programas. El que existan más personas que compran películas que libros no debería llevar a nadie a rasgarse las vestiduras. Como hemos dicho anteriormente, la lectura ha sido siempre un placer solitario. Que los lectores constituyan un grupo minoritario tiene que ver con el hecho de que el hombre es un ser social por naturaleza más que con su bolsillo.

Lo que me molesta, pues, no es la naturaleza intrínseca del cine ni el éxito que ha alcanzado en su desarrollo. Mucho menos aún me irrita el que Green haya convertido en un relato –muy agradable de leer, por cierto-  lo que desde el principio iba a ser una película.

Lo que me desconcierta, por decirlo de alguna manera, es la prostitución en la que han caído el cine y la literatura. Que se estrene una película de un libro de un escritor tan brillante como Maupassant, cuya pluma no necesita de la técnica del cine para que cada escena se presente nítidamente al lector, me parece tan aberrante como el innegable hecho de que muchos de los escritores escriban no pensando en la realidad que quieren resaltar, ni en lo que con su obra quieren decir, ni siquiera en lo que su reducido número de lectores esperan de ellos, sino en los posibles productores y directores que podrían hacer de su novela, en general mediocre, una superproducción que no lo lance al estrellato a él – son pocos los espectadores que conocen el nombre de los autores cuyas novelas se han filmado- pero que le proporcione ingentes beneficios por aquello de “derecho de autor”, cuando en la mayor parte de las ocasiones –salvo cuando se trata de obras geniales de la historia de la literatura- el cine engrandece a esos insignificantes autores. Que se filmen obras de teatro me parece tan absurdo como que se conviertan películas en obras de teatro, por más que esas películas hayan sido sacadas a su vez de novelas. Es necesario que existan guiones pensados especialmente para películas, tramas que puedan desarrollarse en el teatro y argumentos adecuados para lectores de novelas y narraciones. La postmoderna visión de la unión de artes y géneros ha desembocado en la destrucción de todos ellos. El empeño por modernizar el teatro clásico hace imposible poder asistir a la representación original de una obra para el tiempo en la que fue pensada. En vez de ello hay que conformarse con una variación sobre el mismo tema que cada vez se aleja más del tema. Lo mismo ocurre con las óperas y con los libros filmados.

 Por otra parte, una película en la que la fotografía es excelente pero que no transmite ninguna emoción, excepto la causada por la falta de acción, resulta tan tediosa (por artística que sea) como un libro en el que sólo existe acción y diálogo, en el que los personajes sólo pretenden saltar a la pantalla del cine y en el que los capítulos pueden leerse como escenas. Y eso es justamente lo que está últimamente sucediendo con la mayor parte de la literatura actual ¡Qué horror! O son novelas históricas sostenidas por tres violaciones, cuatro asesinatos, ocho heridos y tres amores imposibles dentro de un marco histórico de un tiempo insufrible en el que sólo acontecen desgracias y en las que los personajes están clasificados y archivados en buenos y malos ;  o son novelas de detectives; o son novelas de degenerados, donde el imbécil de turno no se conforma con ir él solito al infierno sino que quiere que sus mejores amigos le acompañen bajo las siempre útiles excusas de la solidaridad y de la amistad; o son novelas de frustrados y frustradas; o son novelas en las que, sencillamente, no sucede nada y en las que los personajes sólo alcanzan a quejarse malhumorados de que “nunca pasa nada” sin ni siquiera reflexionar sobre el sentido de la vaciedad vital y cómo salir a flote o hundirse irremediablemente en ella.
La diferencia entre el cine y la literatura está en la disparidad del origen de sus respectivas crisis.
La crisis de la industria del cine muestra el barbarismo en el que ha caído el individuo (y cuando digo “individuo” me refiero al “individuo colectivo”) y se ve desconcertada ante la terrible pero innegable situación de que el espectador ha perdido la capacidad de soñar - el deseo, incluso, de soñar- La admirada “realidad virtual” es la manifestación más representativa de este fenómeno. No se desean sueños de los cuales poder despertarse. Se desea una realidad que no sea realidad pero que se parezca tanto a la realidad que no se pueda distinguir con claridad dónde empieza la realidad real y dónde acaba. Y cuánto más difícil resulte establecer los límites, mejor. La realidad virtual nos sume voluntariamente en un mundo que antiguamente era el monopolio de los locos. La crisis de la literatura, por su parte, da cuenta de la incapacidad lingüística de los escritores, de la escasez de individuos concretos que sean capaces de contar una historia que induzca a la reflexión acerca de la sociedad en la que viven. Porque la literatura, la verdadera y buena literatura, se ha ocupado de su propio tiempo más que de tiempos no digo ya remotos, sino pasados. Y cuando ha recurrido a tiempos anteriores ha sido o bien para buscar una explicación al suyo propio o bien para escapar de un presente que le resultaba insoportable. ¡Pero desde luego no para inflamar emociones pasajeras que ocupen 600 páginas con sucesos que se encadenan sin pausa los unos a los otros para impedir que el lector reflexione y se admire que no hay nada sobre lo que reflexionar! De este modo las emociones, que parten de momentos mal construidos y peor desarrollados,  se queden en meras impresiones prestas a desaparecer con el siguiente tocho. Y en cuanto a los escritores que se dedican a analizar nuestro presente se refiere, yo me pregunto
cuándo leen y qué leen porque la verdad es que en sus escritos a sus protagonistas  únicamente les preocupan los  temas relativos al sexo y a las drogas; no para experimentar ni para derribar muros religiosos o conductas mojigatas. Simplemente porque esa es la Realidad y fuera de esa Realidad no hay nada. Y a eso le llaman "vivir la vida" y exigen dinero por unos libros que muestran la indiferencia y el cansancio vital  en  unos antros que han perdido cualquier rasgo moral, aunque sea el inmoral y el prohibido,  para convertirse en simples antros de aburrimiento  llenos de carne sudorosa sumida en vomitinas propias y ajenas .Uf.

Vivimos en una sociedad que no sé si calificar de  hipócrita pero sí, sin duda, de necia. Se pide al cine que eduque al espectador, cuando eso no fue jamás  ni su pretensión ni su misión. En cambio, no se exige que los libros inviten –por lo menos, eso- a la reflexión. Las asociaciones de consumidores reivindican un cine de calidad pero ninguna de ellas es capaz de exigir una literatura de calidad, que es lo que de verdad hace falta. Nos quejamos de los bodrios de película cuando la mayoría nacen de bodrios de libros. (Y eso no es lo peor. Mucho más terrible aún que un mal libro transformado en cinta cinematográfica es un mal libro convertido en serie de televisión.) La crisis del cine nace de la incapacidad del hombre actual para soñar. La crisis de la literatura, de su incapacidad para reflexionar.

¿Ha muerto el hombre? Y si no ha muerto ¿dónde está?
Que alguien me deje una lámpara para ir a buscarlo.
Ya sé que no sería la primera en intentarlo.  

Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado-Gascón.
 
 


 

 

 

 

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